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domingo, 28 de diciembre de 2014

Joan Gabarró





El programa de gala
(Un episodio no registrado de la historia romana)

Era un día de buen augurio en el calendario romano, el cumpleaños del apreciado y talentoso joven emperador Plácido Soberbio. En Roma, todo el mundo estaba con ganas de celebrar una gran fiesta, el tiempo no podía ser mejor y, naturalmente, el Circo Máximo estaba abarrotado. Unos pocos minutos antes de la hora fijada para el comienzo del espectáculo, una sonora fanfarria de trompetas proclamó la llegada del césar; y, entre ruidosas aclamaciones de la multitud, el emperador ocupó su asiento en el palco imperial. Al desvanecerse el griterío de la muchedumbre se oyó, procedente de algún lugar cercano, otro saludo aún más emocionante: los impacientes rugidos y aullidos de los animales enjaulados de la colección imperial.
-Detállame el programa -ordenó el emperador, tras indicar al maestro de ceremonias que se acercara.
-Gentil césar -anunció éste-, se ha pensado y preparado un programa muy prometedor y entretenido para que le des tu augusta aprobación. En primer lugar habrá una carrera de carros de un interés y esplendor fuera de lo común; tres equipos que no han sufrido hasta ahora ninguna derrota competirán por el trofeo Herculano y por la cantidad que ha tenido a bien añadir tu generosidad imperial. Se considera que las posibilidades de los equipos competidores no pueden estar más igualadas, y son muchas las apuestas cruzadas entre el pueblo. Los tracios negros son quizá los favoritos...
-Ya sé, ya sé -interrumpió el césar, que durante toda la mañana no había dejado de oír comentarios exhaustivos sobre el mismo tema-, ¿qué más hay en el programa?
-La segunda parte del programa -dijo el funcionario imperial- consiste en un magnífico combate de animales salvajes especialmente seleccionados por su fuerza, ferocidad y cualidades luchadoras. En la arena aparecerán al mismo tiempo catorce leones nubios, cinco tigres, seis osos sirios, ocho panteras persas y otras tres norte africanas, un grupo de lobos y linces de los bosques teutónicos y siete gigantescos toros salvajes de la misma región. Habrá también cerdos salvajes de una ferocidad sin precedentes, un rinoceronte de la Costa de Berbería, algunos fieros monos y una hiena que tiene fama de loca.
-Esto promete -dijo el emperador.
-Esto promete, oh césar -dijo el funcionario en tono lastimero-, promete muchísimo; pero entre la promesa y la realidad ha aparecido una nube.
-¿Una nube? ¿Qué nube? -inquirió el césar arrugando el entrecejo.
-Las sufragetae -explicó el funcionario- amenazan con interferir en la carrera de carros.
-¡Que se atrevan! -exclamó el emperador con indignación.
-Temo que tu imperial deseo se vea desagradablemente satisfecho -dijo el maestro de ceremonias-; por supuesto, hemos tomado todas las precauciones posibles y vigilamos con una triple guardia todas las entradas a la arena y los establos; pero se rumorea que, coincidiendo con la señal de entrada de los carros, quinientas mujeres se deslizarán por medio de cuerdas desde las localidades del público e irrumpirán en la pista. Está claro que en esas circunstancias no se podrá celebrar ninguna carrera; el programa quedará arruinado.
-No se atreverán a semejante ultraje el día de mi cumpleaños -dijo Plácido Soberbio.
-Cuanto más augusta es la ocasión, más deseosas se muestran de conseguir publicidad para ellas y su causa -dijo el abrumado funcionario-; ni siquiera tienen reparos en provocar alteraciones en las ceremonias de los templos.
-¿Y quiénes son estas sufragetae? -preguntó el emperador-. Desde que he vuelto de mi expedición a Panonia sólo oigo hablar de sus excesos y manifestaciones.
-Son una secta política de origen muy reciente cuyo objetivo parece ser conseguir una gran cantidad de autoridad política. Los medios que utilizan para convencernos de que son capaces de ayudarnos a redactar y administrar las leyes consisten en dedicarse con frenesí al tumulto, la destrucción y el desafío a toda autoridad. Ya han dañado algunos de nuestros tesoros públicos históricamente más valiosos e insustituibles.
-¿Es posible que el sexo al que rendimos tal honor y por el que sentimos tal admiración sea capaz de producir tales hordas de Furias? -preguntó el emperador.
-Hacen falta muchos géneros para formar un sexo -observó el maestro de ceremonias, que poseía algo de mundo-; en cambio -prosiguió con inquietud-, hace falta muy poco para alterar un programa de gala.
-Quizá esa alteración que temes resulte ser una amenaza trivial -aventuró el emperador con tono consolador.
-El caso es que si se salen con la suya -respondió el funcionario-, echarán a perder el programa.
El emperador no dijo nada.
Cinco minutos más tarde, las trompetas anunciaron el inicio del espectáculo. Un murmullo de excitada expectación recorrió las filas de espectadores, y se cruzaron a toda prisa las últimas apuestas sobre el resultado de la gran carrera. Los portones que conducían a los establos se abrieron lentamente, y un grupo de auxiliares montados recorrió la pista para comprobar que todo estaba despejado para la memorable competición. De nuevo sonaron las trompetas, y entonces, antes de que apareciera el primer carro, se alzó un violento tumulto de gritos, risas, protestas furiosas y estridentes gritos de desafío. Cientos de mujeres descendían a la arena ayudadas por sus cómplices. Al cabo de un momento corrían y bailaban en grupos desenfrenados en medio de la pista donde se suponía que debían competir los carros. Ningún equipo de caballos, por adiestrado que estuviera, habría podido enfrentarse a esa frenética multitud; la carrera era a todas luces imposible. Los espectadores alzaron aullidos de decepción y rabia, los aullidos de triunfo resonaron a su vez entre las posesas. Los vanos esfuerzos de los auxiliares del circo por expulsar a la horda invasora sólo aumentaron el griterío y la confusión; en cuanto eran expulsadas de una porción de la pista, las sufragetae se agrupaban en otro.
El maestro de ceremonias casi enloquecía de rabia y vergüenza. Plácido Soberbio, tan tranquilo e imperturbable como siempre, le hizo una seña y le susurró una o dos palabras al oído. Por primera vez esa tarde se vio sonreír al atribulado funcionario.
La trompeta sonó de nuevo en el palco imperial; un silencio instantáneo cayó sobre la excitada muchedumbre. Quizá el emperador, como último recurso, iba a anunciar alguna concesión a las sufragetae.
-Cerrad las puertas del establo -ordenó el maestro de ceremonias- y abrid las jaulas de todos los animales. Es deseo imperial empezar primero por la segunda parte del programa.
Resultó que el maestro de ceremonias no había exagerado en modo alguno la probable brillantez de esta parte del espectáculo. Los toros salvajes fueron realmente salvajes, y la hiena con fama de loca estuvo a la altura de su reputación.
Saki