Margie
En 1981 tuve una discusión con mi hijo Matthew, que entonces tenía trece años, a raíz de una redacción que tenía que escribir para el instituto. Simplemente no quería hacer el trabajo que le habían mandado -era domingo y hacía una tarde magnífica- y me negué a dejarle salir de su cuarto hasta que hubiese acabado la tarea. Más tarde, al regresar a casa, me encontré con que Matthew se había marchado, dejando la redacción encima de la mesa del comedor para que yo me la encontrara. Lamentablemente, lo que había escrito era una parodia del tema que le habían mandado, y casi una de cada tres palabras era una obscenidad. Era obvio que mi hijo estaba furioso conmigo, lo cual era comprensible en un chico de trece años, sin embargo aquel texto me produjo una tremenda inquietud. Richard, mi marido y padrastro de Matthew, me decía que estaba sacando las cosas un poco de quicio. «Venga», dijo, «vamos a dar un paseo y te contaré lo que me sucedió a mí cuando tenía trece años».
En aquella época vivíamos sobre la playa de Venice, en California, donde «dar un paseo» significaba formar parte de un carnaval en el que todo el mundo participaba. Una densa multitud de turistas y residentes recorría lentamente la tarima del paseo marítimo. Músicos, mimos, bailarines de break dance, adivinos y cantantes congestionaban el espacio. Vendedores coreanos voceaban su mercancía -gafas de sol, calcetines, joyas de plata y pipas de hachís-, mientras adultos en patines zigzagueaban a una velocidad alarmante entre la multitud. Recuerdo un constante latido de fondo creado por el repique de bongós, marimbas y botellas vacías. Richard enlazó su brazo en el mío, entramos en aquella corriente humana y comenzó su relato:
«La historia aconteció cuando mi familia se trasladó por primera vez a Nueva Jersey. Yo estaba en octavo y era un niño delgaducho al que le costaba hacer amigos. Ya desde el primer día me quedé colgado de una niña pelirroja y muy mona que se llamaba Margie, a la que yo también parecía gustarle. Pero Margie y todos los demás chicos de la clase eran más experimentados sexualmente que yo o, al menos, eso era lo que a mí me parecía entonces. Así que estaba nervioso. Tan nervioso que, cada vez que ella quería besarme, yo le decía que mejor no porque estaba resfriado o por alguna otra tontería que me inventaba. Temía que ella se diese cuenta de que, en realidad, no sabía besar. No pasó mucho tiempo antes de que Margie se cansase de mis rodeos y se marchase con otro chico. Yo estaba tan herido que le escribí una carta enfurecida en la que puse cuanto insulto se me ocurrió. Una ocurrencia que me dejó bastante satisfecho de mí mismo. Luego guardé la carta en el cajón de mi mesa, donde, poco después, la encontró mi madre. Ya conoces a mis padres: la Familia Pánico. No podían creer lo que había hecho. Querían llamar a los padres de Margie de inmediato para averiguar qué era lo que estaba pasando. Debí de llorarles y rogarles durante un buen raro hasta que logré que desistiesen de la idea. Así que la carta no tuvo ninguna consecuencia. Al acabar aquel curso, Margie y sus padres se mudaran a Nueva York y nunca más volví a verla.»
En el preciso momento en que mi marido acababa de pronunciar esas palabras, levanté la mirada y me encontré con que, justo delante de nosotros, había una treintañera pelirroja y delgada. La manada de turistas continuaba rodeándonos, gente de todas las edades, tamaños y colores avanzaba a empujones hacia el norte y hacia el sur por el entarimado del paseo. Todos parecían moverse menos Richard, la pelirroja y yo. Supongo que los que aporreaban los bongós, las marimbas y las botellas vacías no cejaran, pero en mi recuerdo es como si se hubiera hecho un gran silencio mientras los tres permanecíamos allí, de pie, mirándonos. «¿Margie?», preguntó Richard, y la mujer contestó tranquilamente: «¿Richard?» Mi marido logró reaccionar y le dijo: «¡Pero qué sorpresa! En este momento le estaba hablando de ti a mi mujer».
Esta es una historia verídica, habían pasado diecisiete años desde la última vez que Richard y Margie se habían visto, cuando todavía eran adolescentes en Nueva Jersey. Pero aquí no acaba mi historia. Han pasado diecisiete años desde el día en que ocurrieron estos hechos y ahora sé que la aparición casi milagrosa de Margie no es el único final de esta historia. No es más que el final que mi marido y yo contamos en las cenas y en las fiestas. Para ser sincera, creo que la historia tiene que incluir el hecho de que aquel día tampoco fallaron mis presentimientos respecto a mi hijo. Su redacción no había sido solamente producto de su furia, sino también la manifestación de un cambio en su vida: un cambio hacia un futuro más oscuro y difícil que, hasta el día de hoy, no se ha resuelto satisfactoriamente.
Al pasar los años, cada vez que mi marido y yo nos acordábamos de nuestro encuentro con Margie, nos solíamos preguntar: ¿Qué posibilidades existen de que suceda algo así? Ahora sólo me gustaría saber: ¿Qué posibilidades existen de que esta historia tenga un final feliz?
Christine Kravetz