Primera
escena
Es imposible
no ver escenas; porque si mi padre fuese herrero y el de usted un par del reino,
los dos seríamos necesariamente como un cuadro para el otro. Es muy posible que
no podamos escapar del marco del cuadro hablando un lenguaje sencillo. Usted me
ve apoyado en la puerta de la herrería con una herradura en la mano y al pasar
por allí piensa: «¡Qué pintoresco!» Yo, al verlo a usted tan a sus anchas,
sentado en el coche, casi en actitud de saludar al populacho, pienso: «¡Qué
imagen de la vieja Inglaterra aristocrática y fastuosa!» Sin duda los dos nos
equivocamos por completo en nuestros juicios, pero eso es inevitable.
Y entonces, a
la vuelta del camino, vi una de esas escenas. Podría llamarse «El marinero
vuelve a casa» o algo por el estilo. Un joven y apuesto marinero cargado con un
petate; una muchacha cogida de su brazo; los vecinos congregándose; el jardín
de una casita de campo inflamado de flores; al pasar, leí al pie de la escena
que el marinero había regresado de China y que una espléndida comilona le
aguardaba en el salón; y él traía en el petate un regalo para su joven mujer; y
ella pronto le daría su primer hijo. Todo estaba en orden y era bueno y como
tenía que ser, sentí ante aquella escena. Había algo pleno y satisfactorio en
la visión de tal felicidad; la vida parecía más dulce y envidiable que antes.
Y, así
pensando, los dejé atrás, completando la escena lo mejor que pude, fijándome en
el color del vestido de ella, de los ojos de él, y viendo al gato rubio
escabullirse por la puerta de la casa.
La escena
flotó ante mis ojos durante algún tiempo, haciendo que la mayoría de las cosas
pareciesen más vivas, cálidas y sencillas de lo normal; y haciendo que algunas
cosas pareciesen ridículas; y otras incorrectas y otras correctas, y más llenas
de sentido que antes. Durante aquel día y el siguiente, en los ratos de ocio,
la escena me volvía a la cabeza, y con envidia, pero con bondad, pensaba en la
felicidad del marinero y de su mujer; me preguntaba qué estarían haciendo, que
estarían diciendo en ese momento. La imaginación produjo otras escenas que
surgían de esta primera, una escena del marinero cortando leña y cargando agua;
hablaban de China; la muchacha colocó su regalo sobre la repisa de la chimenea,
donde todos pudiesen verlo; y comenzó a coser la ropa para su bebé, y todas las
puertas y ventanas estaban abiertas al jardín, de manera que se oía el
revoloteo de los pájaros y el zumbido de las abejas, y Rogers -así se llamaba
él- era incapaz de expresar cuánto le agradaba todo aquello después de los
mares de China. Y fumaba su pipa, con un pie en el jardín.
Segunda escena
Un grito
desgarrador atravesó el pueblo en plena noche. Después se oyó el ruido de algo
que se arrastraba; y luego silencio sepulcral. Todo cuanto podía verse desde la
ventana era la rama del lilo que colgaba inmóvil y pesada sobre el camino. Era
una noche cálida y tranquila. No había luna. El grito hizo que todo pareciese
siniestro. ¿Quién había gritado? ¿Por qué había gritado? Era una voz de mujer
que a causa de la intensidad del sentimiento se había vuelto casi asexuada,
casi inexpresiva. Era como si la naturaleza humana gritase contra alguna
iniquidad, algún horror inexpresable. Reinaba un silencio sepulcral. Las
estrellas brillaban perfectamente serenas. Los campos reposaban en calma. Los
árboles permanecían inmóviles. Y sin embargo, todo parecía culpable, condenado,
siniestro. Sentí que era preciso hacer algo. Debería aparecer alguna luz
oscilando, moviéndose agitadamente. Alguien debería bajar corriendo por el
camino. Las ventanas de la casa deberían iluminarse. Y luego quizá otro grito,
pero menos asexuado, menos mudo, aliviado, apaciguado. Pero no apareció luz
alguna. No se oyeron pasos. No hubo un segundo grito. El primero se había
ahogado, y después reinó un silencio sepulcral.
Yo estaba
tendida en la oscuridad escuchando con atención. No había sido más que una voz.
No había con qué relacionarla. Ningún tipo de imagen vino a interpretarla, a
hacerla inteligible. Y cuando la oscuridad se levantó al fin, no vi sino una
oscura silueta humana, casi informe, que en vano alzaba un gigantesco brazo contra
alguna iniquidad abrumadora.
Tercera
escena
El buen
tiempo continuaba sin interrupción. De no haber sido por aquel grito aislado en
la noche se podría pensar que la tierra había arribado a puerto, que la vida
había cesado de derivar con el viento en popa, que había alcanzado alguna cala
en calma y allí permanecía anclada, sin apenas moverse, en las tranquilas
aguas. Pero el ruido persistía. Dondequiera que fueses, por ejemplo durante un
largo paseo por las montañas, algo parecía agitarse bajo la superficie,
haciendo que la paz, la armonía reinante, resultasen un poco irreales. Las
ovejas se apiñaban en la ladera de la montaña; el valle se extendía en largas
ondulaciones como una suave cascada de agua. El paseo discurría entre granjas
solitarias. El cachorro correteaba por el patio. Las mariposas revoloteaban
alrededor de los tajos. Todo parecía tranquilo y en calma. Y sin embargo,
seguía pensando, un grito lo había rasgado; toda aquella belleza había sido su
cómplice aquella noche. Había consentido en permanecer serena, en seguir
siendo hermosa; pero podía quebrarse de nuevo en cualquier momento. Aquella
bondad, aquella seguridad eran sólo superficiales.
Y para
aliviar ese inquietante estado de ánimo volví a la escena del marinero que
regresaba a casa. La vi otra vez completa, añadiendo pequeños detalles -el
color azul del vestido de ella, la sombra del árbol cubierto de flores
amarillas- que no había empleado anteriormente. Se habían detenido en la puerta
de la casa, él con el petate al hombro, ella rozando ligeramente con la mano
la manga de su camisa. Y un gato rubio se había colado por la puerta
entreabierta. Y así, al adentrarme gradualmente en cada detalle de la escena,
fui persuadiéndome poco a poco de que lo que yacía bajo la superficie no era
traicionero y siniestro, sino tranquilo y alegre y bienintencionado. Las
ovejas paciendo, las ondulaciones del valle, la granja, el cachorro, las
mariposas bailarinas, parecían afirmarlo así en todo momento. Y, de este modo,
volví a casa con la mente fija en el marinero y su mujer, imaginando más y
más escenas sobre ellos de manera que cada nueva escena de felicidad y
satisfacción podía superponerse a aquel desasosiego, a aquel grito
espeluznante, aplastándolo y silenciándolo bajo su peso hasta que dejaba de
existir.
Allí estaba
por fin el pueblo, el patio de la iglesia que yo debía cruzar; y al entrar en
él pensé, como siempre, en lo apacible que era aquel lugar, con la sombra de
sus tejos, sus lápidas borradas, sus tumbas anónimas. La muerte es alegre aquí,
sentí. ¡Pero miren qué escena! Un hombre cavaba una tumba y un grupo de niños
merendaba junto a ella. Mientras las paladas de tierra amarilla volaban por
el aire, los niños permanecían tumbados alrededor, comiendo pan con mermelada
y bebiendo leche en grandes tazones. La mujer del enterrador, una mujer gruesa
y bondadosa, se había recostado en una lápida y había extendido su delantal
sobre la hierba, junto a la tumba abierta, a modo de mantel para la merienda.
Algunos terrones de barro habían caído sobre el mantel. A quién iban a
enterrar, pregunté. ¿Había muerto al fin el anciano Mr. Dodson? «¡Oh! No. Es
para el joven Rogers, el marinero», contestó la mujer mirándome fijamente.
«Murió hace dos noches, de una fiebre extraña. ¿No oyó a su mujer? Salió
corriendo al camino y gritó... ¡Pero, Tommy, te has puesto perdido de tierra!»
¡Qué escena!
Virginia Woolf