Cronología viviente
La sala del
consejero civil Scharamikin está envuelta en una grata media luz. Una gran
lámpara de bronce, de pantalla verde, imprime un tinte verdoso, de un tono noche ucraniana, a las paredes, a los
muebles, a los rostros. En la chimenea, de cuando en cuando, se enciende
súbitamente un leño a medio consumir, inundando por un instante los rostros
con reflejos de incendio. Esto no perjudica, sin embargo, al conjunto armónico
de luces. Se mantiene lo que llaman los pintores el tono general...
Ante la
chimenea en la postura del hombre que acaba de comer, hállase sentado el
propio Scharamikin, señor de edad, grises patillas de funcionario y tímidos
ojos azules. Una expresión de ternura invade su rostro, y sus labios se pliegan
en una triste sonrisa. A sus pies, alargando estos hacia la chimenea y
desperezándose, se sienta en una banquetita el vicegobernador Lopnev, hombre
arrogante, de unos cuarenta años, Nina, Kolia y Vania, los hijos de
Scharamikin, juegan junto al piano. Por la puerta, ligeramente entreabierta,
que conduce al despacho de la señora Scharamikina, penetra tímidamente la luz.
Allí, al otro lado de la puerta y ante su mesa de escritorio, está sentada Anna
Pavlovna, la mujer de Scharamikin, presidenta del Comité de señoras de la
localidad; vivaz y graciosa damita de aproximadamente treinta años y un
piquito. A través de los cristales del pince
nez sus ojitos, negros,
recorren de prisa las páginas de una novela francesa. Bajo la novela están las
hojas desordenadas de una Memoria del Comité, del año anterior.
-¡Nuestra ciudad, antes, era
mucho más afortunada en ese sentido! -dice Scharamikin guiñando los tímidos
ojos, fijos en el carbón que se consume lentamente-. ¡No pasaba invierno sin
que viniera por aquí alguna estrella!... Aquí estuvieron actores y cantantes
célebres, pero hoy en día... ¡esto es un asco!... ¡Por aquí no viene nadie más
que los prestidigitadores y los hombres del aristón!... ¡No es posible gozar de
placer estético alguno!... ¡Se vive como en un bosque!... Sí... ¿Se acuerda
usted, excelencia, de aquel trágico italiano?.. ¿Cómo se llamaba?.. ¡Muy
moreno! ¡Alto!... ¡Dios me ilumine!... ¡Ah, sí!... Luigi Ernesto de Ruggiero...
¡Un talento extraordinario!... ¡Qué fuerza la suya!... ¡Decía una palabra y el
teatro se venía abajo!... Mi Aniutochka se interesaba mucho por su talento.
Ella fue la que le proporcionó el teatro y colocó billetes para diez
representaciones. Él, en compensación, le daba lecciones de declamación y de
música. ¡Un hombre simpatiquísimo!... Hará cosa de unos doce años, para no
mentirle, que vino por aquí... ¡No!... ¡Miento!... ¡Menos! Cosa de unos diez
años. ¡Aniutochka!... ¿Qué edad tiene nuestra Nina?
-¡Ha cumplido los ocho! -dice desde su despacho Anna Pavlovna-. ¿Por
qué?
-¡Por nada,
mamaíta!... ¡Era que...! También venían cantantes buenos. ¿Se acuerda usted del
tenore di Grazzia Perilipchin?.. ¡Qué hombre tan agradable! ¡Qué
apostura la suya!... ¡Rubio!... ¡Con un rostro tan expresivo y unos ademanes
parisienses!... ¡Y qué voz, excelencia! Solo había que deplorar una cosa...,
que algunas notas las daba con el estómago y el re lo cogía de falsete. Si no hubiera sido por eso, lo demás
estaba todo muy bien... Decían que estudiaba con Tamberlik... Aniutochka y yo
le conseguimos la sala en el Círculo, y en agradecimiento se pasaba cantándonos
los días y las noches enteras. Daba lecciones de canto a Aniutochka. Vino...,
me acuerdo como si fuera ayer..., durante la gran Cuaresma. Hará cosa de unos
doce años, no más. ¡Qué memoria la mía, y que Dios me perdone!... ¡Aniutochka!
¿Qué edad tiene nuestra Nadechka?
-¡Doce!
-Doce..., eso es. Y si añadimos diez meses, trece... En nuestra ciudad,
antes puede decirse que había más vida... ¡Los bailes benéficos, por
ejemplo!... ¡Qué bailes más maravillosos teníamos entonces! ¡Qué encanto!...
¡Cómo te cantaban, te representaban y te leían!... Después, cuando la guerra,
recuerdo que esto se llenó de turcos prisioneros y que Aniutochka organizó una
velada en beneficio de los heridos. Reunió mil cien rublos... Me acuerdo de que
los oficiales turcos perdían la cabeza por la voz de Aniutochka y a cada
momento venían a besarle la mano. Asiáticos y todo, eran agradecidos. La velada
resultó tan lograda que la consigné en mi Diario, créame. Aquello fue, me acuerdo
como si fuera ayer..., en el año setenta y seis. ¡No!... En el setenta y
siete... ¡No!... Veamos... ¿Cuándo estaban aquí los turcos? ¡Aniutochka! ¿Qué
edad tiene nuestro Kolechka?
-Tengo siete
años papá -dice Kolia, un chicuelo morenito, de rostro tostado y cabellos
negros como el carbón.
-¡Sí!... ¡Envejecemos!...
¡Ya no hay aquella energía! -asiente Lopnev suspirando-. ¡Y la causa es esa!
¡La vejez, padrecito!... ¡No hay nuevos iniciadores y los viejos
envejecieron!... ¡Ya no existe aquella llama!... A mí, cuando era más joven,
me desagradaba que la sociedad se aburriera... Yo era el primer ayudante de su
Anna Pavlovna. Si había que organizar una velada con un fin benéfico, o una
lotería, o atender a cualquier celebridad que viniera... lo dejaba todo a un
lado y me dedicaba a ello por completo. Me acuerdo de que, durante un invierno,
fue tanto lo que corrí que acabé cayendo enfermo... ¡Nunca me olvidaré de
aquel invierno!... ¿Se acuerda usted de la función que compusimos Anna Pavlovna
y yo en favor de los damnificados por el incendio?
-¿En que año
fue?
-No hace mucho... En el setenta y nueve... ¡No!... Creo que en el
ochenta... Dígame..., ¿qué edad tiene vuestro Vania?
-¡Cinco! -grita desde el despacho Anna Pavlovna.
-Pues
entonces hace seis... Sí, amigo... Las cosas eran... ¡Ahora es de otra manera!
¡No hay aquel fuego!...
Lopnev y
Scharamikin quedan pensativos. El leño a medio consumir se enciende por última
vez y se cubre de ceniza.
Anton Chejov