El programa de gala
(Un episodio no registrado de la historia romana)
Era un día de buen augurio en el calendario romano, el cumpleaños del
apreciado y talentoso joven emperador Plácido Soberbio. En Roma, todo el mundo
estaba con ganas de celebrar una gran fiesta, el tiempo no podía ser mejor y, naturalmente,
el Circo Máximo estaba abarrotado. Unos pocos minutos antes de la hora fijada
para el comienzo del espectáculo, una sonora fanfarria de trompetas proclamó la
llegada del césar; y, entre ruidosas aclamaciones de la multitud, el emperador
ocupó su asiento en el palco imperial. Al desvanecerse el griterío de la
muchedumbre se oyó, procedente de algún lugar cercano, otro saludo aún más
emocionante: los impacientes rugidos y aullidos de los animales enjaulados de
la colección imperial.
-Detállame el programa -ordenó el emperador, tras indicar al maestro de
ceremonias que se acercara.
-Gentil césar -anunció éste-, se ha pensado y preparado un programa muy
prometedor y entretenido para que le des tu augusta aprobación. En primer lugar
habrá una carrera de carros de un interés y esplendor fuera de lo común; tres equipos
que no han sufrido hasta ahora ninguna derrota competirán por el trofeo
Herculano y por la cantidad que ha tenido a bien añadir tu generosidad
imperial. Se considera que las posibilidades de los equipos competidores no
pueden estar más igualadas, y son muchas las apuestas cruzadas entre el pueblo.
Los tracios negros son quizá los favoritos...
-Ya sé, ya sé -interrumpió el césar, que durante toda la mañana no
había dejado de oír comentarios exhaustivos sobre el mismo tema-, ¿qué más hay
en el programa?
-La segunda parte del programa -dijo el funcionario imperial- consiste
en un magnífico combate de animales salvajes especialmente seleccionados por su
fuerza, ferocidad y cualidades luchadoras. En la arena aparecerán al mismo
tiempo catorce leones nubios, cinco tigres, seis osos sirios, ocho panteras
persas y otras tres norte africanas, un grupo de lobos y linces de los bosques
teutónicos y siete gigantescos toros salvajes de la misma región. Habrá también
cerdos salvajes de una ferocidad sin precedentes, un rinoceronte de la Costa de
Berbería, algunos fieros monos y una hiena que tiene fama de loca.
-Esto promete -dijo el emperador.
-Esto promete, oh césar -dijo el funcionario en tono lastimero-,
promete muchísimo; pero entre la promesa y la realidad ha aparecido una nube.
-¿Una nube? ¿Qué nube? -inquirió el césar arrugando el entrecejo.
-Las sufragetae -explicó el funcionario- amenazan con interferir en la
carrera de carros.
-¡Que se atrevan! -exclamó el emperador con indignación.
-Temo que tu imperial deseo se vea desagradablemente satisfecho -dijo
el maestro de ceremonias-; por supuesto, hemos tomado todas las precauciones
posibles y vigilamos con una triple guardia todas las entradas a la arena y los
establos; pero se rumorea que, coincidiendo con la señal de entrada de los
carros, quinientas mujeres se deslizarán por medio de cuerdas desde las
localidades del público e irrumpirán en la pista. Está claro que en esas
circunstancias no se podrá celebrar ninguna carrera; el programa quedará
arruinado.
-No se atreverán a semejante ultraje el día de mi cumpleaños -dijo
Plácido Soberbio.
-Cuanto más augusta es la ocasión, más deseosas se muestran de
conseguir publicidad para ellas y su causa -dijo el abrumado funcionario-; ni
siquiera tienen reparos en provocar alteraciones en las ceremonias de los
templos.
-¿Y quiénes son estas sufragetae? -preguntó el emperador-. Desde que he
vuelto de mi expedición a Panonia sólo oigo hablar de sus excesos y
manifestaciones.
-Son una secta política de origen muy reciente cuyo objetivo parece ser
conseguir una gran cantidad de autoridad política. Los medios que utilizan para
convencernos de que son capaces de ayudarnos a redactar y administrar las leyes consisten
en dedicarse con frenesí al tumulto, la destrucción y el desafío a toda
autoridad. Ya han dañado algunos de nuestros tesoros públicos históricamente
más valiosos e insustituibles.
-¿Es posible que el sexo al que rendimos tal honor y por el que
sentimos tal admiración sea capaz de producir tales hordas de Furias? -preguntó
el emperador.
-Hacen falta muchos géneros para formar un sexo -observó el maestro de
ceremonias, que poseía algo de mundo-; en cambio -prosiguió con inquietud-,
hace falta muy poco para alterar un programa de gala.
-Quizá esa alteración que temes resulte ser una amenaza trivial
-aventuró el emperador con tono consolador.
-El caso es que si se salen con la suya -respondió el funcionario-,
echarán a perder el programa.
El emperador no dijo nada.
Cinco minutos más tarde, las trompetas anunciaron el inicio del
espectáculo. Un murmullo de excitada expectación recorrió las filas de
espectadores, y se cruzaron a toda prisa las últimas apuestas sobre el
resultado de la gran carrera. Los portones que conducían a los establos se
abrieron lentamente, y un grupo de auxiliares montados recorrió la pista para
comprobar que todo estaba despejado para la memorable competición. De nuevo
sonaron las trompetas, y entonces, antes de que apareciera el primer carro, se
alzó un violento tumulto de gritos, risas, protestas furiosas y estridentes
gritos de desafío. Cientos de mujeres descendían a la arena ayudadas por sus
cómplices. Al cabo de un momento corrían y bailaban en grupos desenfrenados en
medio de la pista donde se suponía que debían competir los carros. Ningún
equipo de caballos, por adiestrado que estuviera, habría podido enfrentarse a
esa frenética multitud; la carrera era a todas luces imposible. Los
espectadores alzaron aullidos de decepción y rabia, los aullidos de triunfo
resonaron a su vez entre las posesas. Los vanos esfuerzos de los auxiliares del
circo por expulsar a la horda invasora sólo aumentaron el griterío y la
confusión; en cuanto eran expulsadas de una porción de la pista, las
sufragetae se agrupaban en otro.
El maestro de ceremonias casi enloquecía de rabia y vergüenza. Plácido
Soberbio, tan tranquilo e imperturbable como siempre, le hizo una seña y le
susurró una o dos palabras al oído. Por primera vez esa tarde se vio sonreír al
atribulado funcionario.
La trompeta sonó de nuevo en el palco imperial; un silencio instantáneo
cayó sobre la excitada muchedumbre. Quizá el emperador, como último recurso,
iba a anunciar alguna concesión a las sufragetae.
-Cerrad las puertas del establo -ordenó el maestro de ceremonias- y
abrid las jaulas de todos los animales. Es deseo imperial empezar primero por
la segunda parte del programa.
Resultó que el maestro de ceremonias no había exagerado en modo alguno
la probable brillantez de esta parte del espectáculo. Los toros salvajes fueron
realmente salvajes, y la hiena con fama de loca estuvo a la altura de su
reputación.
Saki