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domingo, 19 de octubre de 2014

Universitat Rovira i Virgili (2)





El río

La orden estaba clara: queda prohibido bañarse en el río e incluso aproximarse a una distancia menor a doscientos metros. Así que no había lugar a confusión. Quien contravinie­se la orden sería sometido a Consejo de Guerra.
Se la había leído unos días antes el propio coman­dante. Convocó reunión general de todo el batallón y la leyó ante todos. ¡Una orden de la División! No era para tomárselo a broma.
Hacía aproximadamente tres semanas que se habían instalado a este lado del río. Al otro lado estaba el enemigo, los Otros, como muchos les llamaban.
Tres semanas de inactividad. Seguro que no se manten­dría mucho tiempo esta situación, pero por el momento impe­raba la calma.
Las dos márgenes del río, en una gran extensión, esta­ban cubiertas de bosque. Un bosque espeso. Tanto unos como otros habían acampado en su interior.
Su información era que los Otros tenían allí dos bata­llones. Sin embargo, no habían intentado atacar, quién sabe lo que pretendían hacer. Mientras tanto, los puestos de guardia de ambas partes estaban ocultos en diferentes lugares del bosque, preparados para toda eventualidad.
¡Tres semanas! ¡Ya habían pasado tres semanas! No recordaban en esta guerra, que había comenzado unos dos años y medio antes, un intervalo igual a éste.
Cuando llegaron al río, aún hacía frío. Pero de unos días a esta parte el tiempo había mejorado. ¡Ya era primavera!
El primero en acercarse al río había sido un sargento. Se escabulló una mañana y corrió a tirarse al agua. Algo después, fue sacado por los suyos con dos balas en el costado. No vivió muchas horas.
Al día siguiente, dos soldados se encaminaron hacia allí. Nadie volvió a verlos. Tan sólo oyeron unos disparos, y después silencio.
Entonces llegó la orden de la División.
No obstante, el río suponía una gran tentación. Oían discurrir las aguas y se morían de ganas de bañarse en ellas. En estos dos años y medio les había comido la mierda. Habían dejado atrás un montón de placeres. Y, mira por dónde, apare­cía ese río en su camino. Pero la orden de la División...
-¡Al diablo la orden de la División! -dijo para sus adentros aquella noche.
Daba vueltas y vueltas en la cama sin conseguir encontrar descanso. El río se oía a lo lejos impidiéndole sosegarse.
Iría al día siguiente, por supuesto que iría. ¡Al diablo con la orden de la División!
Los demás soldados dormían. Finalmente a él tam­bién le ganó el sueño. Tuvo una pesadilla. Al principio lo vio tal y como era: un río. Un río que discurría ante él, aguardán­dolo. Pero él, desnudo en la orilla, no se adentraba. Como si una mano invisible lo retuviese. Después el río se transformó en mujer. Una mujer joven, morena, de carnes prietas. Le esperaba desnuda, tendida en la hierba. Y él, desnudo ante ella, no se arrojaba encima. Como si una mano invisible le re­tuviese.
Se despertó extenuado; aún no había amanecido...
Al llegar a la orilla se detuvo a mirarlo. ¡El río! Así que ¿existía aquel río? En algunos momentos pensaba que en reali­dad no existía. Que tal vez era una de sus fantasías, una ilusión colectiva.
Encontró una ocasión para encaminarse hacia el río. ¡La mañana era espléndida! Si tenía suerte y no se daban cuen­ta... podría darse un chapuzón, introducirse en sus aguas; el resto no le importaba.
En un árbol de la orilla dejó la ropa, y empinado sobre el tronco, el fusil. Echó dos últimas miradas, una a sus es­paldas, no fuera a haber alguno de los suyos, y otra a la orilla de enfrente, no hubiera alguno de los Otros. Y se introdujo en el agua.
Desde el momento en que su cuerpo completamente desnudo penetró en el agua, ese cuerpo que llevaba dos años y medio padeciendo, que hasta el momento contaba con dos cicatrices, desde aquel instante, comenzó a sentirse otro. Como si hubiera pasado una esponja por su interior que hubiese bo­rrado esos dos años y medio.
Nadaba a veces a braza, a veces a espalda. Se dejaba llevar por la corriente. Dio una larga zambullida...
Ahora era un niño este soldado de apenas veintitrés años, y sin embargo los dos últimos años y medio habían deja­do una profunda huella en él.
A derecha e izquierda, en las dos márgenes, revolotea­ban pájaros que le pasaban por encima saludándole de vez en cuando.
Ante él avanzaba ahora una rama arrastrada por la corriente. Intentó alcanzarla de una sola zambullida. Y lo con­siguió. Emergió justo al lado de la rama. ¡Sintió un gran pla­cer! Pero en aquel momento vio una cabeza delante de él, co­mo a unos treinta metros de distancia.
Se detuvo e intentó ver con más claridad.
El tipo que estaba nadando también lo había visto a él, también se había detenido. Se quedaron mirándose.
Volvió a convertirse en lo que era antes: un soldado que llevaba dos años y medio en combate, que había ganado una cruz de guerra, que había dejado su fusil apoyado en el árbol.
No podía saber si el que estaba enfrente era de los suyos o de los Otros. ¿Cómo saberlo? Sólo veía una cabeza. Po­día ser uno de los suyos. Podía ser uno de los Otros.
Durante unos segundos ambos permanecieron inmóvi­les en el agua. Un estornudo rompió el silencio. Había estornu­dado él, y según su costumbre blasfemó en voz alta. Entonces, el de enfrente comenzó a nadar velozmente hacia la orilla opues­ta. Pero él no perdió el tiempo. Nadó hacia su orilla con todas sus fuerzas. Fue el primero en salir. Corrió hasta el árbol en el que había dejado el fusil; lo empuñó. El Otro acababa de salir del agua. También corrió a coger su fusil.
Levantó al arma, apuntó. Le resultaba muy fácil meter­le una bala en la cabeza. El Otro era un buen objetivo, corrien­do así desnudo a tan sólo unos veinte metros.
No, no apretó el gatillo. El Otro estaba allí, en cueros, tal y como había venido al mundo. Y él aquí, en cueros, tal y co­mo había venido al mundo.
No podía apretarlo. Estaban los dos desnudos. Dos se­res desnudos. Sin ropa. Sin nombres. Sin nacionalidad. Sin su envoltura de color caqui.
No podía disparar. El río ya no los separaba; por el contrario, los unía.
No podía disparar. El Otro se había convertido ahora en otra persona, sin la O mayúscula, nada más, nada menos.
Bajó el fusil. Bajó la cabeza. Y no vio nada hasta el fi­nal, sólo alcanzó a ver unos pájaros que revoloteaban asustados cuando, desde la orilla de enfrente, salió el disparo y él se arro­dilló primero, para caer después de bruces sobre la tierra.
Antonis Samarakis