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viernes, 3 de octubre de 2014

Carré d´artistes






Un perro en el grabado de Durero titulado «El Caballero, la Muerte y el Diablo»

El caballero (todos lo sabemos) vuelve de una guerra, la de los Siete Años, la de los Treinta Años, la de las Dos Ro­sas, la de los Tres Enriques, una guerra dinástica o religio­sa, o quizá galana, en el Palatinado, en los Países Bajos, en Bohemia, no importa dónde, tampoco importa cuándo, todas las guerras son fragmentos de una única guerra, to­das las guerras forman la guerra sin nombre, la guerra a secas, la Guerra, de modo que el caballero vuelve de un viaje a través de uno de los fragmentos de la guerra, pero es como si hubiese recorrido todas las guerras y toda la guerra porque todas, aunque de cerca parezcan diferen­tes, vistas a la distancia repiten las mismas infamias y los mismos estruendos, así que no tengamos escrúpulos de fe­chas ni de nombres, no hay que preocuparse si de los Plantagenet y de los Hohenstaufen hacemos una sola fa­milia díscola, si mezclamos lansquenetes con granaderos, ballesteros con arcabuceros, o si alborotamos la geografía y juntamos ciudades con ciudades, castillos con castillos, torres con torres, y volviendo ahora al caballero, decía que regresa de una guerra, regresa de una cuenta en el collar de la guerra, él cree que es la última cuenta y no sabe que el collar es infinito o finito pero circular y que el Tiempo lo desgrana como si fuese infinito, partió joven y gallardo y la guerra lo devuelve viejo, calvo y flaco, esto no es nin­guna novedad, la guerra carece de imaginación y repite sus trucos, de manera que el caballero, como todos los ca­balleros que han atravesado una guerra sin caer en la cela­da de la Muerte, tiene la barba crecida, está sucio de pol­vo, huele a sudor, a sangre y a mugre, sus sobacos alojan piojos, entre los muslos le escuece la piel un sarpullido como una quemadura, a cada rato escupe una saliva ver­dosa estriada de filamentos cárdenos, habla con la voz en­ronquecida por los fríos, los fuegos, las borracheras, los juramentos, los gritos de terror y de coraje, no puede pro­nunciar dos palabras sin que una sea una blasfemia, ya ol­vidó el lenguaje florido que usaba cuando era niño y servía como paje en la corte de algún Margrave o de un Ar­zobispo, olvidó los hermosos gestos y las graciosas reverencias con que trataba a las damas, ahora a las muje­res ya no les pide amor, les pide vino, comida, un lecho, y mientras los soldados violan a las muchachas él bebe soli­tario y taciturno, hasta que los soldados reaparecen boste­zando y entonces él de pronto da un manotazo sobre la mesa y maldice a los reyezuelos que huyen, pálidos y con la ropa hecha jirones, en un corcel sudoroso, para en se­guida que terminó la batalla volver a surgir vestidos de oro, bajo un palio de oro, en medio de un cortejo de oriflamas y estandartes, maldice a los Papas cubiertos de ar­miño que desde lo alto de la silla gestatoria asperjan con agua bendita los sellos escarlatas de las alianzas y las coali­ciones, maldice al Emperador al que una vez vio caminar entre lanzas erguidas como falos a la vista de ese damiselo de la guerra, finalmente el caballero se pone de pie y vuel­ca la silla, vuelca la mesa, los vasos y el jarro de vino, se produce una gran batahola, la taberna o lo que sea es in­cendiada, el propietario es vapuleado, la tropa de solda­dos con el caballero al frente reanuda la marcha, ahora atraviesan un bosque a la luz de la luna, el caballero ya no maldice, no habla, sigue adelante, mudo y con los ojos fi­jos en la noche, uno a uno los soldados callan, se adorme­cen sobre sus cabalgaduras, sueñan con la cabeza caída sobre el peto, uno cree oír una música lejana, la música de su niñez en alguna aldea del Milanesado o de Cataluña, otro cree oír voces que lo llaman, la voz de su madre, la voz de su mujer o de su novia, alguien lanza un grito y des­pierta sobresaltado, pero el caballero no se detiene, no se vuelve a mirar quién gritó como si el grito fuera el de un pájaro en el bosque, sigue con los ojos abiertos fijos en la noche, la luna le lustra la armadura, el soldado que va de­trás de él, el que está más próximo al caballero, el que lle­va una bandera desflecada y quemada por la pólvora y que ahora pende sobre la grupa del caballo como una ro­ñosa gualdrapa, ese soldado, un mancebo rubio con la apariencia de un juglar, de pronto tiene un extraño pensa­miento, se le ha ocurrido que la armadura del caballero cabalga vacía, que el caballero desapareció y sólo queda la armadura como un muñeco de fierro, o tal vez la armadu­ra se posesionó del caballero, lo absorbió como una es­ponja a un líquido, le succionó la sangre, le trituró los hue­sos y ahora la armadura es una cáscara hueca sin la pulpa del caballero, esto lo imagina porque nunca vio al caballe­ro sino revestido de su armadura, porque del caballero no conoce sino esa armadura que sostiene una lanza, esos guardabrazos y guanteletes que señalan los nortes de la guerra, la borgoñota que aúlla y bajo la borgoñota una pe­lambre enmarañada, pero quizá la pelambre es una barba sin rostro, es el relleno de paja de la armadura, y esta idea, esta fantasía hace reír al soldado rubio porque piensa que tal vez ha transcurrido mucho tiempo desde que el caba­llero se disecó dentro de la armadura, mucho tiempo des­de que la armadura se vació del caballero y ellos no se die­ron cuenta, ellos, los soldados, han seguido tras la hueca armadura de batalla en batalla, desafiando a la Muerte porque creían que el caballero los defendía de la Muerte, y cuando el portaestandarte rubio ríe como sonámbulo o como borracho el caballero se yergue sobre la clavícula de los estribos y prorrumpe en una maldición, como si hu­biese adivinado de qué se ríe el portaestandarte y quisiera hacerle una broma y demostrarle que en el interior de la armadura sigue vivo, o reprenderlo por la fantasía que imaginó, así que el soldado rubio se encoge de miedo pero en seguida comprende que el caballero no se ha despabi­lado ni ha maldecido a causa de su risa sino porque los ár­boles del bosque, que hasta ese momento parecían ateri­dos bajo la luna como bajo la nevazón del invierno, re­pentinamente se cubren de flores y de frutos, quiero decir, aunque la metáfora es vieja y todos han adivinado, quiero decir que los árboles se han cubierto de esa floración que el calor de la guerra hace brotar durante las cuatro esta­ciones, en el buen tiempo y en el mal tiempo, en las co­marcas fértiles lo mismo que en las comarcas áridas, se han cubierto de esos frutos siempre en sazón, siempre ma­duros para la siega y la cosecha, quiero decir el enemigo, quiero decir los enemigos inextinguibles que nos aguar­dan pacientemente, tercamente, ocultos en la sombra, confundidos con la niebla y el humo, y entonces los jine­tes somnolientos se transforman en pero todo esto ya su­cedió, todo esto ya pasó y ahora el caballero regresa solo a su castillo, sin la mescolanza de hierros, de caballos y de hombres que lo escoltaba a través de su viaje por una pro­vincia de la guerra, ya dejó atrás todo ese estrépito, se des­prendió para siempre de los vivaques, de los saqueos, de las emboscadas, del hambre, del terror, del sueño, no con­serva de la guerra sino el caballo, la armadura, la lanza con la piel de zorro en un extremo para que la sangre no cho­rreara y le empapara la mano, conserva el olor a mugre y a sudor, los piojos, el sarpullido, el cansancio, la flacura, la vejez, y los recuerdos, los recuerdos, los recuerdos recor­tados del gran cuadro chillón de la guerra, aquel joven caído sobre la hierba, de cara al cielo, que hundía en un río, el Meno, el Tajo, el Arno, que hundía en un río indi­ferente las dos piernas hasta las rodillas y el agua, cuando pasaba junto al muchacho, le tomaba las piernas, se las maceraba y se las molía, se las llevaba río abajo convertidas en hilachas primero púrpuras, después rosáceas, des­pués grises y ocres, los diez patíbulos en una plaza negra y desierta y en cada patíbulo un ajusticiado, diez péndulos de lengua afuera que el viento hacía sonar, que el viento hacía doblar y el campanario daba siempre la misma hora fuera del tiempo, el anciano que se agachaba para defecar en el suelo helado y cubierto de nieve y que en seguida se desplomaba sobre una flor de sangre y de excremento, la rosa de la disentería, la torre altísima, cuadrada, de ladri­llos, y más lejos una fila de cipreses, y el chorro de pez ardiente que cayó desde las almenas de la torre, que cayó so­bre los caballeros vestidos con túnicas blancas y una cruz roja en el pecho, sobre los caballeros que eran todos finos y hermosos y un rato antes habían oído misa, la misa que ofició para ellos un arzobispo cuajado de pedrerías, y el cráter negro que abrió la pez hirviente, el agujero que hu­meaba y crepitaba como una sartén al fuego, él, el caballe­ro, percibió un perfume dulzón, un aroma de fritura y de trapo quemado, sintió sobre la mano un escozor y vio que sobre la mano se le había posado un trocito de carne, un trocito de la carne de uno de aquellos caballeros que un rato antes oían misa y se encomendaban a Dios, porque esto había sido para él la guerra, aunque quizá para los re­yezuelos sería otra cosa, y otra cosa para los Papas y los Emperadores, un juego de ajedrez que jugarían a distan­cia, cada uno encerrado en una ciudad, en una fortaleza, en un palacio, hasta que, terminada la partida, saldrían el uno al encuentro del otro y se estrecharían las manos como buenos contrincantes y repartirían las comarcas donde los frutos ya habían sido segados y cosechados, pero ahora también el caballero saltó fuera del tablero de ajedrez de Papas y Emperadores, ahora el caballero vuelve a su castillo donde está su mujer, que él dejó joven y que espera encontrar tan joven como entonces, donde está la suntuosa mesa servida y el cálido lecho preparado, donde está el neblí que reposaba sobre su puño en las ma­ñanas de cacería, donde está el laúd que alguna vez tañó para cantar en una corte de Provenza o de Sicilia los rondeles de Cino da Pistoia, el castillo donde se despojará por fin de la armadura como de una costra seca, donde se qui­tará la borgoñota como una cabeza ajena que sólo sabía blasfemar y espiar la estela del bando contrario, el castillo donde los reyezuelos que él salvó de la ignominia de la de­rrota lo colmarán de honores, donde el Papa y el Empera­dor que movieron los trebejos del ajedrez de la guerra lo harán duque o conde palatino, hasta que, al doblar un re­codo del sendero, ve sobre la colina intacta su intacto cas­tillo, ve alrededor la campiña y a los campesinos doblados sobre la tierra, ve un perro, un perro doméstico, un perro vagabundo tal vez sin dueño, un perro que corretea entre las piedras y se detiene aquí y allá a oliscar el rastro de otros perros, y ante ese cuadro casi idílico del castillo, los labradores y el perro, el caballero piensa que así como a él se le escapan las verdaderas claves de la guerra, cuya po­sesión estará en manos de Papas y Emperadores y que los reyezuelos codiciarán rabiosamente, a estos campesinos doblados sobre los surcos les está negado conocer esa fae­na terrible de la guerra que en cambio él ha sobrellevado durante tanto tiempo, la guerra habrá sido para los campesinos una noticia difusa, un resplandor de incendio en el horizonte, el paso de las tropas por el camino, y en cuanto al perro, piensa el caballero, ni siquiera supo que había guerra, que había pillajes y matanzas, tratados ben­decidos por el Papa, un Emperador que hacía erguir las lanzas como falos, el perro habrá seguido comiendo, dur­miendo, apareándose con una perra e ignorando que allá lejos donde el caballero guerreaba las fronteras se desha­cían para rehacerse en un nuevo dibujo, el perro nunca sa­brá que un Vicario de Cristo era arrastrado por las calles, que un Emperador se hincaba, día y noche, desnudo ante una puerta que nunca se abría, no sabrá que la flor de la Cristiandad había hervido en pez y en aceite y que un campanario de ahorcados daba la hora en aquella plaza desierta y negra, porque para el perro el trueno de la gue­rra sería el mismo ruido pavoroso que el trueno de la tem­pestad, y si hubiese visto al damiselo de la guerra le habría ladrado como a un desconocido o le habría movido la cola si le caía simpático o le daba de comer, de modo que aho­ra el caballero siente el orgullo de ser un caballero, de ha­ber sido una de las piezas en el ajedrez de la guerra, de pertenecer a la Historia aunque su nombre no figure y sólo figuren los nombres de los Papas y de los Emperado­res y en letras más pequeñas los nombres de los reyezue­los, el caballero experimenta compasión por esos campe­sinos que no hacen la Historia, y una especie de estupor frente al perro contemporáneo de Papas y Emperadores que nunca se enterará de que ha habido Papas y Empera­dores, que no se enterará ni siquiera de que hubo caballe­ros, una especie de azoramiento frente al perro que viene a su encuentro como podría venir al encuentro de un campesino o del Emperador sin distinguir al uno del otro, que viene a su encuentro sin sospechar las catástrofes y las proezas que nimban la armadura del caballero, y siguien­do con este razonamiento, siguiendo con esta cadena de pensamientos que se inician en el perro, el caballero pien­sa que los últimos eslabones quizá no sean ni el Papa ni el Emperador, porque así como el perro ignora lo que saben los campesinos, así como los campesinos ignoran lo que sabe el caballero y así como el caballero ignora lo que sa­ben los reyezuelos y éstos lo que saben los Papas y Empe­radores, de la misma manera los Papas y Emperadores ig­norarán lo que sólo Dios sabe en su totalidad y en la per­fección de la verdad, y estas reflexiones, aplicadas a la guerra, este creer que también para Dios la guerra será otra cosa distinta de la que es para los Papas y Emperado­res, hace nacer en el caballero la esperanza de que, para Dios, la Historia incluirá el nombre del caballero, la espe­ranza de que si el Papa y el Emperador que dominan el juego de la guerra lo harán, a él, al caballero, duque o con­de en gracia de su heroísmo, Dios, que domina el juego de Papas y Emperadores, lo absolverá de las muertes, las vio­laciones y las rapiñas en gracia de su dolor, de su hambre y de su sueño y lo recibirá en el Paraíso, y esta esperanza provoca la sonrisa del caballero, esta esperanza lo recon­forta y lo compensa de todos los pasados males de la gue­rra, y justo en el momento en que la esperanza reconforta al caballero y lo hace sonreír, el perro, que venía corre­teando a su encuentro, se detiene como delante de una pared, clava las patas en el suelo, la piel se le eriza, entrea­bre el hocico, muestra los dientes y comienza a aullar lú­gubremente, pero el caballero atribuye esa actitud del pe­rro a una circunstancia baladí, la atribuye a que el perro no lo conoce, a que el perro se espanta del caballo, de la armadura, de la pica con la cola de zorro en un extremo, no hay que sorprenderse de que ese perro de campesinos se asuste frente a un caballero cubierto de hierro y a un ca­ballo adornado con testeras y petrales, de modo que el ca­ballero no da ninguna importancia a la actitud del perro, sigue avanzando por el camino rumbo a la colina en cuya cumbre se alza el castillo, las patas del caballo están a pun­to de aplastar al perro, el perro se hace a un lado de un sal­to y continúa aullando, continúa gimiendo y mostrando los dientes mientras el caballero ha vuelto a recordar a su mujer, su neblí y su laúd de amor y se olvida del perro, ya el perro ha quedado atrás como la guerra, y lo que el ca­ballero no conocerá jamás es que el perro ha olido alrede­dor de la armadura el tufo de la muerte y del infierno, pues el perro ya sabe lo que no sabe el caballero, ya sabe que en la ingle del caballero una buba ha empezado a des­tilar los jugos de la peste negra y que la Muerte y el Diablo aguardan al caballero al pie de la colina para llevárselo con ellos, porque si el caballero leyese lo que ahora escribo pensaría, siguiendo un orden análogo al de sus anteriores razonamientos aunque en sentido contrario, pensaría que así como el perro se ha detenido donde el caballero pasa de largo, así también los caballeros quizá se detengan don­de los Papas y los Emperadores pasan de largo, de modo que quizás éstos ignoren el heroísmo de aquellos y no los hagan duques ni condes palatinos, pensaría que la guerra de los caballeros es, para los Papas y los Emperadores, como el hedor de la Muerte y del Diablo que sólo los pe­rros husmean, y siempre dentro de este raciocinio el caba­llero pensaría que quizás los Papas y los Emperadores se detengan donde Dios pasa de largo, quizás jueguen un ajedrez que para Dios no cuenta, quiero decir que quizás Dios no mire, quizá Dios no vea ese tablero y el sacrificio de las piezas no sirva, delante de Dios, de nada y el caba­llero no sea absuelto de sus pecados ni admitido en el Pa­raíso, quiero decir que si el caballero razonase de esta manera pensaría que tal vez para Dios las realidades que atrapan a los hombres forman un tejido que no atrapa a Dios, al igual que el caballero ha atravesado, sin verla, la malla en que quedó atrapado el perro no obstante que la malla fue urdida para el caballero y no para el perro, no obstante que los ruegos, las esperanzas y el dolor de los hombres están trenzados para Dios, pero el caballero jamás leerá lo que ahora escribo y ya llega al pie de la co­lina, feliz con la esperanza de que su valor haya entreteji­do la red en la que caiga la mosca Papa, la mosca Empe­rador, feliz con la esperanza de que Papas y Emperado­res hayan entretejido la otra red en que caerá la mosca Dios, mientras allá abajo, en el camino, el perro que con­funde el trueno de la guerra con el trueno de la tormen­ta sigue y sigue entablando otra guerra en la que el caba­llero confunde el ladrido de la muerte con el ladrido de un perro.
Marco Denevi