Toda la atención de la mujer estaba concentrada en el espejo, pues era su deformación. La mujer pensó en acicalarse y miró discretamente a su alrededor. No porque dependiera de alguna aprobación para embellecerse, o porque el descuido general liberase sus movimientos. Miró porque quería agradar, a quien más fácilmente se dejara conquistar. Su problema no era elegir, sino hacer efectiva la conquista. Todo y cualquier hombre le bastaba.
Cuando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión. Extraña compasión, que se dirigía a quienquiera que fuese el escogido. Ya que competía al hombre sucumbir ante las propuestas, sin derecho a rechazarlas. A pesar de no dejarse llevar por una excesiva confianza, un tiempo vacío e inútil impedía al hombre descubrir las intenciones de quien, aunque oscuramente, podía brindarle calor. Y para una mujer como ella, el rechazo llegaba a convertirse en toda su esperanza.
Dijo: -Tengo derecho a sentir compasión.
Frente al espejo, ostentaba la morosidad de quien se mira y se ve: la cara cansada, los colores centrando la atención en sus ojos, y en la sonrisa una perplejidad pronta a divulgar por el mundo que el rostro es un sistema inocente que acumula arrugas.
Ah, entonces era eso. Cada vez que resolviera un problema, otro vendría a ahogarla. Le causó gracia, aunque la risa la desilusionó. Ante el espejo, su respiración se aceleró, porque el miedo a la entrega iba tomando significado, no de deshonra, sino de la incapacidad de negarse que le imponía su anhelo de convivencia. La mujer se apartó del espejo, con una leve sonrisa, que escondida en la boca consideraba excesiva la tarea de seleccionar el paisaje y los hábitos rutinarios. Dio los primeros pasos, que aparentemente equilibraban su cuerpo. Y, frente a un destino incierto, comenzó su labor.
Cada hombre era la expresión de su voluntad, y sintió miedo de poseer un poder tan concentrado. Del cual se vería libre cuando llegara a descubrir lo que conviene igualmente al hombre y a la mujer. Un hombre se detuvo, y la miró con deseo. Pero, como la fuerza del hombre en aquel momento era más libre que la suya, ella volvió la cara, alejándose. Él reaccionó, irritado, pero una paciencia protegía a la mujer contra los rostros que intentaban conquistar lo necesario.
Deseaba la mujer un tipo especial de victoria, tal vez una apariencia que le arrancara la vergüenza, aquel modo casi indiscriminado de ocupar cualquier cama, de enlazarse a cualquier cuerpo. Para que nadie descubriera que ella tenía la esperanza de escoger, esperanza que la hacía fuerte, se envolvió en una sorpresiva mansedumbre. Lejos de toda arrogancia, ni un su presentimiento se escondía en el orgullo, que es siempre el camino resguardado de la vida.
El deseo en el rostro de los hombres desenmascaraba su oficio. Tuvo vergüenza de que la presintieran por la apariencia, nunca por la osadía. Y guiada por la fuerza, que no sería apenas el recurso de quien necesita comer, y comer era el acto de entregarse para tener después más comida, se sintió dispuesta, y pensó: Siempre que sea yo quien elija, puedo aceptar cualquier cosa. Y ésa fue entonces su labor.
Discretamente ocultó su sonrisa, porque la confundía, esclarecía lo que aún estaba bajo su dominio. Y porque el solo andar era ya una tarea, se organizaban sus pasos, funcionaba la libertad, la obligación también. Gente que pertenecía al mundo como ella, a pesar del descuido. Y al pensar que pertenecer al mundo es participar de sus celebraciones, se le transmitía una responsabilidad distinta, alguna cosa que ni la severidad explicaba.
Marchar con impavidez, casi en calma, como si nunca más fuera a luchar, y la comprensión no robara nunca el encanto de aquello que se va aceptando. Pero, por precisar de la rudeza para conquistar a un hombre, de la lucha para aceptar el destino de su cuerpo, sintió pena, pena porque se había convencido de que su actual fuerza reposaba en la simplicidad de escoger, antes de ser ella la escogida. Y, como la mujer se ilusiona con esta mínima gracia, comenzó a llorar, en silencio.
Cerró los ojos, que sólo así resistirían la tentación de las cosas, sumisa a la condición de su trabajo. Además, porque estaba oscuro, la mujer sólo veía sombras, nunca la forma de quien no era su enemigo, ni es enemigo aquel que participa del mismo sacrificio.
Una mano se posó en su hombro. Ella agitó la cabeza, y esa mano, esperando su aprobación, la apretó suavemente. No la guiaba la impetuosidad, sino una certeza que omitía ya los caprichos de la lucha. El hombre no necesitó intuir aquel sentimiento, pues en la fuerza de la mujer se traslucía el pacto de acatar las órdenes como se presentaran.
Atravesaron la calle; en silencio, el hombre la dejaba obrar. Sus proyectos debían ser intocables, y a la mujer compete organizar los planes, ponerlos en marcha. Subieron a la habitación; el hombre, acostumbrado, se acostó, ella también, para la mecánica de los siglos. Así se preserva la vida, con las fricciones diarias. Luego, él se fue, sin pronunciar una palabra, la sabiduría de reconocer en los breves saludos el alimento del amor.
Sola, la mujer luchaba de nuevo con sus principios, con su insensata impresión de libertad.
Nélida Piñón