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martes, 30 de diciembre de 2014

Llibrerías de Vilanova (2) - Abacus



Noche de almirante                     

Deolindo Sopla-Fuerte (era un apodo de a bordo) salió del Arsenal de Marina y se internó en la Rua de Bragança. Dieron las tres de la tarde. Era un marinero de pura cepa y, además, mostraba un intenso aire de felicidad en los ojos. Su corbeta había regresado de un largo viaje de instrucción, y Deolindo desembarcó tan pronto como obtuvo la autorización para hacerlo. Los compañeros le dijeron, riendo:
-¡Ah, Sopla-Fuerte! ¡Qué noche de almirante vas a pasar: cena, guitarra y los brazos de Genoveva! La falda de Genoveva...
Deolindo sonrió. Así sería realmente: una noche de almirante, como ellos dicen; una de esas noches de almirante que lo esperaba en tierra. El romance había comenzado tres meses antes de que saliera la corbeta. Ella se llamaba Genoveva, campesinita de veinte años, despierta, ojos negros y atrevidos. Se encontraron en casa de un tercero y se sintieron morir uno por el otro, a tal punto que estuvieron dispuestos a cometer una locura: él dejaría el servicio y ella lo acompañaría al villorrio más recóndito del interior.
La vieja Ignacia, que vivía con ella, los disuadió; Deolindo no tuvo más remedio que partir en viaje de instrucción. Eran ocho o diez meses de ausencia. Como garantía recíproca, entendieron que debían hacerse un juramento de fidelidad.
-Juro por Dios que está en el cielo. ¿Y tú?
-Yo también.
-Dilo bien.
-Juro por Dios que está en el cielo; que si no la luz me falte en la hora de la muerte.
Quedaba sellado el pacto. No había por qué descreer de la sinceridad de ambos; ella lloraba locamente, él se mordía los labios para disimular. Finalmente se separaron, Genoveva fue a ver salir la corbeta y regresó a su casa con el corazón tan compungido que tuvo la impresión de que «algo le iba a ocurrir». No le ocurrió nada, felizmente; los días fueron pasando, las semanas, los meses, los diez meses, al cabo de los cuales, la corbeta regresó y Deolindo con ella.
Allí va él ahora, por la Rua de Bragança, Prainha y Saúde, hasta el comienzo de la Gamboa, donde vivía Genoveva, de bruces en la ventana, esperando por él. Deolindo prepara una palabra para ofrecerle. Pensó en «juré y cumplí», pero busca algo mejor. Al mismo tiempo, recuerda las mujeres que vio por este mundo de Cristo, italianas, marsellesas o turcas, muchas de ellas bonitas, o que así le parecían. Concuerda que no todas eran pan comido para él, pero algunas sí lo fueron y sin embargo resistió la tentación. Sólo pensaba en Genoveva. Hasta su casita, tan pequeñita, y el moblaje patituerto, todo tan viejo y tan poco, acudía a su mente ante los palacios de otras tierras. Fue a costa de una gran economía que compró en Trieste un par de aros, que lleva ahora en el bolsillo junto con algunas chucherías. ¿Y ella con qué lo aguardaría? Podría ser un pañuelo con el nombre de él estampado y una ancla en el borde, porque ella sabía bordar muy bien. Sumido en estas cavilaciones llegó a la Gamboa, cruzó el cementerio y se detuvo ante la casa cerrada. Golpeó, oyó una voz co­nocida, la de la vieja Ignacia, que fue a abrirle la puerta con grandes excla­maciones de placer. Deolindo, impaciente, preguntó por Genoveva.
-No me hable de esa loca -respondió la vieja-. Si de algo me alegro es del consejo que le di a usted. Mire si hubiese huido con ella. En lindo lío se habría metido.
-¿Pero qué pasó? ¿Qué pasó?
La vieja le dijo que no se afligiera, que no era nada, una de esas cosas que ocurren en la vida; no valía la pena enojarse. Genoveva andaba con pajaritos en la cabeza...
-¿Con pajaritos en la cabeza?
-Se fue a vivir con un vendedor ambulante, José Diego. ¿No lo conoció a José Diego, vendedor de telas? Está con él. No se puede imaginar lo enamorados que están uno del otro. Ella ni le cuento lo loca que está. Fue el motivo de nuestra pelea. José Diego no me salía de la puerta; eran charlas y más charlas, hasta que un día dije que no quería ver mi casa difamada. ¡Ah, padre del cielo!, fue un día del juicio. Genoveva se me vino encima con unos ojos de este tamaño, diciendo que ella nunca difamó a nadie y que no necesitaba limosnas. ¿Qué limosnas, Genoveva? Lo que digo es que no quiero oír más esos suspiros en la puerta, empezando por los avemarías... Dos días después se mudó y se peleó conmigo.
-¿Dónde vive ahora?
-En Praia Formosa, antes de llegar a la cantera, una puerta recién pintada.
Deolindo no quiso oír más. La vieja Ignacia, algo arrepentida, alcanzó a gritarle que se cuidara, pero él no la escuchó y se puso en marcha. No registro lo que pensó durante el trayecto; en verdad no pensó en nada. Las ideas se arremolinaban en su cerebro, como en horas de temporal, en medio de un huracán de vientos y silbatos. Entre ellas resplandeció el cuchillo de a bordo, ensangrentado y vengador. La Gamboa había quedado atrás, al igual que el Saco do Alféres; entró en Praia Formosa. No sabía cuál era el número de la casa, pero sí que era cerca de la cantera y que la puerta acababa de ser pintada; con la ayuda de los vecinos no tardaría en localizarla. No contó con que la casualidad haría que Genoveva se sentara a coser junto a la ventana en el mismo momento en que él pasaba frente a ella. Deolindo la reconoció y se detuvo; ella, viendo el bulto de un hombre, alzó los ojos y se encontró con el marinero.
-¡No! -exclamó sorprendida-. ¿Cuándo llegaste? Entra, Deolindo, por favor.
Y levantándose, abrió la puerta y lo hizo pasar. Cualquier otro hombre se hubiera sentido transportado por la esperanza, tan franca era la actitud de la muchacha; bien podía ser que la vieja se hubiera equivocado o hubiese mentido; podría ser, incluso, que el episodio del vendedor fuera cosa del pasado. Todo eso pasó por su cabeza, sin la forma precisa del razonamiento o de la reflexión, sino en tropel y rápido. Genoveva dejó la puerta abierta; lo invitó a sentarse, le preguntó por su viaje y lo encontró más gordo; ninguna emoción ni la menor intimidad. Deolindo perdió la última esperanza. A falta de cuchillo tenía las manos para estrangular a Genoveva, que era menudita, y durante los primeros minutos no pensó en otra cosa.
-Me enteré de todo -dijo él.
-¿Quién te lo contó?
Deolindo dio de hombros.
-Sea quien fuere -volvió a decir ella- ¿te informaron que yo estaba muy enamorada de un muchacho?
-Sí.
-Te dijeron la verdad.
Deolindo estuvo a punto de abalanzarse sobre la muchacha; ella lo contuvo con la sola acción de sus ojos. En seguida agregó que si le había abierto la puerta era porque lo consideraba un hombre sensato. Le contó entonces todo, las nostalgias que había soportado, los asedios del vendedor, sus negativas, hasta que un día, sin saber cómo, despertó enamorada de él.
-Puedes creer que pensé mucho, muchísimo en ti. Que te diga doña Ignacia si no lloré mucho... Pero mi corazón cambió... Cambió... Te cuento todo esto, como si estuviera ante el cura -concluyó sonriendo.
No era una sonrisa de burla. El tono en que expresaba las palabras era, en cambio, una mezcla de candor y cinismo, de insolencia y simplicidad, que desisto de definir mejor. Creo, incluso, que insolencia y cinismo es­tán mal empleados. Genoveva no se defendía de un error o de un perjurio; no se defendía de nada; le faltaba, simplemente, el sentido moral de las acciones. Lo que decía, en resumen, es que lo mejor hubiera sido no haber cambiado, se había llevado bien con Deolindo, prueba de ello era que había tratado de huir con él; pero una vez que el vendedor había vencido al marinero, la razón era del vendedor, y había que reconocerlo. ¿Qué os parece? El pobre marinero citaba el juramento de despedida como una obligación eterna, ante la cual había consentido en no huir y en embarcarse: «Juro por Dios que está en el cielo; que la luz me falte en la hora de mi muerte.» Se embarcó, y lo hizo porque ella había jurado. Con sus palabras anduvo, viajó, esperó y volvió; fueron ellas quienes le dieron fuerza para vivir. Juro por Dios que está en el cielo; que la luz me falte en la hora de la muerte...
-Créeme, Deolindo, era verdad. Cuando lo juré, era verdad. Tan verdad era que yo quería huir contigo al campo. ¡Sólo Dios sabe lo cierto que era! Pero ocurrieron otras cosas... Apareció este muchacho y a mí me empezó a gustar...
-Pero si uno jura es por eso; para que no llegue a gustarle nadie más...
-Vamos, Deolindo. ¿Vas a decirme que tú sólo pensaste en mí? Vamos...
-¿A qué hora vuelve José Diego?
-Hoy no vuelve.
-¿No?
-No. Se fue a Guaratiba con sus telas; estará aquí el viernes o el sábado... ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué mal te hizo él?
Bien puede ser que cualquiera otra mujer hubiese dicho lo mismo; pocas, en cambio, lo hubieran hecho con una expresión tan cándida no intencional sino involuntariamente. Fijaos que aquí estamos muy cerca de la naturaleza. ¿Qué mal te hizo él? Cualquier profesor de física le explicaría la caída de las piedras. Deolindo confesó, con un gesto desesperado, que quería matarlo. Genoveva lo miró con desprecio, sonrió casi imperceptiblemente e hizo un gesto de desdén; y, como él le había hablado de ingratitud y perjurio, no pudo ocultar su asombro. ¿Qué perjurio? ¿Qué ingratitud? Ya le había dicho que cuando juró había sido sincera. Nuestra Señora, que allí estaba, sobre la cómoda, sabía si era cierto o no. ¿Era así como le pagaba lo que padeció? Y él que tanto se llenaba la boca con la palabra fidelidad ¿acaso había pensado en algún momento en los sufrimientos de ella?
La respuesta de él fue meter la mano en el bolsillo y sacar el paquetito que le traía. Ella lo abrió, extrajo las chucherías una por una y por fin encontró los aros. No eran ni podían ser lujosos; eran, incluso, de mal gusto, pero relucían endiabladamente. Genoveva los tomó, contenta, deslumbrada, los miró de uno y otro lado, acercándolos y alejándolos de sus ojos, y al fin los introdujo en sus orejas; después fue hasta el espejo, col­gado en la pared, entre la ventana y la puerta para ver cómo le quedaban. Retrocedió, se aproximó, volvió la cabeza hacia la derecha, luego hacia la izquierda, y desde la izquierda hacia la derecha.
-Sí, señor, realmente preciosos -dijo ella-, haciendo una gran reverencia de agradecimiento. ¿Dónde los compraste?
Creo que él no respondió nada, ni debió haber tenido tiempo para ello, porque ella disparó dos o tres preguntas más, una tras otra, tanto la confundía el haber recibido un obsequio a cambio de olvido. Confusión que duró cinco o cuatro minutos; tal vez dos. No pasó mucho tiempo antes de que ella se quitara los aros, y los contemplase y los pusiese en la cajita sobre la mesa redonda que estaba en el centro de la habitación. Él por su parte empezó a creer que así como la perdió, estando ausente, así el otro, ausente ahora, también podría perderla; y, probablemente, ella no le había jurado nada.
-¡Mira! Charlando y charlando, se nos vino encima la noche –dijo Genoveva.
De hecho, la noche iba cayendo rápidamente. Ya no se alcanzaba a ver el Hospital de los Lázaros y apenas se distinguía, la isla de los Melones; hasta las barcazas y canoas, sobre la costa frente a la casa, se confundieron con la tierra y el lodo de la playa. Genoveva prendió una vela. Después fue a sentarse en el umbral de la puerta y le pidió que le relatara algunas cosas de las tierras por las que había andado. Deolindo se negó al principio;­ dijo que se iba, se incorporó y dio algunos pasos por la habitación. Pero el demonio de la esperanza mordía y babeaba el corazón del pobre muchacho, y él volvió a sentarse, para contarle dos o tres episodios de a bordo. Genoveva escuchaba con atención. Interrumpidos por una vecina que se acercó a ellos, Genoveva la invitó a sentarse para que oyera «las lindas cosas que el Sr. Deolindo estaba contando». No hubo otra presentación. La gran dama que prolonga la vigilia para concluir la lectura de un libro o de un capítulo, no vive más íntimamente la vida de los personajes que la ex amante del marinero, quien sentía las escenas que él le iba describiendo, tan libremente interesada y compenetrada, como si entre ellos no hubiese otra cosa que una simple narración de aventuras. ¿Qué le importa a la gran dama el autor del libro?
¿Qué importancia tenía para la muchacha el contador de aventuras?
La esperanza, sin embargo, comenzaba a desampararlo y él se levantó definitivamente para irse. Genoveva no quiso dejarlo partir sin que su amiga viese los aros, y fue a buscarlos con grandes elogios. Entraron los tres. A la otra le encantaron, los alabó mucho, preguntó si los había comprado en Francia y le pidió a Genoveva que se los pusiese.
-Realmente, son muy lindos.
Quiero creer que hasta el marinero estuvo de acuerdo con esa opinión. Le gustó verlos, le pareció que estaban hechos para ella, y durante algu­nos segundos, saboreó el placer exclusivo y refinado de haber hecho un buen regalo; pero fueron algunos segundos.
Como él se despidió, Genoveva lo acompañó hasta la puerta para agradecerle una vez más la amabilidad, y probablemente decirle algunas cosas tiernas e inútiles. La amiga, que había quedado en la habitación, apenas alcanzó a oír estas palabras: «Por favor, no lo hagas, Deolindo»; y estas otras del marinero: «Ya verás». No pudo oír el resto, que no pasó de un susurro.
Deolindo se internó en la playa, cabizbajo y lento, muy otro que el muchacho impetuoso de la tarde, con un aire apesadumbrado y triste, o para usar otra metáfora de marinero, como un hombre «regresa del mar abierto a tierra». Genoveva volvió a entrar en seguida, alegre y bulliciosa. Contó a la otra la historia de sus amores marineros, ensalzó mucho el genio de Deolindo y sus buenos modales; su amiga confesó que le había resultado sumamente simpático.
-Muy buen muchacho -insistió Genoveva-, ¿Sabes qué me dijo recien?
-¿Qué?
-Que va a matarse.
-¡Jesús!
-¡Vamos! No lo creas. Sería incapaz de hacerlo. Deolindo es así; habla mucho y después no hace nada. Ya verás que no se mata. Pobre, son los celos. Pero los aros son preciosos.
-Yo nunca vi unos iguales.
-Yo tampoco -dijo Genoveva, examinándolos a la luz. Después los guardó y propuso a la otra que cosieran-. Me gustaría que cosiéramos un rato, quiero terminar mi corpiño azul...
Lo cierto es que el marinero no se mató. Al día siguiente, algunos de sus compañeros palmearon su hombro, felicitándolo por la noche de almirante, y le preguntaron por Genoveva, si estaba linda, si había llorado mucho en su ausencia, etc. Él respondía a todo con una sonrisa satisfecha y discreta, una sonrisa de alguien que vivió una gran noche. Parece que tuvo vergüenza de la realidad y prefirió mentir.

Joaquim Machado de Assís

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