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viernes, 17 de octubre de 2014

Caravaggio




Las investigaciones de Agnana

El asceta Agnana era muy viejo y muy sabio. Acurrucado, con los ojos cerrados, al pie de un árbol secular, en la linde del bosque del Himalaya, parecía un cadáver disecado; y en verdad que sólo un cuerpo humano yacía en aquel lugar. Su espíritu, acostumbrado desde mucho tiempo a la práctica de los sidhis (*), permanecía rara vez en la morada corporal y prefería generalmente utilizar los poderes de Lahima y de Garima, que le permitían recorrer los cielos, veloz como el rayo de luz, y obrar con toda libertad.
Precisamente aquella mañana, día de la luna nueva de Amavasai, el espíritu de Agnana se había propuesto, como tema de su habitual y cotidiana meditación, esta angustiosa e insoluble pregunta: Nuestro mundo, arrollado por la Ley inflexible de las causas y de los efectos, nuestro ser sometido al irresistible Karma, ¿adonde van? ¿Hacia qué meta sublime ascienden o hacia qué abismo se precipitan?
Después de haber meditado largamente, Agnana se da perfecta cuenta de que no puede él solo resolver tan trascendentes problemas. Su sabiduría es grande, sin embargo...; bastante grande para no descorazonarse.
Como solía hacerlo con frecuencia, mediante concentración intensa del pensamiento, forzó al espíritu a separarse de su cuerpo, abandonando éste como un vil harapo; así, libre e independiente, su ser verdadero fue llevado por la fuerza del deseo hasta el cielo de los Dewas. Allí Agnana se acercó al Raja Dewa, jefe de todos ellos, y le habló en la siguiente forma:
—¡Oh, gran Dewa!, mi inteligencia de hombre es ínfima; ínfima y débil comparada con la tuya. Hay una cuestión sobre la que estuve, meditando y que debo solucionar para vivir tranquilo, pues no he conseguido resolverla. Escúchame, oh gran Genio, dígnate atender mi ruego, dígnate iluminar mi frágil inteligencia y dime: Nuestro mundo, arrollado por la Ley inflexible de las causas y de los efectos, nuestro ser, sometido al irresistible Karma, ¿adónde van? ¿Hacia qué meta sublime ascienden o hacia qué abismo se precipitan? ¡Oh, gran Dewa, dígnate iluminarme!
—Venerable Agnana, me haces una pregunta muy extraña. Es cierto que soy sabio, más que ningún hombre y más que pueda serlo ningún otro Dewa, pero tengo que confesarte que no te puedo contestar. No, Agnana; no te puedo decir ni hacia qué meta sublime ascienden ni hacia qué abismo se precipitan nuestro mundo arrollado por la Ley inflexible de las causas y de los efectos, ni nuestro ser, sometido al irresistible Karma. Eso, Agnana, lo ignoro. No obstante deseo darte un consejo: ve al cielo de los Brahmas; estoy seguro de que alguno de aquellos seres sublimes no podrá por menos de darte la respuesta solicitada y contentar así tu corazón.
Agnana agradecido, se inclinó profundamente ante el Dewa, y mientras que su cuerpo yacía al pie del árbol secular en los límites del bosque del Himalaya, su espíritu, experto en todos los ejercicios de los sidhis, tendía el vuelo hacia el alto cielo de los Brahmas.
En cuanto alcanzó el lugar ultrasublime donde los Brahmas disfrutan de la felicidad eterna, quedó profundamente maravillado, porque el cuerpo de cada Brahma proyectaba en derredor suyo un resplandor tan vivo que ningún hombre habría podido contemplarlo con ojos humanos. Pero Agnana era un hombre avezado y docto en el camino de la Iniciación, tanto que apenas pertenecía ya a la raza de los hombres. Dejaba muy atrás en el camino a las débiles criaturas, lo mismo que en el mundo de la materia el corredor entrenado gana fácil ventaja sobre los corredores noveles. Los Brahmas, tendidos muellemente sobre blandos lechos, soñaban, soñaban..., como sólo los dioses libres de toda sustancia saben soñar. De vez en cuando, una diosa del cielo de los Dewas ofrecía a sus augustos labios una copa de brillante pedrería, donde bebían unos sorbos de Amritas, la bebida divina, el Agua de la Sabiduría...
Agnana acercóse a uno de ellos sin miedo y el Brahma, extrañado de la incomprensible audacia de este hombre mortal, posó sobre él su límpida mirada. El asceta se prosternó sin servilismo, porque era en todo momento correcto y sencillo.
—Gran dios —dijo—, augusto Brahma, mi inteligencia es ínfima y ciertamente que es grande mi audacia por atreverme a turbar tus fecundos pensamientos, pero hay una cuestión sobre la que he meditado, una cuestión que me es imprescindible resolver y que no he podido hacerlo. Fui al cielo de los Dewas, me he dirigido al Raja Dewa en persona. No me ha podido contestar. Me ha dado la seguridad, ¡oh, dios!, de que un Brahma, un ser poderoso como tú, podría iluminarme. Dígnate, pues, augusto Brahma, atender mi ruego y dime: Nuestro mundo, arrollado por la Ley inflexible de las causas y de los efectos; nuestro ser sometido al irresistible Karma, ¿adonde van? ¿Hacia qué meta sublime ascienden o hacia qué abismo se precipitan? ¡Oh, Brahma, dígnate contestarme!
Brahma frunció el entrecejo, bebió un sorbo del divino brebaje que una diosa maravillosamente bella le ofrecía prosternada a sus pies, consideró un instante con benevolencia aquel hermoso ser, y luego, vacilante, con sentimiento, respondió a Agnana:
—Venerable Agnana, no sé qué responderte: cierto que mi inteligencia es inmensa y supera con mucho a la de todos los Dewas; sin embargo, no te puedo decir hacia qué meta sublime ascienden o hacia qué abismo se precipitan nuestro mundo arrollado por la Ley inflexible de las causas y de los efectos y nuestro ser sometido al irresistible Karma. Esto, Agnana, hasta yo mismo lo ignoro y todos los otros Brahmas, mis augustos hermanos, lo ignoran también. Si tienes valentía y arrojo suficiente, ve a pedirle una respuesta a nuestro rey, el Gran Brahma. Él lo sabe todo. El Universo entero no tiene secretos para él. Lo que deseas saber, te lo ha de explicar, es decir, si se digna complacerte... Por más que eres afortunado, pues el Gran Maestro, que había ido hace varios días a explorar los cielos inferiores, está a punto de regresar entre nosotros para ocupar su sitio en el trono. ¿Ves esta luz en el Oriente, parecida al sol que nace? ¿Esta luz de oro y chispas azuladas? Es el aura grandiosa que a mil leguas de distancia rodea a nuestro gran rey y anuncia la llegada de su augusta persona.
El asceta, nacido dos veces, cuyo corazón era inaccesible al miedo, a la admiración, al asombro (que son pobres cosas humanas), esta vez, no obstante, contiene un grito de estupor; mas pronto recuperan sus sentidos el silencio y se esfuerza en mirar sin temblar la extraordinaria visión. En breves instantes el sol mismo se ha levantado en Oriente y en el centro del astro en llamas un ser divino avanza, deslizándose majestuosamente sobre las nubes. Todos los Brahmas se prosternan ante la aparición, que se acomoda sobre un trono de fuego situado al Occidente de los cielos.
Agnana, que se había prosternado, al igual que los Brahmas, se incorpora entonces y se dirige hacia el dios. Es un noble espectáculo, en verdad, considerar este arrojo humano, ver semejante pigmeo avanzar con paso tranquilo al encuentro del llameante coloso.
Al pie del trono, Agnana se vuelve a prosternar. Es tan pequeño, tan sombrío, perdido en aquel resplandor, que un Brahma tiene que llamar respetuosamente la atención del Maestro sobre él.
—¿Quién eres, hombrecito? —pregunta el gran dios; y su voz es como el trueno que, retumbando en el cielo de los Brahmas, se escucha hasta en los cielos inferiores, y que las gentes de la Tierra perciben como el estruendo de una tormenta lejana.
—¿Quién eres, hombrecito lleno de audacia, y qué quieres de mí? Tu valor es grande, en verdad, y merece recompensa; pide lo que quieras, que te he de atender.
—Señor, grande y soberbio señor — contestó Agnana —, lo que vengo a pedirte es poca cosa para ti, y para mí es de capital importancia. Si no consigo el conocimiento que estoy buscando, me veré detenido en el camino de la sabiduría. Dime, pues, sublime señor, venerado esplendor: Nuestro mundo, este mundo que Te dignas gobernar con Tu venia, este mundo arrollado por la Ley inflexible de las causas y de los efectos, nuestro ser sometido al irresistible Karma, ¿adonde van? ¿Hacia qué meta sublime ascienden o hacia qué abismo se precipitan? Tú que todo lo puedes y que todo lo sabes, ¡oh, gran Brahma, dígnate iluminarme!
El dios miró al hombre, dudó un instante y luego hizo rugir el trueno de su voz:
—Dices bien, frágil habitante de la Tierra; soy en verdad el Brahma, el Gran Brahma, el Rey, el Dueño indiscutible del Mundo. Soy el Gran Brahma, y mi ciencia es inmensa como yo. No hay en el universo secreto que yo ignore. Naturalmente que sé adonde va a terminar el hombre, ese pigmeo; es evidente que lo sé y has hecho bien en venir hacia mí. ¡Vamos, esclavos! Dad una copa a este buen hombre y que beba con nosotros antes de marchar a la Tierra. Su valor y su arrojo merecen este honor. Por cierto, ahora me acuerdo que olvidé inspeccionar la Escuela de los Dewas del Fuego, así que mientras se refresca el buen Agnana, voy a bajar a los cielos inferiores. No os olvidéis de enseñarle el camino para que pueda regresar a la Tierra..., el camino más corto, para que no se pierda.
A pesar de toda su sabiduría, Agnana se siente, por un momento, desconcertado; un sirviente Dewa aproxima ya a sus labios la perfumada copa, mientras que el Gran Brahma se levanta del trono. Pero el asceta recupera pronto su sangre fría y se atreve a elevar su débil voz al diapasón más agudo:
—Señor, señor —exclama—, ¿es que Te vas a marchar sin contestar a mi pregunta? Tú que todo lo sabes, ¿no vas a atender mi ruego? ¡Es tan fácil para Ti sacarme de dudas!
—¿Cómo, ínfimo mortal, te atreves a decir que no quiero responder a tu sencillísima pregunta? ¿No sabes que soy Brahma, el Gran Brahma, soberano de la Tierra y de los cielos? Conozco el más recóndito secreto. Nada hay más fácil que contestar a tu estúpida pregunta. Bebe, pues, el divino brebaje y déjame marchar donde me necesitan. Naturalmente que satisfaré tu curiosidad, sosiégate. Bebe primero, bueno y venerable Agnana.
Y el Gran Brahma dio algunos pasos para alejarse. Pero Agnana, empujando al Dewa, que quería a toda fuerza ofrecerle una rica copa de rutilantes pedrerías, en la que brillaba un maravilloso y límpido brebaje, Agnana, preso de la mayor desesperación al ver que la respuesta que desde tanto tiempo anhelara y que tan cerca tenía se le iba a escapar de repente, se asió a la túnica del gran dios gritando:
—Oh, Gran Brahma, dime antes de irte, dímelo, te lo suplico: Nuestro mundo arrollado por la Ley inflexible de los efectos y de las causas, nuestro ser sometido al irresistible Karma, ¿adonde van? ¿Hacia qué meta sublime ascienden o hacia qué abismo se precipitan? Gran Brahma, te lo suplico, dígnate contestarme. ¡Es tan fácil para ti que todo lo sabes!
El Brahma, cogiendo entonces a Agnana por la cintura, lo llevó rápidamente hacia uno de los extremos del cielo de los Brahmas. Allí, lejos de todos, murmuró en su oído algunas palabras; su voz era más ligera que el zumbido de la abeja en el aire soleado. Y he aquí lo que el Gran Brahma le dijo a Agnana:
—Oh, sabio, acabas de colocarme en un cruel apuro, porque, escucha bien, Agnana, te voy a decir la verdad: este mundo que gobierno, pero que se halla, no obstante, arrollado por la Ley inflexible de las causas y de los efectos, estos seres que me adoran como si yo pudiera modificar sus destinos, pero que se hallan sometidos al irresistible Karma, ignoro adonde van; no sé hacia qué meta o hacia qué abismo se precipitan. No, Agnana; no lo sé. Mas ¿cómo quieres que confiese mi ignorancia ante los Brahmas? Me obedecen porque creen que soy el dueño de los secretos que ellos ignoran. Mi ignorancia, pues, Agnana, no la puedo confesar, porque el poder de un dios consiste en parecer desear lo que no pudo impedir y parecer saber lo que en realidad ignora, ¿comprendes?
Y el Gran Brahma, sonriendo bondadosamente, se despidió de Agnana.

(*) Sidhis = prácticas yogi, que consisten en separar el alma del cuerpo.

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