Teoría de Lola
En la mañana neutra, en el hogar bombardeado de silencio y dudas matinales, entre la hoguera blanca del lecho y el farallón triste de los libros, el cuerpo desnudo de Lola, como una organización de manzanas, como un sistema femenino conseguido mediante la programación coherente de una cosecha, con músculos como melocotones dóciles al movimiento del brazo, de la pierna. Lola va, viene, se hace café, entra en la cocina, sale de la cocina, abre el grifo del baño, cierra el grifo del baño, se prepara una ducha, se prepara una tostada, enciende un cigarrillo, lo fuma con amargura, no se lo quita de la boca porque tiene las manos ocupadas, guiña un ojo por el humo, y en el ojo guiñado se le concentra una porción de noche, de sueño, de mal sueño (mucho whisky anoche, y me acosté muy tarde, qué cabronada).
Antes o después del café, mientras el gas arde en la cocina como una llama en el bosque o un espíritu en la nada, el Che mira desde su póster el desnudo de Lola y ya el agua de la ducha viste su cuerpo de espléndidas desnudeces, desnuda su cuerpo con lamés de oro, plata, rosa y blanco. Una cabeza maya, de un extraño salmantino, de una aldeanía tosca y grácil, dura y culta, un cuerpo de cuello más gracioso que largo, toda la elasticidad de los hombros, toda la rebeldía no fatigada de los senos, toda la alfarería girante y melódica del vientre y las caderas y las nalgas, el adobe estilizado de los muslos, el agua corriendo entre vegetaciones adolescentes –ay adolescentes– hasta los pies desnudos, seguros, bien hechos, recortados, de oro.
Pero el tipo estuvo pesado anoche en el club. Primero tenía un vago prestigio varonil que le conferían las llamas de las velas, el acento recién llegado, la novedad de la camisa. Un cielo de camisa, Peter, le decía el unisexual del grupo.
El club. El funeral mundano de las velas, la liturgia dorada de la música, la palidez trasnochada del terciopelo rojo. Y ese descubrimiento masculino de cada noche. O el café lleno de mujeres desnudas y mendigos. O las tabernas de una bohemia tardía, con muchos ciegos jugando al dominó a tientas y muchas viejas actrices cenando la sopa envenenada del desempleo. A medianoche, al tipo se le había acabado todo. El interés, la conversación, el apresto de la camisa y la novedad de la voz. A medianoche, al tipo sólo le quedaba una mera necesidad de hacer el amor, una necesidad casi mingitoria, vil, pequeña, filosófica.
Una cosa de urinario más que de novela.
Lola se ponía cualquier cosa para desayunar, antes de vestirse. Y para esto tanto whisky, tanta conversación, tanto sueño, tantas horas, tanta coña. El barrio despertaba como un cuerpo popular y a medio vestir. La casa despertaba como una cárcel alegre y vulgar. La ciudad despertaba como una estación de tren donde todos los trenes quisieran partir al tiempo, en direcciones contrapuestas y sin conductor.
Lola fumaba, tomaba café, miraba los libros, los cuadros, las fotos, las paredes, el periódico de la noche anterior, una revista, el teléfono, que nunca sonaba a aquella hora, y luego se vestía y se iba a la oficina. La oficina, el trayecto, el largo camino, entre las paralelas humanas, miles de paralelas, que avanzaban o retrocedían en la luz oriental amontonada contra las ventanillas. El compañero en el autocar o en el coche particular, la sonrisa, el tabaco, el saludo, el asedio del hombre desde muy temprano. Pero coño, si me quité un pelma de encima a las cuatro de la mañana, y ya empezamos otra vez a las ocho y media. Éstos es que no paran.
Claro que le gustaba. Esa pugna constante con el hombre, a ras de la mirada o de la piel o de las palabras o de los cuerpos. Un boxeo mental que obliga a mantenerse siempre en tensión, despierta, viva, beligerante. Los dos sexos no se conceden tregua. Es una guerra sin cuartel. Hubiera querido más naturalidad, menos alta comedia, pero así y todo la pugna era exaltante. Una gimnasia. No se puede bajar la guardia. O se baja dulcemente. Hombres, claro, algunos hombres, muchos hombres, los novios de provincias con su lujuria de portal, los hombres de Madrid con su cojear ideológico, por la vida, los hombres famosos con su sexo como un galardón, los hombres desconocidos con su dulce y pequeño amor desvalido, inseguro, los hombres, tan perdidos siempre en el cuerpo de la mujer, queriendo hacer una batalla de lo que debiera ser un minué. No aciertan nunca, los jodíos.
Y los compañeros, los compañeros de trabajo, llenos de mujeres, hijos, fines de semana, quinquenios, trienios, autoservicios, platos combinados, horas extraordinarias, plazos, letras, invitaciones, insinuaciones, confesiones, ¿vienes?, vamos, ¿vamos?, bueno, voy, tú y yo, ya sabes, tú y yo podríamos, sí, ya sé, ¿entonces?, entonces, no, y le acariciaba levemente la cara, la mejilla, el mentón hirsuto de barba nunca bien afeitada, cabezas flotantes, cuchillas recambiables, masaje floid para un afeitado fresco, pero nunca estaban del todo bien afeitados.
Entonces no o entonces sí. A lo mejor a uno le decía que sí. Era un gesto muy suyo, muy de ella, acariciarle el mentón al hombre, a un hombre, un momento, levemente, con su mano segura, pequeña, seca. Una ternura momentánea, no una ternura particular, sino su ternura general hacia el hombre, criatura áspera y desvalida, adversario agresivo y tan fácil de pacificar. No acariciaba a un hombre, a ese hombre. Acariciaba a toda la especie, a toda la raza, a todos los hombres.
Ni ella se daba cuenta. Sí, están ahí, existen, esa legión penetrante, traspasadora, fría y cálida de los hombres.
Pero luego, en la conversación, en el asedio, tan insistentes, tan iguales, tan hermanos de sí mismos. Lola, en la empresa, en la gran empresa, es una cabeza inclinada y una mano que escribe seguro y continuo bajo el rumor estelar de la informática bajo el zumbido einsteniano de la cibernética. Bobinas ruedan, circuitos viven, la inteligencia de la electricidad corre por los canales altos del tiempo, y, bajo el día desnatado de la fluorescencia, Lola es una melena corta que sólo mueve la brisa de la escritura, o una cabeza de pelo tenso que se inclina sobre el murmullo alfabético de la caligrafía. Y una mano segura, precisa, de una feminidad recortada y firme, que escribe y escribe, que ha escrito metáforas griegas entre las piedras solares de la cultura, que ha escrito cartas de amor bajo la sombra dura de cada tarde, que escribe ahora los idiomas desnudos de un futuro sin sangre.
Antes de que ella viniera y después de que ella se vaya, los motores siguen girando, las cintas corren siempre, sin parar, día y noche, la inteligencia de los números se alimenta a sí misma hasta el infinito del poder. Pero toda la corriente poderosa y afilada de la técnica pasa al costado de Lola casi sin rozarla, como un río de acero inteligente en el que ella nunca se bañara desnuda. Lola enciende un cigarrillo, pide un café, habla por teléfono y sigue escribiendo, escribiendo, escribiendo.
A la salida del trabajo, de vuelta a la ciudad, con el sol en los ojos, se va como hundiendo en el crepúsculo complicado y violento de Madrid. Arden hogueras de tiempo al fondo del mundo y Lola piensa en la hoguera total de la revolución, tiene sin saberlo la imagen grandiosa y autumnal de la sociedad a destruir, de la ciudad a incendiar en fuegos de purificación. Quizá la esperan reuniones, pactos, firmas, palabras, tabacos escondidos en interiores donde no da ese sol de limonada, quizá le espera el libro susurrante de las consignas o la voz oscura del compañero eficaz, sabedor, instructor, preciso, pero al que quizá le falta, sospecha ella, intuye, un poco de ironía, una punta de humor, un algo de distanciamiento.
–Sin un poco de cachondeo no vamos a ninguna parte.
Pero el movimiento general y metálico de la ciudad la lleva hacia los barrios de las boutiques, hacia las grandes calles de las pequeñas tiendas como puestas en el interior de un jarrón chino, o las enormes tiendas que tienen una ligazón de música como una escalera mecánica para ascender anónimamente a los cielos de la última moda. Lola tiene que comprar libros, ropa, regalos, algo, y ya está en la confusión de los espejos, en la diversidad de las tiendas, en el confesionario perfumado de los probadores, confesándose con su propio cuerpo, viéndose desnuda por zonas, poniéndose y quitándose cosas, probándose lencerías y pantalones. Estás más gorda, estás más delgada, estás buena, dicen los hombres que estás buena, se lo han dicho esta tarde como todas las tardes, con la mirada larga y la palabra corta, y va sintiéndose ya como ensalivada de lujuria, lubricada, despierta a su cuerpo, porque el cuerpo ha dormido, o casi, durante todo el día, mientras ella iba en automóvil, escribía, oía el rumor de las máquinas, de modo que ahora es cuando empieza a recobrar su cuerpo, flor sorda y malparada de la noche anterior, anémona densa de esta tarde, un semidesnudo bruñido por espejos de probador, deslizado por sedas y transparencias, sonreído por las dependientas, por la dependienta, por la triste dependienta de rostro un poco irregular, melena tonta y uñas rotas.
Lola vive un momento el mareo pueril de los grandes almacenes, la repetición de la propia imagen en mil reflejos, como un halago comercial al comprador, halago que nos hace únicos haciéndonos como maniquíes de pasta, halago que nos abulta de música, perfume, novedad y sonrisa, para que salgamos a la calle con un relleno rosa y cordial, con una tripa de plástico, gomaespuma y tervilor que sustituye por un momento al insustituible vacío de nuestra vida. Pero todo eso le cansa en seguida a Lola y se va a la calle habiendo comprado algo o sin haber comprado nada, y por un momento ha tenido el enfrentamiento interior con esa otra mujer, la dependienta, que es más o menos de su edad, pero que sin duda no sabe nada de nada y cree vivir en el mejor de los mundos posibles y trabajar en la mejor de las tiendas posibles, confortable de microsurco, última moda y aire acondicionado. Habría que explicarles tantas cosas, piensa, pero tampoco se va a poner demagógica consigo misma, y lo que se lleva en su interior es la imagen de sí misma, el semidesnudo del espejo, el dorado firme de los hombros.
Así que vuelve a casa.
A casa para merendar, darse una ducha, hacer unas llamadas, recibir unas llamadas, leer el periódico de la tarde, que ha comprado en la calle, preparar la salida de la noche. A casa para estar un rato sola, silenciosa, con la frente apoyada en la sombra y el recuerdo envolvente como una bata fría.
En el baño, otra vez desnuda, o en el lecho, semidesnuda, antes de cambiarse, se le abre lenta y totalmente el nardo secreto de la sabiduría, la botánica cálida del deseo, y se va deshojando a sí misma lentamente, sombríamente, como aprendiera aquel día, como la enseñó aquel hombre. ¿Pero tú nunca de niña? No, nunca. Pero mujer, si eso todas. Y el desdoblamiento sereno del ser en dos, de la mujer en hombre y mujer, se pauta como una furia creciente, como un anónimo invasor, como una prisa de océanos y lechos.
–¿Pero tú nunca, de niña?
–No, nunca.
–Pero mujer, si eso todas.
Así y así. Él se lo había explicado, en una lejana tarde verde y nublada. Así y así. No valía la pena o sí que valía la pena. En todo caso, era la prolongación de sí misma hasta donde hiciera falta, el empuñarse totalmente, como había querido hacerlo mediante el pensamiento, durante tantos años. Contenerse a sí misma en una idea. Qué difícil. De este modo sí se tomaba a sí misma, se exploraba, disponía de sí, hacía estallar una carga silenciosa en el arsenal de rencor que era su vida.
Fríamente, largamente, manipulando el recuerdo de su propio cuerpo gustado con ojos que procuraban ser los ojos de un hombre. Así miran ellos, así mira él. Deshojar la carne hasta el fin, hacerle dar al silencio del cuerpo su clamor más callado, encender en el frío de la mente la hoguera más heladora. Alguien habló del amor como de un crimen sin víctima. ¿Y esto? Una batalla sin contrario.
–¿Pero tú no, de pequeña?
Había huido de su niñez, ya cuando era niña. Había huido hacia la posesión mental de su vida y de su ser. Había ignorado duramente las revelaciones espontáneas y rosa de la vida. Quizás había querido llegar a todo con la cabeza antes que con el cuerpo.
No abandonarse, no perderse, saber siempre por dónde y por qué. Cuidado con los laberintos. Resuelto o sabido el laberinto del mundo, resulta que el cuerpo era el laberinto único, el propio cuerpo donde los hombres se perdían tocando la guitarra, leyendo un libro o cojeando interminablemente. Y donde ahora se perdía ella (tan clara, tan dominadora, tan sabedora, tan segura, tan insegura), asistiendo atónita al griterío hermético de la carne –que previamente había provocado–, no sabía ya si por entrar más en sí misma o por liberarse al fin en la pura pérdida. Huían músicas, descendían meses, sonaban silencios y Lola, deshecha en sí misma, pulsaba con su mano imparcial la lira sombría, manante y cálida que era su propio y desconocido cuerpo.
Francisco Umbral