Desde el interior, por el hueco de la puerta, lanzaron un
cubo de agua sucia a la calle. El perro, que dormitaba cercano al umbral, huyó
con los cuartos traseros alobados de miedo, el rabo capón perdido entre las
patas. Paró carrera a una veintena de metros, a pleno sol. Se sacudió. Giró la
cabeza para tomar enemigo. Nada se oía. Alzó las orejas. Se tensó en guardia.
Los ojos, estriados de venillas coloradas, observaron cautelosos. Ladró
asustado Su propia voz le produjo un
espeluzno. Gañió. Silencio. Estaba todo tranquilo y solitario. Agachó la
cabeza, husmeó el suelo y se decidió. Lentamente fue acercándose. Dos veces se
detuvo. Cogió confianza y avanzó más rápido. La tierra, endurecida y húmeda, le
hizo buscar otro lugar donde tumbarse. Dio vueltas en pausado remolino hasta que
se echó. A los pocos momentos dormía en ovillo.
En el interior de la chabola, oscuridad; oscuridad cargada
de modorra. Una mujer friega platos metálicos en un cubo. Un hombre duerme, al
fondo, tendido en el suelo, la cabeza invisible bajo un periódico abierto a
doble plana. Medio cuerpo cubierto con una camiseta agujereada; medio sin tapujos,
un chiquillo panzudo se mueve con torpeza de cachorro de un lado a otro. Se
atusa el pelo la mujer con el dorso de la mano, hinchada y roja, que saca del
agua, grasa, ocre, espumeante. Vuelve la cabeza hacia el cajón sobre el que blanquea
un trapo, alegran flores en un bote y pica el tiempo un reloj despertador.
-¡Martín!
Llama la mujer suavemente, tal vez un poco temerosa. El
hombre que duerme no se mueve.
-¡Martín! -levanta el tono-. ¡Que son las tres!
El durmiente hace un movimiento previo de estirar las piernas.
Se incorpora de golpe, apartando el periódico, que cruje entre sus manos. Tiene
los ojos medio cerrados, abultados de sueño. Sopla. Tras soplar, pregunta:
-¿Ya son las tres, Prudencia?
-Sí, ya son las tres. Has de ir a la ciudad.
El hombre se levanta.
-Sí, sí; desde luego.
El niño, sentado en el suelo,
se lleva algo a la boca. Prudencia le mira.
-Paquito, cochinísimo, tira lo
que tienes en la mano.
El niño queda en suspenso, con
los ojos avizorantes.
-Tira eso, hijo, o mamá te va a
dar azotes.
Es la escena de siempre. Martín
abre las piernas al pasar sobre el niño. Se asoma a la puerta. La cruda luz le
deslumbra. Vuelve al interior.
-Prudencia, ¿hay un poco de
agua para que me pueda refrescar?
-Sí, hombre.
-Vaya calor el de hoy. El río
viene cada vez más bajo.
Prudencia recuerda:
-No olvides los papeles, que te
los pedirán.
-Los llevo en la chaqueta.
-Bueno.
Los enseres son pocos en la
chabola: un colchón de saco y paja; algunas cajas vacías; una maleta de cartón
roídas las cantoneras; dos cubos; platos de metal y pucheros ahumados; la ropa
colgada de un clavo junto a la puerta; mantas dobladas haciendo cojín de una
silla de las llamadas de tijera; un rebujo de trapos...
La chabola está construida con
un trozo de valla, hojalatas, piedras grandes, ladrillos viejos, ramas y
papeles embreados, además de otros materiales de difícil especificación. Los papeles
embreados han sido cubiertos de limo, ya seco, para que no se ablanden con el
calor. A pesar de las precauciones tomadas por Martín se descuelgan breves
estalactitas negras por alguna juntura del techo y churretones lacrimosos por
las paredes.
En la chabola huele a brea, a recocido de ranchada, a un
olor animal, violento, de suciedad y miseria. Se sienten los roídos de las
chapas, el zumbido de los insectos, un largo gemido de madera seca de sol.
Lejana se oye a la cigarra monotonizar a la orilla del río, en un árbol.
Duermen en esta hora, en los rincones, las arañitas que pican de noche los
párpados. Duerme el mal bicho que espanta, en las fronteras de la madrugada, el
sueño del chiquillo.
Es la chabola de Martín Jurado y su mujer, una más de las
que se extienden a la orilla derecha del río, frente a la ciudad, blanca y
hermosa, al otro lado.
Martín se ha lavado y está dispuesto a marchar. Al ir a
salir repara que una avispa ronda la cabeza de su hijo, distraído en su juego
de tatuar el suelo con un clavo roñoso. Martín golpea el aire con la boina de
color humo, vieja y sin forro, endurecida de sebo en los bordes. Acierta a la avispa.
Esta, moribunda, se revuelve con furia. Martín sale a la claridad total del
campo, afueras de la ciudad. El poblado de los forasteros, de los que llegaron
a la ciudad en busca de trabajo, está callado, solitario, al parecer
inhabitado. Cambia de árbol la cigarra. Espejea el río. Al pasar el puente,
Martín lo contempla un momento. Es de débil corriente. No se mueven las
plantas de agua alargadas en tirabuzones. Martín camina inquieto. La mirada en
la ciudad. Tras de él queda el aduar de las gentes de afuera.
Prudencia quiere quitar de las manos de su hijo el clavo
roñoso con el que el niño ha machacado el cuerpo vibrátil de la avispa. Se
resiste el chiquillo, y ha de cambiar la madre el clavo por un peine roto. El
simple juguete le alboroza. Del peine nace un terco zumbar de insecto prisionero.
Prudencia está en la calle. Duerme el perro calentado por el sol, corrida la
sombra con la hora. Perro flaco y de poco medro. Perro mil padres y ninguno
bueno, peludo, roano, morro de mono. Perro de husma en vertederos, de crueles
diversiones de muchachos, de mal fin en caza de laceros. El perro se despierta
atosigado de calor, palpitantes los flancos, la lengua afuera. Se entra
Prudencia y el perro tras de ella. Este se acerca al niño, que le mete una mano
entre las fauces y luego le tira de las orejas. El perro le lengüetea.
Prudencia almacena ropa en un cubo; encima de la ropa, un pequeño trozo de
jabón color verde de berzal.
-¿Quieres venir al río, Paquito?
El niño balbucea. A un brazo, el hijo; al otro, el
cubo de la breve colada. De salida no cierra Prudencia la puerta inútil de la
chabola. Anda veloz. Las piernas blancas, con pelotones de músculos, azuleadas
de varices. Martín anda dando vueltas por la ciudad. Cuando llegó con su
familia se presentó en los talleres de pintura decorativa en busca de trabajo.
Martín, pintor de brocha gorda, regular oficial, allá en su pueblo grandote,
había hecho de todo. Sin embargo, decidió marcharse aconsejado del hambre. Las
oportunidades, creyó él, están esperando a la misma entrada de las grandes
ciudades, en los fielatos. Pero en la entrada de las grandes ciudades y en el
corazón de las grandes ciudades las oportunidades para el forastero pobre se
escapan con grotescos saltos de langosta. Al ir a ser cogidas brincan, se van,
y detrás no queda nada, o queda desesperación, un poco de desesperación.
Martín Jurado hizo alto con su familia a la orilla
del río, frente a la ciudad, en un pueblo como un pájaro negro, pronto a
levantar el vuelo hacia cualquier región o provincia donde se pudiera trabajar.
Martín sonreía al llegar, pero sus labios están ya demasiado apretados para la
sonrisa, y ahora...
Ahora Martín Jurado sigue dando vueltas por la
ciudad. Es un forastero del otro lado del río, hombre que inspira alguna
desconfianza. Sabe que primero son los de casa, los de la ciudad, y después él
y sus vecinos. Martín se siente extranjero: ellos están fuera de la ciudad, la
ciudad tiene fronteras con ellos.
Encuentra Martín a un vecino apoyado en una esquina, junto
a un gran anuncio de teatro.
-¿Qué haces tú aquí? -le pregunta.
-¿Y tú?
Martín se encoge de hombros.
-Ni sé...
-¿Has encontrado algo?
-No.
Se miran los dos hombres. El vecino desvía los ojos y
sigue con la vista a una anciana señora apoyada en un bastón, sostenida del
brazo derecho por una mujer joven.
-El asunto cada vez está peor -dice Martín.
El otro contesta, al parecer despreocupado:
-Sí, cada vez está peor.
-¿Sabes qué hora es?
-Las ocho, por lo menos.
-Pues yo me vuelvo para allá. ¿Vienes?
-No, me quedo.
Martín echa a andar sin tener que sortear a la gente. Se
le ocurre volver la cabeza. Se fija en la esquina. Su vecino extiende la mano
en un gesto tímido de petición. Alguien le deja algo en ella.
No supo Martín si era ira lo que sentía. Apresuró el paso.
Buscó las calles vacías. Fue bajando hacia el río. Cruzó el puente. Las
primeras sombras ennegrecían las aguas; los últimos resplandores del sol
reflejaban en las nubes unas manchas rojas. Martín descendió a la orilla.
A las puertas de las chabolas discutían sus habitantes. Martín
pasó cuatro; la quinta era la suya. Sentada en un cajón descansaba su mujer con
el niño sobre las rodillas. Se reconocía el perro a unos pasos. Prudencia le
vio llegar. Le dijo Prudencia:
-Nada, ¿verdad?
-Nada.
-Bueno, siéntate, hombre.
Prudencia se levantó y le dejó sitio a su marido. Quedaron
los dos en silencio. Martín comenzó a hablar muy lentamente.
-Nos tenemos que volver al pueblo, Prudencia.
-¿Tú crees
que tenemos que volver?
-Sí, nos tenemos que volver.
Martín calló. Luego volvió a afirmar:
-Sí, nos tenemos que volver.
-Bien, Martín, lo que tú digas, pero ya sabes que allá...
Las sombras abarcaban todo el río. Todavía brillaba alta y
blanca, en el anochecer casi azul, la ciudad, al otro lado. Volaban los
murciélagos sobre las aguas, unas a otras se contestaban las ranas.
-¿Prendo el carburo, Martín?
-No, trae mosquitos.
-Te he preparado unos tomates, Martín.
-Bueno, mujer.
El niño se dormía sobre el pecho materno.
-Prudencia, no vamos a esperar a tener que pedir, a
que nos echen por pedir. Mañana nos largamos.
-¿Mañana?
-Sí. Nos darán el billete en la Alcaldía , no te
preocupes.
El perro se fue a refugiar entre las piernas de
Prudencia. Se despertó el niño. Prudencia bajó la voz y palmeó las nalgas de su
hijo. La voz era un soplo.
-Duérmete, hijo, duérmete.
Y comenzó a tararear una canción de los aceituneros
de su tierra. Martín Jurado miró al sereno, profundo cielo del verano. Susurró:
-¿Prudencia?
-¿Qué?
-Tú, ¿qué dices?
-Yo lo que tú, si es que al otro lado no hay nada...
-No, al otro lado no hay nada.
Prudencia suspiró. Del río llegaba un ligero frescor.
Martín se levantó. La ciudad iba perdiendo blancor, haciéndose sombra de mil
ojos. Martín se entró a la oscuridad de su chabola.
Ignacio Aldecoa