Las once. Llaman a la puerta.
...Espero no haberla molestado, señora. ¿No
estaría dormida, verdad? Es que acabo de llevarle el té a mi señora y había
sobrado una tacita tan rica que he pensado que quizá...
...No, en
absoluto, señora. La taza de té siempre es lo último de todo. Se la toma en la
cama, después de las oraciones, para entrar en calor. Pongo el hervidor al fuego en cuanto se arrodilla y siempre le advierto: «No hace
falta que se dé mucha prisa en decir sus oraciones». Pero el agua siempre rompe
a hervir antes de que mi señora haya llegado a la mitad de sus rezos. Verá
usted, señora, como conocemos a tanta gente y hay que rezar por todos, por
todos, mi señora tiene un librito rojo en el que anota la lista de los nombres
por los que tiene que rezar. ¡Dios mío! Cuando viene alguien de visita y luego
mi señora me dice: «Ellen, dame el librito rojo», me pongo furiosa, lo juro.
«Otro más -pienso- que va a tenerla al pie de la cama haga el tiempo que haga.»
y no quiere un cojín ni nada, señora; se arrodilla sobre la dura alfombra. Me
da unos escalofríos tremendos verla así, sobre todo conociéndola como la
conozco. Algunas veces he intentado hacerle trampa, tendiendo el edredón en el
suelo. Pero la primera vez que lo hice, ¡huy!, me miró de un modo... una mirada
de santa, señora, de santa. «¿Acaso Nuestro Señor se arrodilló en un edredón,
Ellen?», me dijo. Pero yo, que entonces era más joven, me sentí inclinada a
responder: «No, señora, pero Nuestro Señor no tenía la edad de usted, y no
sabía lo que era tener un lumbago como el suyo, señora». ¿Respondona, eh? Pero
ella es demasiado buena,
señora. Ahora mismo cuando la he arreglado y la he visto... acostada, con las
manos fuera y la cabeza sobre la almohada, tan hermosa, no he podido evitar
pensar: «Ahora está igualita que su querida madre cuando la amortajé».
...Sí,
señora, tuve que hacerlo yo todo. Sí, tenía una expresión dulcísima. La peiné
con mucho cuidado, en la frente unos ricitos primorosos, y a un ladito del
cuello le puse un ramillete de pensamientos de un bellísimo color púrpura. ¡Los
pensamientos acabaron de redondear el cuadro, señora! No los olvidaré nunca.
Esta noche, cuando contemplaba a la señora, he pensado: «Si ahora tuviese un
ramillete de pensamientos no habría quien notase la diferencia».
...Solo
durante el último año, señora. Solo después de que quedase un poco... bueno,
digamos que un poco débil. Naturalmente nunca fue peligrosa... era una
viejecita realmente encantadora. Lo que le dio fue que..., pensaba que había
perdido algo. No podía estarse quieta, no podía parar un momento. Se pasaba
el día arriba y abajo, arriba y abajo; te la encontrabas por todas partes: en
la escalera, en el porche, camino de la cocina. Y ella levantaba la mirada, y
te decía, como si fuese un niño: «Lo he perdido, lo he perdido». «Venga -le
decía yo-, venga que le prepararé las cartas para el solitario.» Pero me
agarraba de la mano -yo era su favorita- y me susurraba: «Búscamelo, Ellen,
búscamelo». Triste, ¿verdad?
Las últimas
palabras que pronunció, las dijo muy lentamente, y fueron: «Mira en... el...
Mira en...». Y se murió.
...No, no
señora, yo no puedo decir que me diese cuenta. Quizá algunas chicas sí. Pero,
ya ve, sí, yo no tengo a nadie como no sea a mi señora. Mi madre murió tísica
cuando yo tenía cuatro años, y viví con mi abuelo que tenía una peluquería. Me
pasaba el día debajo de una mesa peinando a mi muñeca, supongo que copiaba lo
que hacían los peluqueros. Siempre fueron muy simpáticos conmigo. Me preparaban
pequeñas pelucas, de todos los colores, y a la última moda. Y allí me sentaba
todo el día, más quieta que un muerto, las clientas nunca se enteraban. Solo de
vez en cuando me atrevía a mirar por debajo del mantel.
...Pero un
buen día me hice con una tijera y, créalo o no, señora, me corté el pelo; me lo
corté a trocitos, quedé pelada como un mono. ¡Mi abuelo se puso furioso! Agarró
las tenacillas, parece que lo estoy viendo ahora, me cogió una mano y me
pellizcó los dedos con ellas. «¡Así aprenderás!», dijo. Me hizo una buena
quemada. Todavía se me nota.
...Bueno,
comprende, señora, él estaba tan orgulloso de mi pelo. Siempre me sentaba sobre
el mostrador, antes de que llegasen las clientas, y me hacía algún peinado de
fantasía -con grandes y suaves rizos y ondulado por arriba. Recuerdo que los
ayudantes se reunían para mirarle, y yo me estaba muy quietecita y seria con
el penique que el abuelo me daba para que no me moviese mientras me peinaba...
Aunque luego siempre se volvía a guardar el penique. ¡Pobre abuelo!
Furioso, se
puso furioso, al ver cómo me había dejado el pelo.
Pero aquella
vez logró asustarme. ¿Sabe usted lo que hice, señora? Me escapé. Sí, me escapé,
doblé varias esquinas, entré y salí, pero no sé si fui muy lejos. Dios mío,
debía ser todo un espectáculo, con la mano envuelta en el delantalito y los
pelos de punta. Supongo que la gente se echaría a reír al verme...
...No,
señora, el abuelo nunca me lo perdonó. No podía verme ni en pintura. Era
incapaz de cenar si yo estaba delante. De modo que me recogió mi tía. Mi tía
era inválida y trabajaba de tapicera. ¡Diminuta! Cuando quería cortar el
respaldo de los sofás se tenía que poner de pie sobre el asiento. Yo la
ayudaba y así fue como conocí a mi señora...
...No, no
tanto, señora. Yo ya tenía trece años cumplidos, y no recuerdo que me sintiese,
bueno, que me sintiese una niña, digamos. Ya tenía un uniforme, y algunas cosas
más. Mi señora me hizo llevar cuellos duros y puños desde el primer momento.
¡Ah, sí... una vez lo hice! ¡Fue... muy divertido!
Sucedió así.
Mi señora tenía sus dos sobrinitas con ella –por aquel entonces estábamos en
Sheldon- y había una feria en el parque.
«Oye, Ellen
-me dijo-, quiero que lleves a estas dos señoritas a que den una vuelta en los
borriquillos.» Y hacia allí fuimos; eran un encanto de niñas; llevaba a cada
una cogida de una mano. Pero cuando llegamos a los borriquillos eran demasiado tímidas para montar en ellos. De
modo que nos quedamos mirando. ¡Eran unos animalitos preciosos! Era la primera
vez que yo veía borricos que no tirasen de un carro -borricos de diversión,
digamos-. Eran de un color gris plateado maravilloso, con sillitas rojas y
riendas azules y cascabeles tintineantes en las orejas. Y había muchachas
bastante mayores -incluso mayores que yo- que se montaban en ellos, siempre
tan alegres. No, no era nada vulgar, no es eso lo que quiero decir, señora,
sencillamente se divertían. Y no sé qué sería, quizá el modo como movían las
patitas, y los ojos -tan simpáticos- y aquellas blandas orejitas, ¡nada me hubiese
gustado tanto como dar un paseo en uno de aquellos borriquillos!
...No, claro, no podía. Tenía a las dos
señoritas conmigo. ¿Y qué hubiera parecido yo subida allá vestida con mi
uniforme? Pero el resto del día no hice más que pensar en los borriquillos,
los tenía metidos en la mollera. Y me pareció que si no se lo contaba a alguien
explotaría; aunque no tenía a quién contárselo. Pero cuando me fui a acostar,
como dormía en la habitación de la señora James, que entonces era la cocinera
de la casa, en cuanto apagó la luz, allí estaban mis borriquillos,
cascabeleando, con aquellas preciosas patitas y sus ojillos tristes... Bueno,
señora, aunque parezca mentira estuve esperando muchísimo rato haciendo ver
que dormía y luego, de pronto, me senté en la cama y grité con todas mis fuerzas:
«¡Quiero subir en los borriquillos! ¡Quiero ir a dar un paseo en los
borriquillos!». ¿Entiende? Tenía que decirlo, y pensé que si creían que estaba
soñando no se reirían de mí. ¿Astuta, eh? Son cosas que se les ocurren a las
criaturas...
...No,
señora, ahora o nunca. Naturalmente hubo una época en que sí lo pensaba. Pero
Dios no lo ha querido así. Era un muchacho que tenía una tiendecilla de flores
un poco más abajo, en la misma calle donde yo vivía. Divertido, ¿no le parece?
Y con lo que a mí me gustan las flores. En aquella época pasábamos mucho tiempo
juntos, y yo me pasaba el día entrando y saliendo de la floristería. Y Harry y
yo (se llamaba Harry) empezamos a pelearnos sobre cómo se debían arreglar las
cosas, y así fue como empezó todo. ¡Flores! Parece increíble, señora, las flores que me traía.
Más de una vez me trajo lirios silvestres, y no lo digo por exagerar. Claro,
íbamos a casarnos y pensábamos vivir encima de la floristería, y todo iba a
seguir muy bien, y yo me iba a cuidar de arreglar el escaparate... ¡Oh,
cuántas veces he arreglado aquel escaparate los sábados! No de verdad,
naturalmente, señora, solo en sueños, digamos. Lo he arreglado para Navidad,
con un letrerito hecho de acebo y todo, y en Pascua he puesto los lirios con
una preciosa estrella de narcisos en medio. Y he colgado... bueno, basta ya de
este tema. Llegó el día en que iba a venir a buscarme para que fuéramos a
elegir los muebles. Nunca lo olvidaré. Era un martes. Aquella tarde mi señora
no se encontraba muy bien. Aunque naturalmente no había dicho nada; nunca
hace, ni hará, ningún comentario. Pero yo lo adiviné por el modo como se
abrigaba y me preguntaba si hacía frío... y su naricilla parecía... un poco
respingona. No me gustaba tener que dejarla; sabía que todo el rato andaría
preocupada por ella. Por fin le pregunté si prefería que lo dejase para otro
día. «Oh, no, Ellen -respondió-, no debes desilusionar a tu pretendiente, no te
preocupes por mí.» Y lo dijo tan alegre, sabe usted, señora, sin pensar nunca
en ella misma, que me hizo sentir todavía peor. Y empecé a preguntarme... y
entonces se le cayó el pañuelo y empezó a agacharse para recogerlo, cosa que
no había hecho nunca. «¿Pero qué está haciendo, señora?», exclamé yo corriendo
a detenerla. «Bueno -añadió ella, sonriendo, fíjese bien, sonriendo, señora-,
tengo que empezar a acostumbrarme.» Y no pude hacer nada por contener las
lágrimas. Fui hacia el tocador y fingí que limpiaba la plata, pero ya no me
pude contener, y le pregunté si prefería que... que no me casase. «No, Ellen»,
respondió ella, con esta misma voz, tal como se la imito ahora a usted, señora.
«No, Ellen, ¡por nada del mundo!» Pero mientras lo decía, señora, yo la veía en
su espejo; y claro, ella no sabía que yo la estaba viendo, se llevó la manecita al corazón exactamente como hacía su difunta madre, y levantó los ojos al
cielo... ¡Oh, señora!
Cuando Harry
llegó ya había empaquetado todas sus cartas, y el anillo y un brochecito que
me había regalado que era una ricura..., un pajarito de plata era, con una
cadenita en el pico, y al extremo de la cadenita el corazón atravesado por una
flecha. ¡Lindísimo! Yo misma le abrí la puerta. No le di tiempo a decir una
sola palabra. «Toma -dije- aquí lo tienes todo; se ha terminado. No me caso
contigo. No puedo dejar a mi señora.» ¡Lívido! Se quedó más blanco que una
mujer. Y tuve que cerrar la puerta de un portazo, y me quedé allí, temblando,
hasta que supe que se había ido. Y cuando abrí la puerta, se lo prometo y se
lo juro, señora, ¡ya no estaba allí! Salí corriendo a la calle tal como iba,
con el delantal y las zapatillas de andar por casa, y me quedé parada en medio
de la calle... buscándole. La gente se debió de echar a reír al verme...
...¡Dios
santo! ¿Qué es eso? ¡Las campanadas del reloj! Huy, y yo aquí sin dejarle a
usted dormir. Oh, señora, me debería haber hecho callar... ¿Quiere que le tape
bien los pies? Siempre se los arropo a mi señora así, todas las noches. Y ella
me dice. «Buenas noches, Ellen. Que duermas bien y ¡te despiertes temprano!» Y
no sé qué sería de mí si algún día no me lo dijese.
...Cielo
santísimo, a veces pienso... no sé qué sería de mí si algún día le ocurriese...
Pero vaya, tampoco sirve de nada darle vueltas ¿no cree usted, señora? Pensando
no se soluciona nada. Y no es que piense muy a menudo. Y cuando lo hago
siempre procuro refrenarme: «Vamos, Ellen. Otra vez dándole vueltas a lo
mismo... ¡No seas tonta! ¡Como si no pudieses encontrar nada mejor que hacer
que ponerte a dar vueltas a las cosas!...».
Katherine Mansfield
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