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domingo, 5 de octubre de 2014

O esplendor da Presenza - Catedral de Lugo



LA CREACIÓN

El Todopoderoso había construido ya el universo, dispo­niendo con fantasiosa irregularidad las estrellas, las gala­xias, los planetas, las estrellas fugaces, y estaba contem­plando con cierta complacencia el espectáculo, cuando uno de sus innumerables proyectistas, el encargado de llevar a cabo la gran idea, se acercó a él con gran premura.
Se trataba del espíritu Odnom, uno de los más inteli­gentes y vivaces de la nouvelle vague de los ángeles (pero no vayan a pensar que tenía alas y llevaba una túnica blan­ca; pues éstas son sólo un invento de los pintores antiguos, que las consideraban muy prácticas desde el punto de vista decorativo).
-¿Deseas algo? -le preguntó el Creador, con bene­volencia.
-Sí, Señor -respondió el espíritu arquitecto-. An­tes de que des por finalizada esta admirable obra tuya y le des la bendición, quisiera mostrarte un pequeño proyecto en el que hemos trabajado un grupo de jóvenes. Un asunto de segunda categoría, un trabajillo de nada en compara­ción con todo el resto, una minucia, pero a nosotros nos parece interesante. -Y de una carpeta que llevaba con­sigo sacó un folio en el que aparecía dibujada una especie de esfera.
-Déjame ver -dijo el Todopoderoso, que, aunque por supuesto estaba ya al tanto de todo, fingía no saber nada del proyecto y simulaba interés con el fin de que sus mejo­res arquitectos se sintieran satisfechos. El dibujo era muy detallado y llevaba anotadas todas las medidas pertinentes.
-¿Qué es esto? -dijo el Gran Hacedor continuando con su diplomático fingimiento-. Parece un planeta más de los miles y miles que ya hemos construido. ¿Es realmente necesario hacer otro, y además de un tamaño tan modesto?
-En efecto, se trata de un pequeño planeta -confirmó el ángel arquitecto-, pero, a diferencia de los otros miles ya existentes, éste presenta unas características muy especiales.
Le explicó cómo habían pensado hacerla girar alrededor de una estrella a una distancia tal que pudiera recibir su calor, pero no demasiado; enumeró los materiales presupuestados, sus cantidades respectivas y su precio de coste. ¿Y todo, para qué? Según las premisas, en aquel minúsculo globo se produciría un fenómeno sumamente curioso e interesante: la vida.
Sobra decir que el Creador no necesitaba más explicaciones. Era mucho más astuto que todos los ángeles arquitectos, ángeles capataces y ángeles albañiles juntos. Sonrió. La idea de aquella bolita suspendida en la inmensidad del espacio con tantos seres naciendo, creciendo, fructificando, multiplicándose y muriendo en ella le parecía bastante ocurrente. Y seguro que lo era, porque si bien el proyecto lo habían elaborado el espíritu Odnom y sus socios, al fin y al cabo también provenía de Él, origen primero de todas las cosas.
En vista de la buena acogida, el ángel arquitecto se armó de valor y lanzó un agudo silbido, al que acudieron, rapidísimos, miles, ¡qué digo, miles!, cientos de miles, e incluso tal vez millones de otros espíritus.
Al ver aquello, el Creador al principio se asustó: mientras se tratara de un único peticionario, no había proble­ma, pero si cada uno de los espíritus debía someterle un proyecto particular con las explicaciones correspondientes, aquello se prolongaría durante siglos. Debido a su ex­traordinaria bondad, se dispuso, no obstante, a soportar la prueba. Los pelmazos son una plaga eterna. Se limitó, pues, a soltar un largo suspiro.
Odnom le tranquilizó. Toda aquella gente sólo eran dibujantes. El comité ejecutivo del nuevo planeta les había encargado proyectar las innumerables especies de seres vivos, vegetales y animales, necesarias para conseguir un buen resultado. Odnom y compañía no habían perdido el tiempo. No era un vago proyecto general, sino que lo ha­bían previsto todo, hasta los más mínimos detalles. Tampo­co había que descartar que, con el fruto de tanta diligencia, en su fuero interno pensaran poner al Sumo Regidor frente al hecho consumado. Pero no era necesario.
Lo que parecía que iba a ser un extenuante peregrinaje de postulantes se convirtió, pues, para el Creador, en una agradable y brillante velada. No sólo se complació en exa­minar, si no todos, al menos la mayoría de los dibujos de plantas y animales, sino que participó de buena gana en las discusiones que surgían a menudo entre los artífices.
Lógicamente, cada diseñador estaba ansioso por ver aprobado y quizá ensalzado su propio trabajo. La dispa­ridad de temperamentos era sintomática. Como en cual­quier otra parte del universo, estaba el inmenso grupo de los humildes que habían trabajado duro para crear la base, llamémosla así, de la naturaleza viviente; proyectistas, por lo general, de imaginación limitada pero técnica escru­pulosa, que habían dibujado uno a uno los microorganismos, los musgos, los líquenes, los insectos comunes y co­rrientes, los seres, en suma, menos espectaculares. Y luego estaban los genios, los jactanciosos, deseosos de brillar e impresionar, razón por la cual habían concebido las más extrañas, complicadas, fantásticas y a veces disparatadas criaturas. De hecho, algunas de ellas tuvieron que ser re­chazadas, como fue el caso de ciertos dragones con más de diez cabezas.
Los dibujos estaban hechos sobre un papel de lujo, a color y a tamaño natural, lo que situaba en condiciones de evidente inferioridad a los proyectistas de los organismos más pequeños. Los autores de bacterias, virus y similares pasaban casi inadvertidos, a pesar de su innegable mérito. Presentaban unos trocitos de papel del tamaño de un sello de correos con unos signos microscópicos que el ojo huma­no nunca hubiera podido percibir (pero el suyo sí). Estaba, entre otros, el inventor de los tardígrados, que se paseaba con un minúsculo cuaderno de bocetos del tamaño de los ojos de un insecto, pretendiendo que los demás apreciaran la gracia de esos futuros animalitos, cuyo perfil era vagamente parecido al de los oseznos, pero nadie le hacía caso. Por suerte, el Todopoderoso, al que no se le escapaba nada, le hizo un guiño que fue equiparable a un entusiasta apretón de manos, lo que le animó enormemente.
Hubo un fuerte altercado entre el proyectista del came­llo y el autor del proyecto del dromedario, pues cada uno de ellos pretendía haber sido el primero en tener la idea de la joroba, como si se tratara de un genial hallazgo. Tanto el ca­mello como el dromedario dejaron a los presentes más bien fríos; en general, fueron considerados de pésimo gusto. Fuera como fuese, pasaron el examen, aunque por los pelos.
La propuesta de los dinosaurios provocó una auténtica andanada de objeciones. Una aguerrida cuadrilla de espíritus ambiciosos realizó un desfile, llevando en unos enormes caballetes los gigantescos dibujos de aquellas poderosas criaturas. La exhibición, indiscutiblemente, produjo cier­ta sensación. Aun así, los formidables animales eran muy exagerados. Pese a su gran estatura y corpulencia, no era probable que duraran mucho tiempo. Para no amargar a los excelentes artistas, que habían puesto en ello todo su empeño, el Rey de la creación concedió, sin embargo, el exequátur.
Una sonora carcajada general acogió el dibujo del ele­fante. La longitud de su nariz parecía realmente excesiva, incluso grotesca. El inventor objetó que no se trataba de una nariz sino de un órgano muy especial, para el que pro­ponía el nombre de trompa. El vocablo gustó, hubo algu­nos aplausos aislados y el Todopoderoso sonrió. También el elefante pasó el examen.
La ballena, en cambio, tuvo un éxito inmediato e irre­sistible. Seis espíritus voladores sostenían el desmesurado tablero con el retrato del monstruo. A todos les resultó muy simpática y recibió una cálida ovación.
Pero ¿cómo recordar todos los episodios del interminable desfile? Entre los momentos cumbres de la velada pode­mos citar el de algunas grandes mariposas de vivos colores, la serpiente boa, la secuoya, el arqueopteris, el pavo real, el perro, la rosa y la pulga, personajes estos últimos a los que, de forma unánime, se les vaticinó un largo y brillante porvenir.
Mientras tanto, entre la multitud de espíritus que, ávi­dos de alabanzas, rodeaban al Todopoderoso, había uno que se le acercaba una y otra vez con un rollo de papel de­bajo del brazo; pelma, muy pelma. Es verdad que tenía una cara muy inteligente, pero era tan petulante... Abriéndose paso a codazos, había tratado de situarse en primera fila y de llamar la atención del Señor al menos en veinte ocasio­nes. Su altivez resultaba molesta a sus colegas, que le me­nospreciaban y le empujaban hacia atrás.
Pero él no se daba por vencido así como así. Erre que erre, consiguió finalmente llegar a los pies del Creador y, antes de que sus compañeros pudieran impedírselo, des­plegó el rollo de papel, ofreciendo a la divina mirada el fruto de su ingenio. Eran los dibujos de un animal con un aspecto francamente desagradable, repelente, que sin em­bargo impresionaba por lo diferente que era de todo lo que se había visto hasta entonces. Por una parte estaba re­presentado el macho y, por otra, la hembra. Como muchos otros animales, tenía cuatro extremidades, pero, a juzgar por los dibujos, sólo utilizaba dos para caminar. Algunos mechones de pelo aquí y allá, sobre todo en la cabeza, como una crin; los dos miembros superiores le colgaban a los la­dos de una forma ridícula. Su cara se asemejaba a la de los simios, que habían pasado con éxito el examen. Su figura no era ágil, armónica y compacta como la de los pájaros, los peces o los coleópteros, sino desgarbada, torpe y en cierto modo inacabada, como si el diseñador se hubiera desani­mado y cansado en el momento más inoportuno.
El Todopoderoso echó una ojeada a los dibujos.
-No se puede decir que sea bonito -observó, suavizando con un tono amable la dureza de la sentencia-, pero quizá tenga alguna utilidad especial.
-Sí, Señor -confirmó el pelmazo-. Se trata, modes­tia aparte, de una invención formidable. Éste es el hombre y ésta, la mujer. Independientemente del aspecto físico, que es discutible, lo admito, he tratado de hacerlos, de al­guna manera, perdona mi osadía, a tu imagen y semejanza, oh, Excelso. Será el único ser dotado de razón en toda la creación, el único que podrá darse cuenta de tu existencia, el único que te sabrá adorar. En tu honor erigirá templos grandiosos y librará guerras sangrientas.
-¡Ay, ay, ay! ¿Quieres decir que será un intelectual? -dijo el Todopoderoso-. Hazme caso, hijo mío. Manten­te alejado de los intelectuales. Por fortuna, hasta ahora el universo está libre de ellos. Y quiera el cielo que continúe así hasta el fin de los tiempos. No niego, muchacho, que tu invención sea ingeniosa. Pero ¿sabes decirme cuál sería el posible resultado? Quizá ese ser esté dotado de cualida­des excepcionales, pero, a juzgar por su aspecto, me da la impresión de que sería fuente de una enorme cantidad de problemas. En una palabra, me complace tu arrojo. Es más, me encantaría concederte una medalla. Pero no me pare­ce prudente aceptar tu proyecto. En cuanto se le diera un poco de cuerda, este tipo sería capaz, antes o después, de provocar una gran desgracia. No, no, olvidémoslo.
Y le despidió con un gesto paternal.
El inventor del hombre se fue con la cara muy larga, en medio de las sonrisitas de sus colegas. Quien tan alto apun­ta... Entonces se acercó el proyectista de los tetraónidos.
Fue una jornada memorable y feliz, como todos los gran­des momentos llenos de esperanza, de espera de las cosas bellas que seguramente llegarán pero todavía no existen; como todos los momentos inaugurales. La Tierra estaba a punto de nacer con sus maravillas buenas y crueles, sus dichas y afanes, el amor y la muerte. La escolopendra, la encina, la tenia, el águila, el icneumón, la gacela, el rodo­dendro. ¡El león!
El inoportuno seguía yendo y viniendo incansable con su carpeta. Y miraba una y otra vez hacia arriba, buscan­do en los ojos del Maestro un atisbo de arrepentimiento.
Otros, sin embargo, eran los temas preferidos de éste: hal­cones y paramecios, armadillos y tumbergias, estafilococos, ciclópidos e iguanodontes.
Hasta que llegó un momento en el que la Tierra es­tuvo llena de criaturas adorables y odiosas, dulces y sal­vajes, horrendas, insignificantes, bellísimas. Un murmullo de fermentos, pálpitos, gemidos, aullidos y cantos estaba a punto de nacer en los bosques y los mares. Anochecía. Una vez obtenido el visto bueno supremo, los dibujantes, satisfechos, se habían ido cada uno por su lado. Cansado, el Altísimo se quedó solo en la inmensidad, que comenzaba a poblarse de estrellas.
Ya estaba a punto de quedarse plácidamente dormido cuando sintió que alguien le tiraba con suavidad del man­to. Abrió los ojos, miró hacia abajo y vio que el inoportuno volvía a la carga: había sacado de nuevo su dibujo y le mi­raba implorante. ¡El hombre! Qué idea tan descabellada, qué peligroso capricho. Pero en el fondo, qué juego tan fascinante, qué terrible tentación. Después de todo, quizá valiera la pena. Además, en época de creación, era legítimo ser optimista.
-Trae acá -dijo el Todopoderoso, asiendo el fatal pro­yecto. Y estampó su firma.
Dino Buzzati

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