Blogs que sigo

jueves, 12 de mayo de 2016

Joan Mataró (1) - Barcelona




Aunque en su página, aquí, no expone sus marcapáginas os podéis poner en contacto con él a través de su correo: mataromar@gmail.com si es que os interesa alguno.

La cita

Frente al portón del parque le volvió a asaltar la misma duda. ¿Dónde era? ¿Qué sitio había sido el elegido? La duda le pro­ponía un problema insoluble. Por cualquier camino, su pen­samiento llegaba siempre a este espacio en blanco, imposible de llenar. Trató de prescindir de ese engranamiento de asocia­ciones que la fallaba invariablemente al llegar a un punto fue­ra de su voluntad. Procuró entonces abrirse paso a través de sus sensaciones. El mismo resultado negativo. El mismo lími­te invulnerable. Había una finísima lámina aisladora inter­puesta entre la hora de la cita y el sitio fijado para el encuen­tro. Podía recordar claramente la primera. Lo segundo era un misterio.
Este parque... Sí, tal vez este parque... Tenía que ser este parque... Allí a la entrada, en la segunda rotonda de la iz­quierda, junto al pequeño estanque.
El penetrante olor de aquellos nenúfares blanquecinos descomponiéndose a flor del agua verdosa acudió a él. Lo aspiró con ansia. Se aferró a ese olor persistente para re­cordar.
Miró a la garza, inmóvil, casi apoyándose contra el mon­tículo de césped. Sí. Aquí debía de ser..., aquí tenía que ser. Pero cuando quería vincular todo esto al recuerdo de la cita, el parque quedaba vacío, sin vida, desconocido.
Era necesario recordar, sin embargo. La hora de la cita iba llegando aceleradamente. Apenas restaban unos instantes. ¡Cuál era el lugar, Dios mío!
Trajo todas las palabras de ella. Las despertó de donde dormían. Las acumuló como gemas preciosas sobre el tercio­pelo oscuro de su recuerdo.
Tras las palabras llegó hasta los labios de ella. Pudo con­templar con los ojos cerrados cómo volvían a moverse dulce, deliciosamente, para pronunciarlas una por una, como ella  había oído, inclinándose un poco hacia donde se inclinan los sueños... Pero también los labios de ella se detenían en el mo­mento preciso de decir el lugar de la cita. Se desdibujaban re­pentinamente y las palabras y la voz morían un brevísimo instante, o esculpían un signo indefinible, duro, fatal, sobre esa misma superficie en blanco que él no podía descifrar de ningún modo.
¡Pronto! Era necesario saberlo ahora mismo.
¡Dónde, Dios mío, dónde..., dónde!
Sobre sus muñecas temblorosas el tic-tac de su reloj-pulsera con fuerza prodigiosa le arrastraba hacia lo irreparable. Latido a latido...
Tenía que verla. Pero... ¿dónde? Ella se iba a perder para siempre si no la veía ahora... Aquí, por última vez o nunca más..., nunca más.
Echó a andar. La vida o la muerte divididas por esa hoja delgada, opaca, invulnerable.
La vida o la muerte ahora, a cada paso. El sendero lleno de sombra empezó a desenvolverse ante él; empezó a arrastrarlo, poco a poco, cada vez más rápido.
El tic-tac del reloj-pulsera se trasladó a sus sienes, a su garganta, a su corazón, a sus pasos. Le atenaceó con sus dos leves, pero metálicos dedos acorazados de tiempo... Tic... tac... Un paso y otro...
¡Ah!, este banco, en una curva del sendero. Un rústico banco de ramas trabadas. Es preciso huir de su tentación, co­rrer más ligero..., salir de este parque..., buscarla a ella en otro sitio. Pero el parque gira como un carrusel sombrío. Es inútil correr... El banco aparece una y otra vez ofreciendo su tre­menda tentación de descanso al que corre y no puede huir.
Las ramas del banco sacan una sombra neblinosa por sus cortezas aserradas.
Por sus muñones pulidos también empieza a retoñar la neblina que se esparce por todo el parque...
¡A correr...! Otro recodo y otro... Otro más.
La curva otra vez, y otra vez el banco, en el mismo sitio. La música metálica del tic-tac, más rápida. El sendero se des­pereza ahora en una distancia inacabable. Allá, en el fondo, hay un boquete vagamente luminoso, como la salida de un túnel, cada vez más lejano, cada vez menos luminoso. ¡Y la desesperada carrera impotente para alcanzarlo, para acercarse a esa vaga salida! Y el banco siempre en la misma curva, con sus ramas manando niebla..., niebla...
Es preciso huir. Una vez más es preciso intentarlo.
¡En este parque, no! Ella está esperando en otro sitio más claro, más tibio..., lejos de aquí, y la hora ya ha llegado... Pero ella tal vez pueda esperar un poco más...
Voy a correr..., voy a salir de aquí por esa claraboya tan distante... ¡Espérame..., espérame! ¡Oh!..., el banco de nuevo. Me llama, me atrae, me esta inoculando un sueño extraño... ¡Oh, qué cansado me siento..., qué cansado! Me atrae, me voy a sentar... ya no puedo más... Me caigo de sueño... Aquí es­toy... Ven, me muero de sueño... Quiero dormir en tus bra­zos, en tus brazos... ¡Qué suave y blando es este banco...! ¡Ah...! Ya no podría levantarme nunca más de aquí... Me ro­dean dos gruesas ramas que echan por las cortezas mucha nie­bla... Son como los brazos del banco... Infinitamente suaves, infinitamente poderosos... ¡Todo un bosque ha crecido a mi alrededor!
¡Oh, tú! Avanzas por el sendero... ¡Por fin! ¡Has llegado! Tu paso es fino, rápido y flexible... Eres hermosa... Estás más hermosa que nunca... Te veo entre la niebla... Pareces la luna... Te rodea un oleaje azulado, una anilla mágica en torno a tu cuerpo divino...
Tus ojos preguntan... Siento que indagan por mí... Te de­tienes...
Contempla el banco fijamente... No ves nada... No pue­des ver nada... Luego giran tus miradas por todo el parque... Tampoco puedes verme... Te llamo... Grito tu nombre... No me escuchas. Sin embargo, un pequeño murmullo ha llegado a tus oídos... Te das vuelta. Sientes que alguien te ha llama­do... Nadie... Quizá el aire frotándose en la corteza de los ár­boles... Miras por última vez, levemente irritada... Encoges levemente los hombros... Miras tu pequeño reloj-pulsera... Te alisas el pelo y vas a marcharte... La niebla deja caer su an­tifaz de raso gris sobre tu rostro... Te llamo aún, débilmente... Te alejas... No me oyes... Tu paso vuelve a ser rápido, suave, flexible, como el andar de la luna... Te llamo todavía... No me oyes... No puedes oírme... Estoy muy lejos... Has llegado a la claraboya distante... La vas a traspasar ahora... Tu silueta tras­pone la indecisa y lejana salida... Tu silueta la atraviesa... Has atravesado mi propia vida, como la espina perfora un pétalo moribundo... Has atravesado la fina lámina que me impe­día recordar... ¡Y ahora recuerdo! La cita contigo era aquí..., aquí..., aquí... 

Augusto Roa Bastos