Yo
ya era un hombre de edad madura -vivía a la sazón en San José de Costa Rica-
cuando un día mi hermano Alejo, que hacía algunos meses compartía conmigo la
misma habitación, partió a seguir su errátil existencia en lejanos países, y me
dejó como donación sus muebles y su biblioteca.
Ávidamente
inventarié mis nuevos tesoros. Los dividí en tres clases de volúmenes: los que
estaba decidido a leer inmediatamente, lo más pronto que me fuera posible, los
que me ofrecían menos interés, y, por último, los que acaso no leería nunca.
¡Ah, pero me olvidé de mencionar una cuarta división, aunque es precisamente la
que motiva esta historia! Y me olvidé de mencionarla porque sólo estuvo
compuesta por dos volúmenes, que me parecieron, apenas hojeados, tan estúpidos,
que los arrojé sobre el techo del armario, con el mismo desprecio con que
hubiera arrojado un ejemplar de «El Oráculo Novísimo o Libro de los destinos».
Uno de estos volúmenes, el que más interesa en este relato, hubiera disculpado
mi despectiva acción a los ojos de cualquiera que se tomase la molestia de
volver sus páginas durante breves minutos; en efecto, tenía figuras de
pantaclos, diagramas complicados que me dieron la impresión de la obra de un
charlatán. Como digo, lo arrojé sobre el techo de la librería, y no volví a
pensar más en él, por entonces.
La
noche del mismo día en que había hecho la interesada requisa de la biblioteca
de mi hermano, tuve que acompañar a unas amigas al cine. Llegamos breves
minutos antes de empezar la función al palco que nos correspondía. De pronto,
en la superficie de la pantalla, aún limpia, pues no había empezado a descorrerse
la cinta, ante mis ojos atónitos se dibujaron con caracteres nítidos, los
extraños pantaclos y diagramas del libro que unas horas antes me hiciera sentir
tanto desdén.
¡Yo
me hubiera explicado con facilidad aquellas alucinaciones! Mis estudios me
permitían darles cualquiera de esas explicaciones de que es tan pródiga la
ciencia moderna: memoria automática, subconsciencia que grabó en mis células
cerebrales las imágenes, apenas vistas, sin que yo me diese cuenta de ningún
esfuerzo. ¡Ah, pero es el caso...! que yo recordaba, recordaba... yo recordaba
mi pasado. Recordaba cosas que no me
habían acontecido en ninguno de los días de mis cuarenta años, transcurridos
desde que nací bajo mi actual nombre; recordaba existencias anteriores...
La
impresión de aquellos pantaclos fue tan intensa, que tomé una resolución, y no
pude resignarme a demorar su cumplimiento ni las pocas horas que duraría la
función teatral: pretexté un violento dolor de cabeza y, dejando abandonadas a
mis compañeras, corrí a mi casa, a devorar el libro misterioso. Subí nervioso
sobre una silla, lastimándome una mano en mi loca precipitación, alcancé el
volumen extraño, bajé rápido, y luego, con pasos veloces, como un ladrón que
huye con su presa, me trasladé a mi escritorio, y ya en él me encerré con
llave.
Dos
días, dos días con sus noches, es decir, durante cuarenta y ocho horas estuve
leyendo consecutivamente, sin comer, ni beber, ni dormir, las páginas
terribles; y mi vida cambió. Reaparecía en mí el ocultista que había vivido
ignorado durante cuarenta años, y que después, en la Indochina francesa, había
de encontrar a su maestro.
Y
el libro hablaba de otros libros. Había en él referencias a ejemplares
difíciles de obtener, citas de libros únicos. Yo tomé ávidamente nota detallada
de la fecha de sus ediciones, de sus autores, de todos los datos que pude
obtener en el volumen revelador que tenía entre manos; y luego, antes de que
terminara mi reclusión voluntaria, escribí largamente a mi hermano pidiéndole
los raros volúmenes, y permitiéndole ofrecer en cambio de ellos mi fortuna,
toda mi fortuna. No era muy larga la lista de los ejemplares codiciados, ocho o
nueve a lo sumo; pero como comprendía muy bien que podrían estar avalorados en
cantidades ingentes, hice un rápido recuento de toda la hacienda de que
disponía, y su total en dólares fue enviado como el máximum de lo que podía
emplearse en la adquisición que yo solicitaba hacer por medio de Alejo.
Terminaba mi carta con una apasionada deprecación en que exigía que el fraterno
cariño puesto a prueba, diera todo lo que pudiera dar como sacrificio ante las
aras de mi desmedido deseo. Solicitaba en mi mensaje tener respuesta por medio
de cable. Y veinte días después, desde París, donde a la sazón residía mi
hermano, me llegó el cable anhelado. Decía así:
Empresa difícil. Dedicaré tiempo
necesario a complacerte. Sólo buscaré en Europa, pues no puedo ir a la India ni
a China.
ALEJO
Seis
meses más tarde, un segundo mensaje cablegráfico, fechado esta vez en
Copenhague, me traía este texto:
Búsqueda Europa entera trájome aquí.
Tres libros únicos que encontré te van asegurados en cinco mil dólares. Acusa
recibo. Tuyo,
ALEJO
¡Ah,
con qué impaciencia transcurrieron desde entonces los días para mí! Un
itinerario exacto me hizo saber el menor tiempo en que podía recibir los
tesoros enviados por mi hermano. Pero este mínimum se venció sin que llegaran a
mis manos, y se venció un lapso mayor, y pasaron tantos meses sin recibir la
remisión deseadísima, que el más amplio de los plazos -donde estuviera prevista
la más larga travesía posible del vapor en que debían venir los tesoros
bibliográficos, y toda probable contingencia, salvo la de un naufragio-
transcurrió también sin traerme los objetos de mis deseos, y entonces,
desaliñado, fue mi ocurrir a la Dirección de Correos, a las oficinas de
vapores, y a mi propio hermano, en demanda de aclaraciones para el destino de
los misteriosos libros. En mi impaciencia llegué hasta demandar auxilio del
propio presidente de Costa Rica que puso a mi servicio -bibliófilo lleno de
pasión- toda su influencia de Jefe de Estado sin obtener más que escuetos datos
que se reducían a bien poca cosa, a hacerme saber que los raros ejemplares de
ediciones agotadas habían salido en el vapor «Alaska», el tres de septiembre;
que el vapor el veintisiete de noviembre del propio año, había tocado en
Puntarenas -puerto sobre el Pacífico de la pequeña república de Costa Rica, en
donde, como ya le dije anteriormente, entonces yo habitaba- sin dejar más en él
que una no muy grande carga de artículos de fantasía para una casa comercial de
San José, ciudad de mi residencia; y nada más...
Me
trasladé yo mismo a Puntarenas, me enseñaron los libros de la oficina de
aduanas; y vana fue mi pesquisa. Ya antes había estado en los almacenes de la
casa comercial a preguntar -recurso loco- si entre los fardos recibidos no
habían llegado, por casualidad, tres libros, cuyos títulos di; pero, ¿a qué
cansar con la narración de mi loca búsqueda? Basta, para el buen curso de mi
historia, con que haga saber que la casa aseguradora se negó a pagar el seguro
hasta que el «Alaska» regresara a Copenhague y que al regreso del barco se
entabló un largo juicio del que ni mi hermano ya de regreso a Costa Rica, ni
yo, pudimos darnos cuenta clara. Nunca supimos quién resultó responsable del
extravío. Y al fin, la sociedad aseguradora, ante el peligro de una publicidad
eficaz, que hubiera hecho gran daño a sus intereses, se vio obligada a
entregarnos los cinco mil dólares. Y nada más puedo agregar al respecto... Pero
los libros no aparecían por ninguna parte, y así pasó el tiempo, y habrían
transcurrido ya como dos años después de la vuelta de mi hermano a mi lado,
cuando, un día, en modesto paquete, sin estar asegurado ni certificado, llegó a
mi casa de San José un libro de mediano volumen. Lo saqué de las cubiertas que
lo protegían, pude leer su título y el nombre de su autor, y por poco caigo
desvanecido. El volumen era uno de los tres que al precio de una fortuna, había
podido obtener mi hermano de los ocho solicitados en mi carta. Al abrirlo, de
entre sus páginas cayó una epístola. Rompí el sobre con mano trémula y la leí.
He aquí su contenido:
Tres libros dirigidos a Puntarenas de
Costa Rica como puerto de desembarque y a usted como destinatario llegaron a
Puntarenas de Chile y a mí. Como usted sabe, un libro no llega al que ha de
leerlo sino cuando ya éste se encuentre capacitado por su desarrollo espiritual
para recibir la dádiva de sabiduría y para poder entenderla y hacer uso de
ella. Hace dos años usted no reunía estas condiciones respecto al volumen que
hoy le envío. En cambio yo, por ese tiempo, tenía suma urgencia de las tres
mencionadas fuentes de conocimiento. Me dicen los Señores que en cuanto usted
deba recibir los otros dos volúmenes, llegarán infaliblemente a su poder. Son
de mucho más elevada ciencia, y de usted depende que su llegada se haga esperar
uno, dos o muchos años.
De usted afectísimo hermano,
JOSÉ PERALTA
Han
pasado doce años desde entonces y aún no han llegado a mis manos. Aunque mi
cabeza blanquea como la de un anciano, apenas empiezo a ser viejo, pero, óigalo
bien: he perdido toda esperanza de que lleguen a mí en esta existencia.
Puntarenas
de Chile es el puerto más austral del continente. Más tarde averigüé que el que
firmaba la carta era un simple factor en la pequeña población marítima; el
único libro recibido de los ocho con que soñó mi codicia ha colmado plenamente
estos doce años de mi vida.
Rafael Arévalo Martínez
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