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lunes, 22 de diciembre de 2014

Raquel Leite



Vicente

Aquella tarde, en el momento en que más duro y más siniestro se mostraba el cielo, Vicente abrió sus negras alas y partió. Ya habían transcurrido cuarenta días desde que, admitido en la leva de los elegidos, había hecho su entrada en el Arca. Pero desde el primer instante todos habían visto que su espíritu no tenía paz. Callado y ceñudo, andaba de acá para allá, presa de una excitación continua, como si aquel gran barco en que el Señor había guardado la vida fuese un ultraje a la Creación. En una barahúnda como aquélla -lobos y corderos hermanados en el mismo destino-, únicamente su figura negra y seca se mantenía en desacuerdo con el proceder de Dios. Y se preguntaba, silenciosamente, indignado: ¿Por qué motivo se había mezclado a los animales en esa confusa cuestión de la torre de Babel? ¿Qué tenían que ver los pobres bichos con esas fornicaciones de los humanos que el Creador pretendía castigar? Justos o injustos, los altos designios que habían decidido aquel diluvio chocaban contra un sentimiento hondo, de irrefrenable rechazo. Y cuanto más inexorable se mostraba la prepotencia, mayor era la rebeldía de Vicente.
No obstante, la debilidad de la carne lo había retenido allí dentro cuarenta días. Ni siquiera él hubiera sido capaz de explicar cómo había llegado desde el Líbano hasta aquel embarcadero, ni cuánto tiempo había estado después en el Arca, recibiendo de las manos serviles de Noé su alimento diario. Pero había conseguido vencerse a sí mismo. Había conseguido, finalmente, superar el instinto de su propia conservación y abrir sus alas en dirección a la inmensidad terrible del mar.
Aquella insólita partida fue presenciada por grandes y chicos con un respeto callado y contenido. Pasmados y deslumbrados, todos vieron cómo, temerariamente, a pecho descubierto, había atravesado el primer muro de fuego con que Dios había querido impedir su fuga, y cómo se había sumido, a lo lejos, en los confines del espacio. Pero nadie había dicho nada. En aquel momento, su gesto era el símbolo de la liberación universal. La conciencia en protesta activa contra el arbitrio que dividía a los seres en elegidos y condenados.
Pero todavía estaban saboreando íntimamente aquel gusto a redención, cuando desde lo alto, potente como un trueno, penetrante como un rayo, terrible, la voz de Dios:
-Noé, ¿dónde está Vicente, mi siervo?
Y todos, bípedos y cuadrúpedos, se quedaron petrificados. Sobre la cubierta, desprovista ya de la luz de la ilusión, se fue cerniendo, oscura y pesada, una mortaja de silencio.
El Señor había paralizado nuevamente las conciencias y el instinto, y reducía a pasividad vegetativa aquel residuo de materia palpitante.
Noé, a pesar de todo, era hombre. Y, como tal, aprontó sus armas defensivas.
-Debe de andar por ahí... ¡Vicente! ¡Vicente! ¿Dónde estará Vicente?
Nada.
-¡Vicente! ¿No lo ha visto nadie? ¡Buscadlo!
Ni una sola respuesta. Toda la Creación parecía haberse quedado muda.
-¡Vicente! ¡Vicente! ¿Dónde se habrá metido?
Hasta que uno de ellos, compadeciéndose de la falta de grandeza de aquel ser humano, puso punto final a la comedia.
-Vicente se ha escapado...
-¿Que se ha escapado? Pero ¿cómo?
-Se ha escapado... Se ha ido volando...
A aquel desventurado se le cubrieron las sienes de sudor frío. De repente, le flojearon las piernas y cayó al suelo, desplomado.
La luz parduzca del cielo se eclipsó durante un segundo. Fue como si por las manos invisibles de aquel que mandaba en la furia de los elementos, hubiera pasado, rápido, un estremecimiento de vacilación.
Pero la divina autoridad no podía seguir así, indecisa, titubeante, a merced de la primera subversión que se produjese. Aquel instante de perplejidad no duró más que un instante. Porque, inmediatamente, la severa voz de Dios tronó de nuevo por el cielo inmenso.
-Noé, ¿dónde está mi siervo Vicente?
Y Noé, ya recuperado de su cobarde desmayo, tembloroso y desorientado, intentó justificarse.
-Señor, tu siervo Vicente ha huido. No tengo ningún peso en la conciencia porque yo no lo he ofendido ni le he negado su ración de comida. Ninguno de nosotros lo ha maltratado. Se ha dejado arrastrar por su insumisión... Pero perdónalo, y perdóname a mí también, y sálvalo, porque, tal y como tú me ordenaste, él ha sido el único de su especie que he recogido en el Arca...
-¡Noé!... ¡Noé!
Y la palabra de Dios, tremenda, volvió a retumbar por el desierto infinito del firmamento. Después se hizo un silencio todavía más terrible. Y en aquel vacío en que parecía estar sumergido todo, se oía, infantil, el llanto desesperado del Patriarca, que entonces tenía seiscientos años de edad.
Mientras tanto, suavemente, el Arca había ido cambiando de rumbo. Y luego -en vez de seguir flotando indecisa y morosa al gusto de las olas-, como guiada por un piloto oculto, como movida por un poder misterioso, se dirigió hacia el sitio en que cuarenta días antes estaban las montañas de Armenia.
En todas las mentes, la misma angustia y los mismos interrogantes. ¿A qué represalias recurriría ahora el Señor? ¿Cómo terminaría aquella rebelión?
El Arca continuó navegando horas y horas, cargada de incertidumbre y de terror. ¿Le obligaría Dios al cuervo a volver al barco? ¿Lo sacrificaría, sin más, para que sirviera de escarmiento? ¿Qué haría ahora? Y Vicente, ¿habría conseguido soportar la furia del vendaval, la oscuridad de la noche y el interminable diluvio? Y, si había sido capaz de superarlo todo, ¿a qué lugar concreto habría llegado? ¿En qué sitio del universo habría aún un retazo de esperanza?
Nadie respondía a las preguntas que se hacían a sí mismos. Los ojos de todos se clavaban en la lejanía, los corazones se encogían con un sentimiento de insumisión impotente, y el tiempo iba pasando.
De repente, el lince de vista más aguda divisó tierra. Y esta palabra, gritada con miedo, porque no dejaba de parecer un espejismo o una blasfemia, se extendió por todos los rincones del Arca como un perfume. Y toda aquella fauna desilusionada y humillada fue subiendo a cubierta, dominada por un alborozo grato y alentador: ahora todos sabían que todavía quedaba en este pobre universo un pedazo de tierra firme.
¡Tierra! No eran llanos, ni vegas, ni desiertos... Ni siquiera la robusta y tranquilizante mole de un monte. Lo que emergía de las aguas no era más que la cima de un cerro. Pero era suficiente. Para todos cuantos podían verlo, aquel peñasco resumía la magnitud del mundo. Para todos ellos, hasta ese instante meras transfiguraciones fantasmales sobre las aguas, representaba la realidad de su existencia. ¡Tierra! Una minúscula isla sólida en medio de un abismo móvil, y esto era lo único que les importaba y tenía sentido para ellos.
¡Tierra! Desgraciadamente, esta palabra tan dulce encerraba también un regusto amargo. Tierra... Sí, todavía existía el cálido regazo de la madre. Pero ¿y el hijo? Pero ¿y Vicente, fruto legítimo de su vientre?
Vicente, a pesar de todo, estaba vivo. A medida que la embarcación se aproximaba, se iba dibujando en la lejanía su escueta presencia, recortándose en el horizonte como una línea severa que delimitaba un cuerpo y que era, al mismo tiempo, el perfil de una voluntad.
¡Había llegado! ¡Había conseguido vencer! y todos sintieron en su alma la paz de la humillación vengada.
Sólo que las aguas seguían aumentando y aquel pequeño otero iba disminuyendo por segundos.
¡Tierra! Pero un pedazo tan exiguo que hasta los más confiados querían retenerlo en sus ojos curiosos, como para defenderlo de la vorágine. Para defenderlo y para defender a Vicente, cuya suerte estaba íntimamente unida al destino telúrico.
¡Ah, pero estaban «rotas las fuentes del gran abismo y abiertas las cataratas del cielo»! Y hombres y animales empezaron a desesperarse frente a aquel hundimiento irremediable del último reducto de la existencia activa. No, nadie podía luchar contra la determinación de Dios. Era imposible oponerse al ímpetu de los elementos, gobernados por su implacable tiranía.
Transida, aquella turba sin fe no quitaba los ojos de la reducida cumbre y del cuerpo posado en ella. Palmo a palmo, la peña había sido devorada. Sólo quedaba el pico, y sobre él, negro, sereno, único representante de lo que era una raíz plantada en su justo medio, permanecía Vicente, impávido. Como si fuese un espectador impersonal, no quitaba la vista del Arca, que iba subiendo con la marea. Se había decidido por la libertad y a partir de ese mismo momento había aceptado todas las consecuencias de su elección. Seguía a la embarcación con los ojos, sí, pero era para mirar cara a cara a la degradación que había rechazado.
Noé y los demás animales asistían mudos a aquel duelo entre Vicente y Dios. Y en el espíritu claro, o brumoso, de cada uno de ellos, únicamente este dilema: o se salvaba el pedestal que sostenía a Vicente, y el Señor preservaba la grandeza del instante genesíaco -la total autonomía de la criatura en relación al Creador-, o, sumergiéndose el punto de apoyo, Vicente moría y su aniquilamiento invalidaría aquel instante supremo. El significado de la vida se había unido indisolublemente a aquel acto de insubordinación. Porque ya nadie se sentía vivo dentro del Arca. Sangre, respiración, savia de savias, todo esto era aquel pobre cuervo negro, mojado de la cabeza a los pies, que, tranquila y obstinadamente, posado en la postrera posibilidad de sobrevivir de manera natural, desafiaba a la omnipotencia.
Tres veces una ola alta, en un ímpetu final, lamió las garras del cuervo, y tres veces retrocedió. A cada ola, el corazón frágil del Arca, dependiendo del decidido corazón de Vicente, se estremeció de terror. La muerte temía a la muerte.
Pero enseguida se hizo evidente que el Señor iba a ceder. Que no podía hacer nada contra aquella voluntad inquebrantable de ser libre.
Que, para salvar su propia obra, cerraba melancólicamente las compuertas del cielo.
Miguel Torga