La cigala
Lleva
unas cuarenta páginas de la novela cuando se topa con la palabra cigala. Sabe
que la cigala es un crustáceo, pero, por la lógica de la frase, en la cual no
hay cabida para la aparición de ningún crustáceo, comprende que la palabra debe
de referirse a otra cosa. Se pregunta si es el caso de levantarse y consultar
el diccionario. Aborrece hacer eso, pero todo el párrafo parece descansar en
esa palabra cuyo significado ignora. No le queda más remedio que ponerse de
pie, ir al librero y coger el pesado volumen de la Real Academia. Busca
la palabra cigala. Como había sospechado, hay dos acepciones. La primera, que
él conoce, se refiere a un crustáceo marino comestible, de color claro y
semejante al cangrejo de río. La segunda reza así: Forro, generalmente de piola,
que se pone al arganeo de anclotes y rezones. Vuelve a leer, porque no entendió
nada. Hasta la palabra forro, que sabe lo que significa, le parece oscura. Debe
tomar una decisión: olvidarse del diccionario y reanudar la lectura de la
novela o empezar una indagación que le puede llevar varios minutos. Piensa que
hizo lo más difícil: ponerse de pie, así que más vale indagar, pues mientras no
sepa qué es una cigala, un oscuro fastidio le echará a perder el placer de la
lectura. Busca la palabra arganeo y lee lo siguiente: Argolla de doble caña por
donde se arrebuja la filástica. Se queda perplejo. ¿Qué son la filástica y la
doble caña, y cómo se arrebujan? Olvida por el momento el arganeo y busca la
palabra piola. Y lee: Cabito
que traba el cordel al desflecarse el espigón que sobresale del losange. No
entiende absolutamente nada, cierra el diccionario con un gesto brusco y
regresa al sillón, donde retorna la lectura de la novela. Ahí está la palabra
cigala y él se la salta como quien evita un feo charco en la calle. Dos
renglones más abajo vuelve a toparse con ella y otra vez se la salta, pero tres
renglones después reaparece, ahora en boca de uno de los personajes, que le
dice a otro: «Te lo dije, es cosa de la cigala». A lo que el otro responde: «Es
la primera vez que nos agarra desprevenidos». Sigue leyendo, a ver si el
diálogo le aclara algo, pero las cosas empeoran. La cigala empieza a aparecer
por todas partes y él no puede entender si es una persona, un animal, una
enfermedad, una ley o un estado del clima. «Estamos en sus manos», dice el
personaje principal a los que lo rodean, y éstos asienten con expresión
sombría. Él comienza a desesperarse. Es como si a mitad del libro se hubiera
abierto un hoyo y él hubiera caído adentro. Unos minutos antes la historia fluía
sin problemas y de pronto apareció esa cigala que lo ha enturbiado todo. Claro,
podría saltarse una página, dos, quizá el capítulo entero. Conoce gente que lo
hace a menudo, pero él no es de ésos. O lee un libro completo, o lo abandona.
Le entra la duda de si no existe un tercer significado de cigala que pasó por
alto, se pone de pie, regresa al diccionario, lo abre y comprueba que sólo
existen las dos acepciones que ha leído. Relee una vez más: Forro, generalmente
de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones. Ya que tiene el
diccionario en la mano busca la palabra rezón. La definición es escueta: Desveno
de cuatro uñas, por lo general de madera. Busca desveno, y encuentra: Resalto
de la escamada que, hundido en un líquido, aburbuja con finos colores.
¡Mierda!, exclama, aventando el diccionario al suelo, y le suelta una patada.
El volumen golpea contra la pared y queda abierto panza abajo. Le dan ganas de
destrozarlo a puntapiés y, de paso, destrozar los otros libros que lo rodean,
liberarse de tantos volúmenes de los que apenas ha leído una cuarta parte,
aventar toda su biblioteca por la ventana, respirar, cambiar de vida. ¡Pero no
se va a dejar vencer por una palabreja! Decide hablarle a R., ratón de
biblioteca que nunca sale de su casa y a quien él desprecia secretamente.
Descuelga el teléfono y marca. Le responde R. con esa voz pedante que siempre
lo saca de quicio. Después de los saludos él va al grano y le pregunta qué es
la cigala. Un crustáceo marino, responde R. Ya sé, dice él, pero significa
también otra cosa, algo de un forro de no sé qué (habla con los nervios de
punta, tratando de ocultar la antipatía que siente por R.). Ah, sí, es un
forro, generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones,
dice R. con su irritante tranquilidad de erudito. ¿Qué dijiste?, exclama él,
reconociendo las palabras textuales del diccionario. R. repite lo que ha dicho.
¡No entiendo ni una palabra!, dice él. Estoy despidiendo a unas visitas, háblame
más tarde, dice R., y da por terminada la conversación. ¡Espera!, dice él, pero
el otro ha colgado. Asesta otra patada al diccionario, se pone el saco y sale
de su casa. Recorre sin mirar a nadie las dos cuadras que lo separan de donde
vive R. El portón del edificio está abierto, sube los dos pisos por la
escalera, toca el timbre del departamento y escucha el tenue ruido que hacen
las ruedas de la silla de R., quien pregunta quién es. Él dice su nombre y R. da
vuelta a la llave, abre la puerta y exclama: ¡Vaya, qué hambre de conoc...!,
pero no puede terminar la frase, porque un fuerte empujón lo derriba de
espaldas y cae hacia atrás con todo y silla de ruedas, partiéndose la cabeza
contra el borde del zoclo de mármol. Él, no obstante haber oído el seco crujido
del hueso, empieza a patear el cuerpo del erudito, ensañándose en el vientre,
las costillas y la cara, pero es inútil, porque el otro, boca arriba, recibe
los golpes sin inmutarse, imperturbable como siempre, con la irritante
tranquilidad de un cadáver.
En
el juicio, la defensa elige el único camino posible: desequilibrio mental, y
logra evitar la cadena perpetua. Le asestan treinta y dos años, que es casi una
cadena perpetua, una pared imponente que su buena conducta va carcomiendo poco
a poco. Sólo lee revistas de moda, de espectáculos o de deportes. Una reuma
galopante en los dedos, cuando ya lleva cumplida más de la mitad de la
sentencia, lo obliga a abandonar su trabajo en la carpintería, en el que,
debido a su esmero y creatividad, se ha ganado una modesta fama no sólo dentro
sino también fuera del penal, y ahora, aunque no quiera, debe aceptar el único
puesto para el cual parece pintado: hacerse cargo de la biblioteca de la
cárcel. Los resultados se ven muy pronto. Echando mano de algunos contactos con
el mundo exterior que ha conservado, consigue donaciones importantes que
triplican en menos de un año el acervo de la misma, mereciéndose incluso el
interés de la prensa. Y, poco a poco, primero a la fuerza, para poder
clasificar correctamente las nuevas adquisiciones, luego obedeciendo a una
pasión nunca erradicada, vuelve a leer de verdad y se olvida de las revistas
deportivas. Tímidamente, sus manos y sus ojos se reacostumbran al trato íntimo
con las páginas, recobran los antiguos gestos de la lectura. Cada vez que se
topa con una palabra desconocida levanta la mirada, afoca un punto impreciso y
después de algunos segundos retorna la lectura del libro. Es difícil imaginar
qué piensa en esos momentos. Sabe que hay hoyos que se abren en cualquier libro
y se tragan al que lee, pero quizá supone que, una vez caído en uno de ellos,
como en su caso, uno queda inmunizado para siempre. Como sea, nunca se levanta
a consultar el diccionario para averiguar el significado de una palabra que
ignora. Tal vez ha aprendido que todo libro es autosuficiente y que a la larga
él mismo facilita las explicaciones que se necesitan para entenderlo. ¿Debió
tener la paciencia de aguardar que aquella vieja historia madurara y que,
después de mostrarle su lado hostil, lo dejara entrar por una puerta lateral y
discreta? Tal vez los libros no sean tan diferentes de las personas. Pero si R.
no hubiera sido un ser impedido, clavado en una silla de ruedas desde niño; si,
en suma, no se hubiera parecido tanto a un libro, acaso él no habría hecho lo
que hizo. Este pensamiento lo atormenta. Y un día, cuando ya faltan sólo unos
meses para que salga libre, después de colocar un volumen en su sitio, se anima
a coger un ejemplar de la última edición del diccionario de la Real Academia,
que está al lado. Lo abre con un ligero temblor y busca la palabra cigala. Ahí
está. Ella también ha sobrevivido durante los veintisiete años que ha durado la
condena. Sus latidos se apresuran mientras lee la primera acepción de la
palabra, que no ha cambiado ni una coma: Del lat. cicala, por cicada. 1. f . Crustáceo marino, de
color claro y caparazón duro, semejante al cangrejo de río. Es comestible y los
hay de gran tamaño. Se queda boquiabierto. La segunda acepción ha desaparecido.
Los anclotes, los rezones, la piola, el forro, el arganeo, ya no están. ¿El
tiempo se ha llevado ese significado o los miembros de la Academia, después de
enterarse de su caso, que fue bastante sonado en su momento, expurgaron esa
acepción por considerarla peligrosa? ¿Había allí en verdad un agujero negro del
lenguaje y a él le tocó descubrirlo? Cierra el diccionario, se sienta con el
pesado volumen contra su pecho y por primera vez desde que cometió el crimen,
ante la definitiva extinción de aquellas palabras que cambiaron su vida, se siente
inmensamente desgraciado.
Fabio Morábito