Vicente
Aquella tarde,
en el momento en que más duro y más siniestro se mostraba el cielo, Vicente
abrió sus negras alas y partió. Ya habían transcurrido cuarenta días desde que,
admitido en la leva de los elegidos, había hecho su entrada en el Arca. Pero
desde el primer instante todos habían visto que su espíritu no tenía paz.
Callado y ceñudo, andaba de acá para allá, presa de una excitación continua,
como si aquel gran barco en que el Señor había guardado la vida fuese un
ultraje a la Creación. En una barahúnda como aquélla -lobos y corderos
hermanados en el mismo destino-, únicamente su figura negra y seca se mantenía
en desacuerdo con el proceder de Dios. Y se preguntaba, silenciosamente,
indignado: ¿Por qué motivo se había mezclado a los animales en esa confusa
cuestión de la torre de Babel? ¿Qué tenían que ver los pobres bichos con esas
fornicaciones de los humanos que el Creador pretendía castigar? Justos o
injustos, los altos designios que habían decidido aquel diluvio chocaban contra
un sentimiento hondo, de irrefrenable rechazo. Y cuanto más inexorable se
mostraba la prepotencia, mayor era la rebeldía de Vicente.
No obstante, la
debilidad de la carne lo había retenido allí dentro cuarenta días. Ni siquiera
él hubiera sido capaz de explicar cómo había llegado desde el Líbano hasta
aquel embarcadero, ni cuánto tiempo había estado después en el Arca, recibiendo
de las manos serviles de Noé su alimento diario. Pero había conseguido vencerse
a sí mismo. Había conseguido, finalmente, superar el instinto de su propia
conservación y abrir sus alas en dirección a la inmensidad terrible del mar.
Aquella
insólita partida fue presenciada por grandes y chicos con un respeto callado y contenido.
Pasmados y deslumbrados, todos vieron cómo, temerariamente, a pecho
descubierto, había atravesado el primer muro de fuego con que Dios había
querido impedir su fuga, y cómo se había sumido, a lo lejos, en los confines
del espacio. Pero nadie había dicho nada. En aquel momento, su gesto era el
símbolo de la liberación universal. La conciencia en protesta activa contra el
arbitrio que dividía a los seres en elegidos y condenados.
Pero todavía
estaban saboreando íntimamente aquel gusto a redención, cuando desde lo alto,
potente como un trueno, penetrante como un rayo, terrible, la voz de Dios:
-Noé, ¿dónde
está Vicente, mi siervo?
Y todos,
bípedos y cuadrúpedos, se quedaron petrificados. Sobre la cubierta, desprovista
ya de la luz de la ilusión, se fue cerniendo, oscura y pesada, una mortaja de
silencio.
El Señor había
paralizado nuevamente las conciencias y el instinto, y reducía a pasividad vegetativa
aquel residuo de materia palpitante.
Noé, a pesar de
todo, era hombre. Y, como tal, aprontó sus armas defensivas.
-Debe de andar
por ahí... ¡Vicente! ¡Vicente! ¿Dónde estará Vicente?
Nada.
-¡Vicente! ¿No
lo ha visto nadie? ¡Buscadlo!
Ni una sola
respuesta. Toda la Creación parecía haberse quedado muda.
-¡Vicente!
¡Vicente! ¿Dónde se habrá metido?
Hasta que uno
de ellos, compadeciéndose de la falta de grandeza de aquel ser humano, puso
punto final a la comedia.
-Vicente se ha
escapado...
-¿Que se ha
escapado? Pero ¿cómo?
-Se ha
escapado... Se ha ido volando...
A aquel
desventurado se le cubrieron las sienes de sudor frío. De repente, le flojearon
las piernas y cayó al suelo, desplomado.
La luz parduzca
del cielo se eclipsó durante un segundo. Fue como si por las manos invisibles
de aquel que mandaba en la furia de los elementos, hubiera pasado, rápido, un
estremecimiento de vacilación.
Pero la divina
autoridad no podía seguir así, indecisa, titubeante, a merced de la primera subversión
que se produjese. Aquel instante de perplejidad no duró más que un instante.
Porque, inmediatamente, la severa voz de Dios tronó de nuevo por el cielo
inmenso.
-Noé, ¿dónde
está mi siervo Vicente?
Y Noé, ya
recuperado de su cobarde desmayo, tembloroso y desorientado, intentó justificarse.
-Señor, tu
siervo Vicente ha huido. No tengo ningún peso en la conciencia porque yo no lo
he ofendido ni le he negado su ración de comida. Ninguno de nosotros lo ha
maltratado. Se ha dejado arrastrar por su insumisión... Pero perdónalo, y
perdóname a mí también, y sálvalo, porque, tal y como tú me ordenaste, él ha
sido el único de su especie que he recogido en el Arca...
-¡Noé!... ¡Noé!
Y la palabra de
Dios, tremenda, volvió a retumbar por el desierto infinito del firmamento.
Después se hizo un silencio todavía más terrible. Y en aquel vacío en que
parecía estar sumergido todo, se oía, infantil, el llanto desesperado del Patriarca,
que entonces tenía seiscientos años de edad.
Mientras tanto,
suavemente, el Arca había ido cambiando de rumbo. Y luego -en vez de seguir
flotando indecisa y morosa al gusto de las olas-, como guiada por un piloto
oculto, como movida por un poder misterioso, se dirigió hacia el sitio en que
cuarenta días antes estaban las montañas de Armenia.
En todas las
mentes, la misma angustia y los mismos interrogantes. ¿A qué represalias recurriría
ahora el Señor? ¿Cómo terminaría aquella rebelión?
El Arca
continuó navegando horas y horas, cargada de incertidumbre y de terror. ¿Le obligaría
Dios al cuervo a volver al barco? ¿Lo sacrificaría, sin más, para que sirviera
de escarmiento? ¿Qué haría ahora? Y Vicente, ¿habría conseguido soportar la
furia del vendaval, la oscuridad de la noche y el interminable diluvio? Y, si
había sido capaz de superarlo todo, ¿a qué lugar concreto habría llegado? ¿En
qué sitio del universo habría aún un retazo de esperanza?
Nadie respondía
a las preguntas que se hacían a sí mismos. Los ojos de todos se clavaban en la
lejanía, los corazones se encogían con un sentimiento de insumisión impotente,
y el tiempo iba pasando.
De repente, el
lince de vista más aguda divisó tierra. Y esta palabra, gritada con miedo,
porque no dejaba de parecer un espejismo o una blasfemia, se extendió por todos
los rincones del Arca como un perfume. Y toda aquella fauna desilusionada y
humillada fue subiendo a cubierta, dominada por un alborozo grato y alentador:
ahora todos sabían que todavía quedaba en este pobre universo un pedazo de
tierra firme.
¡Tierra! No
eran llanos, ni vegas, ni desiertos... Ni siquiera la robusta y tranquilizante
mole de un monte. Lo que emergía de las aguas no era más que la cima de un
cerro. Pero era suficiente. Para todos cuantos podían verlo, aquel peñasco resumía
la magnitud del mundo. Para todos ellos, hasta ese instante meras
transfiguraciones fantasmales sobre las aguas, representaba la realidad de su
existencia. ¡Tierra! Una minúscula isla sólida en medio de un abismo móvil, y
esto era lo único que les importaba y tenía sentido para ellos.
¡Tierra!
Desgraciadamente, esta palabra tan dulce encerraba también un regusto amargo. Tierra...
Sí, todavía existía el cálido regazo de la madre. Pero ¿y el hijo? Pero ¿y
Vicente, fruto legítimo de su vientre?
Vicente, a
pesar de todo, estaba vivo. A medida que la embarcación se aproximaba, se iba dibujando
en la lejanía su escueta presencia, recortándose en el horizonte como una línea
severa que delimitaba un cuerpo y que era, al mismo tiempo, el perfil de una
voluntad.
¡Había llegado!
¡Había conseguido vencer! y todos sintieron en su alma la paz de la humillación
vengada.
Sólo que las
aguas seguían aumentando y aquel pequeño otero iba disminuyendo por segundos.
¡Tierra! Pero
un pedazo tan exiguo que hasta los más confiados querían retenerlo en sus ojos
curiosos, como para defenderlo de la vorágine. Para defenderlo y para defender
a Vicente, cuya suerte estaba íntimamente unida al destino telúrico.
¡Ah, pero
estaban «rotas las fuentes del gran abismo y abiertas las cataratas del cielo»!
Y hombres y animales empezaron a desesperarse frente a aquel hundimiento
irremediable del último reducto de la existencia activa. No, nadie podía luchar
contra la determinación de Dios. Era imposible oponerse al ímpetu de los
elementos, gobernados por su implacable tiranía.
Transida,
aquella turba sin fe no quitaba los ojos de la reducida cumbre y del cuerpo posado
en ella. Palmo a palmo, la peña había sido devorada. Sólo quedaba el pico, y
sobre él, negro, sereno, único representante de lo que era una raíz plantada en
su justo medio, permanecía Vicente, impávido. Como si fuese un espectador impersonal,
no quitaba la vista del Arca, que iba subiendo con la marea. Se había decidido
por la libertad y a partir de ese mismo momento había aceptado todas las
consecuencias de su elección. Seguía a la embarcación con los ojos, sí, pero
era para mirar cara a cara a la degradación que había rechazado.
Noé y los demás
animales asistían mudos a aquel duelo entre Vicente y Dios. Y en el espíritu
claro, o brumoso, de cada uno de ellos, únicamente este dilema: o se salvaba el
pedestal que sostenía a Vicente, y el Señor preservaba la grandeza del instante
genesíaco -la total autonomía de la criatura en relación al Creador-, o,
sumergiéndose el punto de apoyo, Vicente moría y su aniquilamiento invalidaría
aquel instante supremo. El significado de la vida se había unido
indisolublemente a aquel acto de insubordinación. Porque ya nadie se sentía vivo
dentro del Arca. Sangre, respiración, savia de savias, todo esto era aquel
pobre cuervo negro, mojado de la cabeza a los pies, que, tranquila y
obstinadamente, posado en la postrera posibilidad de sobrevivir de manera
natural, desafiaba a la omnipotencia.
Tres veces una
ola alta, en un ímpetu final, lamió las garras del cuervo, y tres veces
retrocedió. A cada ola, el corazón frágil del Arca, dependiendo del decidido
corazón de Vicente, se estremeció de terror. La muerte temía a la muerte.
Pero enseguida
se hizo evidente que el Señor iba a ceder. Que no podía hacer nada contra
aquella voluntad inquebrantable de ser libre.
Que, para
salvar su propia obra, cerraba melancólicamente las compuertas del cielo.
Miguel Torga