Dos hombres, que caminaban sin
rumbo fijo recorriendo el mundo, se encontraron en el camino y decidieron
continuar desde entonces juntos su viaje. Antes de reanudar la marcha
convinieron en que un día se ocuparía el uno de proporcionar alimento para los
dos, y al siguiente, el otro.
De estos dos hombres, el uno
amaba la verdad por encima de todo. Jamás mentía; siempre decía la verdad. El
otro no era veraz en sus palabras; sólo decía lo que podía serle de provecho o
lo que gustaba a la gente.
Al terminar la primera jornada
de marcha, los dos hombres llegaron al lugar en que pensaban pasar la noche. El
mentiroso no dijo nada. El veraz, en cambio, habló mucho con el dueño de la
cabaña y con su familia. Sin suavizar las palabras, criticó al dueño porque la
cabaña destinada a los forasteros no estaba limpia, porque no habían sido
acogidos con más cordialidad y por otras muchas cosas que no le habían
agradado. Esto extrañó al dueño de la casa y a su familia.
El sol se había puesto. Había
oscurecido. En su cabaña, los forasteros oyeron cómo el dueño de la casa y los
suyos tomaban su cena y esperaron recibir la suya. Pero la espera fue vana:
nadie se presentó en la cabaña con la cena y debieron acostarse hambrientos.
A la mañana siguiente, los dos hombres continuaron su
viaje. El mentiroso dijo:
-Deja que hoy me ocupe yo de las cosas. Verás cómo no
nos acostamos hambrientos igual que ayer.
Cuando llegaron al lugar en que pensaban pasar la
noche, el mentiroso se presentó inmediatamente al rey para saludarle. Alardeó
ante él de ser un hombre ilustre y de poder hacer lo que nadie había visto
jamás. Pidió al rey que congregara inmediatamente al pueblo para comunicarle de
qué era capaz él, el mentiroso.
Cuando el pueblo estuvo reunido, el mentiroso charlatán
pronunció un discurso: era un honor para la ciudad que él hubiera llegado a
ella; el gran rey de tal y tal ciudad lo había hecho llamar para que él, el
hombre célebre, librase con sus milagros al rey y a sus súbditos de la
enfermedad y de todos los males. No solamente podía curar todas las
enfermedades -continuó el mentiroso-; también podía resucitar a los muertos.
No obstante, hoy era ya demasiado tarde y él estaba fatigado del largo viaje;
pero al día siguiente, muy temprano, se deberían reunir todos en el lugar donde
resucitaría a los muertos que habían sido enterrados el año precedente.
Y con esto, la asamblea se dispersó.
Apenas el mentiroso había regresado a su alojamiento,
el rey, por medio de un enviado secreto, le hizo advertir que podía resucitar a
los otros muertos, pero no a su predecesor, que había sido enterrado poco
tiempo antes. El motivo era sencillo: si el predecesor volvía a la vida, el rey
perdería el poder y el reino.
Y como en este mundo no faltan muertos en ninguna casa,
sea la del rey, sea la del más humilde de los súbditos, apenas se retiró el
enviado del soberano, apareció una mujer. Había perdido a su marido el año
anterior y con ello encontró la paz, pues la maltrataba continuamente. Se
había vuelto a casar la víspera; por eso pedía al ilustre forastero que
resucitase a los otros muertos, pero no a su marido.
Cuando la mujer se fue, se presentaron otros con la misma
súplica: que el poderoso forastero resucitase a los muertos de otros, pero no a
los suyos; entre otras razones, la que quizá menos confesaban era la de que
ellos habían entrado en posesión de la herencia de los muertos y si éstos
volvían a vivir, la situación resultaría enojosa.
Al llegar la noche, cada uno de los que querían dejar a su
muerto en la tumba envió a los forasteros grandes bandejas con alimentos
escogidos y buenas cantidades de dinero. Cuando los caminantes estuvieron
solos, el veraz reprendió al mentiroso por sus embustes, pues no era capaz de
resucitar a un muerto. El mentiroso respondió riendo:
-Ayer tuvimos que acostarnos con una buena ración de
hambre; hoy podríamos saciar el hambre de toda la ciudad con los abundantes
manjares que no podremos tocar.
La gente esperó la llegada del nuevo día con curiosidad. Cuando
todos estuvieron reunidos, el mentiroso se presentó y dijo que, en primer
lugar, quería resucitar al rey difunto, pues el rey era el primero del país y
le correspondía también en la resurrección.
Entonces el rey reinante se levantó: Su predecesor -dijo- había
reinado durante mucho tiempo; todas las gentes lo habían amado y le deseaban
el reposo. Por otra parte, el mismo difunto había dicho que él deseaba la muerte.
El forastero, por tanto, debía dejar al rey difunto, en su tumba y resucitar a
cualquier otra persona.
El mentiroso, dirigiéndose a la asamblea, dijo:
-Habéis oído lo que ha dicho el rey. Cuando el rey habla
siempre tiene razón. Por tanto, dejaré al rey en el reposo de su tumba y
resucitaré a otra persona.
Entonces el mentiroso se dirigió a la mujer que había
perdido a su marido el año anterior y quiso devolverlo a la vida. Pero la pobre
mujer se resistió y repitió ante la asamblea los mismos argumentos que había
hecho el día anterior al ilustre y poderoso forastero, aunque suavizados con
un poco más de amor a su querido difunto esposo, que después de una vida de
trabajos había llegado, por fin, al descanso que no se acaba.
El mentiroso accedió a las súplicas de la mujer, explicó a
la asamblea lo justas y razonables que eran y quiso resucitar a otro muerto,
luego a otro y otro. Pero los herederos, que ya le habían suplicado la víspera,
volvieron a insistir en su oposición con razonables argumentos.
Por fin, el mentiroso dijo:
-Como bien veis todos, puedo resucitar a los muertos,
pero los herederos prefieren que no lo haga. En vista de ello, dejaremos a
todos los muertos en sus tumbas.
La asamblea se alejó aliviada y el mentiroso se volvió
a su alojamiento, donde fue ricamente gratificado antes que continuase su viaje
con su compañero, el veraz.
Y mientras se alejaban de la ciudad de los muertos que
no resucitaron, el veraz pensaba: «Lo bueno es, sin duda, la verdad, no la
mentira; pero la culpa de que abunden mentirosos es, en gran medida, de los
hombres, que se creen con más facilidad las mentiras, que pagan caras, que las
verdades, por las que no tendrían que pagar nada.»
(Níger - En torno al fuego en las noches de África)