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lunes, 4 de mayo de 2020

Japón


Anales                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  26. Los hombres primitivos, al no tener aún inclinaciones perversas, vivían sin maldad ni crímenes, y por tanto sin penas ni castigos. Tampoco había necesidad de premios ya que la honradez se perseguía por natural predisposición; y como nada deseaban en contra de la costumbre, nada se les prohibía por medio del miedo. Pero después de que la igualdad empezó a olvidarse, y la ambición y la violencia se fueron imponiendo en lugar de la moderación y la vergüenza, surgieron las tiranías; y en muchos pueblos se afincaron para siempre. Hubo algunos que, inmediatamente o después de cansarse de reyes, prefirieron las leyes. Estas eran en un principio simples y acordes con las rudas mentes de aquellos hombres. La fama ha ensalzado sobre todo las de los cretenses, escritas por Minos, las de los espartanos, por Licurgo, y después las que Solón dictó a los atenienses, ya más elaboradas y numerosas. A nosotros Rómulo nos gobernó a su manera; después Numa vinculó al pueblo con los cultos y el derecho divino, Tulo y Anco introdujeron algunas disposiciones más. Pero fue Servio Tulio el principal promulgador de unas leyes que obligaban incluso a los reyes.                                                                                                                                                                                                                                        36. Acto seguido, se trajo a colación algo que andaba encubierto en las quejas secretas de muchos, a saber, que los peores ciudadanos tenían libertad para proferir calumnias y levantar envidia contra los buenos, siempre que estuvieran cogidos a una imagen del César. Hasta los libertos y los esclavos, aunque levantaran sus voces y sus manos contra su patrono o su dueño, infundían temor por sí mismos. Pues bien, el senador Gayo Cestio explicó que los príncipes son, sin duda, parecidos a los dioses, pero que los dioses no atienden más que a las preces justas de quienes les suplican y que nadie se refugia en el Capitolio o en otros templos de la Ciudad para servirse de ello como respaldo de sus crímenes. Las leyes, decía, quedaban abolidas y trastocadas del todo, cuando en el Foro, en el umbral de la Curia, Annia Rufila, a quien había condenado en juicio por fraude, lanzaba insultos y amenazas contra él, y él no se atrevía a invocar sus derechos a causa de la estatua del emperador que tenía enfrente. Otros alborotaban en torno suyo refiriendo casos no muy distintos y algunos otros más graves, y no cesaron de pedir a Druso que le impusiera un castigo ejemplar, hasta que éste, después de convocarla y de demostrarse su culpa, ordenó meterla en la cárcel.

Tácito

Romance del prisionero

Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
dele Dios mal galardón.

Anónimo