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jueves, 12 de febrero de 2015

Vilanova i la Geltrú - Carnaval




Tres escenas

Primera escena

Es imposible no ver escenas; porque si mi padre fuese herrero y el de usted un par del reino, los dos seríamos necesariamente como un cuadro para el otro. Es muy posible que no podamos escapar del marco del cuadro hablando un lenguaje sencillo. Usted me ve apoyado en la puerta de la herrería con una herradura en la mano y al pasar por allí piensa: «¡Qué pintoresco!» Yo, al verlo a usted tan a sus an­chas, sentado en el coche, casi en actitud de saludar al po­pulacho, pienso: «¡Qué imagen de la vieja Inglaterra aristo­crática y fastuosa!» Sin duda los dos nos equivocamos por completo en nuestros juicios, pero eso es inevitable.
Y entonces, a la vuelta del camino, vi una de esas esce­nas. Podría llamarse «El marinero vuelve a casa» o algo por el estilo. Un joven y apuesto marinero cargado con un petate; una muchacha cogida de su brazo; los vecinos congregándose; el jardín de una casita de campo inflama­do de flores; al pasar, leí al pie de la escena que el mari­nero había regresado de China y que una espléndida co­milona le aguardaba en el salón; y él traía en el petate un regalo para su joven mujer; y ella pronto le daría su pri­mer hijo. Todo estaba en orden y era bueno y como te­nía que ser, sentí ante aquella escena. Había algo pleno y satisfactorio en la visión de tal felicidad; la vida parecía más dulce y envidiable que antes.
Y, así pensando, los dejé atrás, completando la escena lo mejor que pude, fijándome en el color del vestido de ella, de los ojos de él, y viendo al gato rubio escabullirse por la puerta de la casa.
La escena flotó ante mis ojos durante algún tiempo, haciendo que la mayoría de las cosas pareciesen más vivas, cálidas y sencillas de lo normal; y haciendo que al­gunas cosas pareciesen ridículas; y otras incorrectas y otras correctas, y más llenas de sentido que antes. Duran­te aquel día y el siguiente, en los ratos de ocio, la escena me volvía a la cabeza, y con envidia, pero con bondad, pensaba en la felicidad del marinero y de su mujer; me preguntaba qué estarían haciendo, que estarían diciendo en ese momento. La imaginación produjo otras escenas que surgían de esta primera, una escena del marinero cortando leña y cargando agua; hablaban de China; la muchacha colocó su regalo sobre la repisa de la chime­nea, donde todos pudiesen verlo; y comenzó a coser la ropa para su bebé, y todas las puertas y ventanas estaban abiertas al jardín, de manera que se oía el revoloteo de los pájaros y el zumbido de las abejas, y Rogers -así se llamaba él- era incapaz de expresar cuánto le agradaba todo aquello después de los mares de China. Y fumaba su pipa, con un pie en el jardín.

Segunda escena

Un grito desgarrador atravesó el pueblo en plena no­che. Después se oyó el ruido de algo que se arrastraba; y luego silencio sepulcral. Todo cuanto podía verse desde la ventana era la rama del lilo que colgaba inmóvil y pe­sada sobre el camino. Era una noche cálida y tranquila. No había luna. El grito hizo que todo pareciese siniestro. ¿Quién había gritado? ¿Por qué había gritado? Era una voz de mujer que a causa de la intensidad del sentimiento se había vuelto casi asexuada, casi inexpresiva. Era como si la naturaleza humana gritase contra alguna iniquidad, algún horror inexpresable. Reinaba un silencio sepulcral. Las estrellas brillaban perfectamente serenas. Los campos reposaban en calma. Los árboles permanecían inmóviles. Y sin embargo, todo parecía culpable, condenado, siniestro. Sentí que era preciso hacer algo. Debería aparecer alguna luz oscilando, moviéndose agitadamente. Alguien debería bajar corriendo por el camino. Las ventanas de la casa deberían iluminarse. Y luego quizá otro grito, pero menos asexuado, menos mudo, aliviado, apaciguado. Pero no apareció luz alguna. No se oyeron pasos. No hubo un segundo grito. El primero se había ahogado, y después reinó un silencio sepulcral.
Yo estaba tendida en la oscuridad escuchando con atención. No había sido más que una voz. No había con qué relacionarla. Ningún tipo de imagen vino a interpretarla, a hacerla inteligible. Y cuando la oscuridad se levantó al fin, no vi sino una oscura silueta humana, casi informe, que en vano alzaba un gigantesco brazo contra alguna iniquidad abrumadora.

Tercera escena

El buen tiempo continuaba sin interrupción. De no haber sido por aquel grito aislado en la noche se podría pensar que la tierra había arribado a puerto, que la vida había cesado de derivar con el viento en popa, que había alcanzado alguna cala en calma y allí permanecía anclada, sin apenas moverse, en las tranquilas aguas. Pero el ruido persistía. Dondequiera que fueses, por ejemplo durante un largo paseo por las montañas, algo parecía agi­tarse bajo la superficie, haciendo que la paz, la armonía reinante, resultasen un poco irreales. Las ovejas se apiña­ban en la ladera de la montaña; el valle se extendía en largas ondulaciones como una suave cascada de agua. El paseo discurría entre granjas solitarias. El cachorro correteaba por el patio. Las mariposas revoloteaban alrededor de los tajos. Todo parecía tranquilo y en calma. Y sin embargo, seguía pensando, un grito lo había rasgado; toda aquella belleza había sido su cómplice aquella no­che. Había consentido en permanecer serena, en seguir siendo hermosa; pero podía quebrarse de nuevo en cual­quier momento. Aquella bondad, aquella seguridad eran sólo superficiales.
Y para aliviar ese inquietante estado de ánimo volví a la escena del marinero que regresaba a casa. La vi otra vez completa, añadiendo pequeños detalles -el color azul del vestido de ella, la sombra del árbol cubierto de flores amarillas- que no había empleado anteriormente. Se habían detenido en la puerta de la casa, él con el pe­tate al hombro, ella rozando ligeramente con la mano la manga de su camisa. Y un gato rubio se había colado por la puerta entreabierta. Y así, al adentrarme gradualmente en cada detalle de la escena, fui persuadiéndome poco a poco de que lo que yacía bajo la superficie no era trai­cionero y siniestro, sino tranquilo y alegre y bienintencio­nado. Las ovejas paciendo, las ondulaciones del valle, la granja, el cachorro, las mariposas bailarinas, parecían afir­marlo así en todo momento. Y, de este modo, volví a ca­sa con la mente fija en el marinero y su mujer, imaginan­do más y más escenas sobre ellos de manera que cada nueva escena de felicidad y satisfacción podía superpo­nerse a aquel desasosiego, a aquel grito espeluznante, aplastándolo y silenciándolo bajo su peso hasta que deja­ba de existir.
Allí estaba por fin el pueblo, el patio de la iglesia que yo debía cruzar; y al entrar en él pensé, como siempre, en lo apacible que era aquel lugar, con la sombra de sus tejos, sus lápidas borradas, sus tumbas anónimas. La muerte es alegre aquí, sentí. ¡Pero miren qué escena! Un hombre cavaba una tumba y un grupo de niños meren­daba junto a ella. Mientras las paladas de tierra amarilla vo­laban por el aire, los niños permanecían tumbados alre­dedor, comiendo pan con mermelada y bebiendo leche en grandes tazones. La mujer del enterrador, una mujer gruesa y bondadosa, se había recostado en una lápida y había extendido su delantal sobre la hierba, junto a la tumba abierta, a modo de mantel para la merienda. Algunos terrones de barro habían caído sobre el mantel. A quién iban a enterrar, pregunté. ¿Había muerto al fin el anciano Mr. Dodson? «¡Oh! No. Es para el joven Rogers, el marinero», contestó la mujer mirándome fijamente. «Murió hace dos noches, de una fiebre extraña. ¿No oyó a su mujer? Salió corriendo al camino y gritó... ¡Pero, Tommy, te has puesto perdido de tierra!»
¡Qué escena!
Virginia Woolf