Aquel salón no era alegre. Los muebles sólidos y oscuros le daban un aspecto pesado y triste. Bajo la ventana estaba la mesa camilla con sus faldas de terciopelo y el tapete de ganchillo. Dos sillones orejeros hacían guardia uno a cada lado con sus correspondientes pañitos donde Juan reposaba la cabeza. El mueble repostero también era pesado, dentro de las vitrinas se veía la cristalería empañada por la falta de uso. Candelabros de plata y dos bandejas, de plata también, estaban colocadas estratégicamente desde hacía millones de años en el mismo sitio. Juan leía el periódico y Adela dejaba vagar la mirada por los retratos que colgaban de las paredes abarrotando la mesita baja y la estantería disputando el sitio a los libros. Fotos de boda y de primera comunión de distintas épocas, de sus hijas, de sus nietos. Se podían fechar sólo con ver los modelos que vestían. Y fotos de ellos. Y de sus padres. Adela hubiera querido cambiar esta decoración que le agobiaba. Aligerar los muebles, retirar cuadros, sobre todo aquel retrato de su suegro con unos bigotes imponentes y una mirada fija, inquisitorial, que la seguía por todas partes.
Encima de la mesa había un pez de cristal de colores que a ella le parecía especialmente horroroso. Sus ojos de globo azul también la seguían como los de su suegro. Cuantas veces, mientras limpiaba el polvo, había tenido la tentación de "dejárselo caer". Pero temía la reacción de Juan. Era un regalo de boda de su tío Pedro, el abogado, la gloria de la familia y hubiera podido tener consecuencias nefastas en su vida. Juan necesitaba que todo estuviera en su sitio, le daba seguridad tener un marco inamovible, cuando ella proponía algún cambio la miraba como si estuviera loca. Y ella daba vueltas con su mirada al salón-comedor y le parecía un lugar tan inmutable como su propia vida. Cuando entraba por la mañana y descorría las cortinas pensaba que no le extrañaría ver algún día salir de allí un fantasma, tal era la quietud intemporal que respiraba aquella estancia. El único signo con vida en aquel salón era un pujante ramo de margaritas que su hija le había traído por su cumpleaños y que desafiaba desde la mesa camilla el sombrío aspecto de aquella estancia.
-¿Me traes un vaso de agua? -demandó Juan, sin levantar los ojos del periódico.
Adela se levantó con esfuerzo. Sus articulaciones chirriaban como la vieja Singer cada vez que apretaba su pedal. Fue a la cocina, llenó un vaso de agua y se lo llevó. Volvió a sentarse en el sillón enfrente de él. No tenía ganas de leer, ni de hacer ganchillo. Hoy le había dado por repasar aquel salón tan fúnebre en el que se le estaba pasando la vida Y también le había dado por pensar por qué no metía en el trastero todos aquellos retratos, aquellos jarrones que odiaba, aquellos muebles imponentes, el pez... y se compraba unos muebles ligeros, claros, y disfrutaba de una decoración alegre y luminosa, como la que tenía su hija Rita. Allí, sólo de entrar se palpaba la alegría de vivir. En cambio, esta casa cortaba toda espontaneidad, volvía a la gente solemne, a los 5 minutos se agotaban las conversaciones, se helaban las sonrisas, las hijas consultaban el reloj y, de repente, todos tenían una prisa tremenda. A Adela no le extrañaba, solo ella era capaz de aguantar la vida en aquel mausoleo.
En realidad, además de la casa, era Juan quien cortaba toda espontaneidad. Sentado en su sillón, hierático, se parecía cada vez más al retrato de su padre: observaba en silencio, pero críticamente, a los demás que se revolvían incómodos en sus asientos y enfriaba las conversaciones hasta que las palabras, convertidas en granizo, ya no podían salir de la boca.
Su carácter siempre había sido así. Tenía dificultad para relacionarse con los demás y una impotencia absoluta para mostrar sus sentimientos. Adela ya no sabía si aquella tremenda seguridad en sí mismo lo que escondía era una inseguridad. Si su auto control era el que le impedía mostrar sus sentimientos o era que carecía de ellos. Cuando se casaron trabajaba en un banco, un empleo normal y corriente. Era un hombre bien preparado, honrado, íntegro y con una gran capacidad de trabajo. Era puntual, disciplinado e incorruptible. Y así, sin haberlo ni siquiera soñado, un día le nombraron director del Banco. Aquello para él fue tocar el cielo con las manos. Estrenó su cargo y extremó sus virtudes profesionales, porque entonces además de justo era severo, imparcial, pero rígido. Como además, en el trabajo estaba excluido mostrar el mundo de los sentimientos, se movió en ese campo como pez en el agua y su gestión resultó un éxito. Esto llenó su vida de tal manera que la familia pasó a ser una cosa secundaria. Transmitió a todos la importancia de su cargo y consiguió que lo veneraran como a una persona distinta, triunfadora, intocable, a cuyo servicio debían estar todos. Adela admiró sin reservas el triunfo profesional de su marido y se dedicó a hacerle la vida cómoda, apartó de su camino los problemas domésticos y familiares para que ninguna contrariedad interfiriera en la necesaria concentración y absoluta dedicación que su cargo requería. Tenían dos hijas, que crecieron a la sombra de aquel padre imponente, pero con la complicidad amante de su madre. Crecieron, se casaron, se fueron... y Adela y sus hijas se veían y llevaban una vida casi al margen de él, con el amparo de sus largas jornadas de trabajo en el banco.
Mientras Juan trabajó, Adela tenía su tiempo de libertad, hacía planes con sus hijas, iban de compras, a tomar un café... pero cuando se jubiló se encerró en casa y no quiso salir. Y eso le cambió totalmente la vida. El no quería aparecer ante los demás como un hombre ocioso. Toda su seguridad había descansado sobre la importancia, real o ficticia, de su cargo como director del banco. Lo había desempeñado con eficacia y absoluta entrega. Pero cuando cumplió la edad reglamentaria, nadie le pidió que se quedara un día más, ni que asesorara a su sucesor. Le ofrecieron una cena, alabanzas sin cuento, el clásico reloj de oro y lo mandaron a casa. El tenía su orgullo y no pensaba demostrar que los echaba en falta. Y se quedó en casa, aferrado a la idea de que se bastaba a sí mismo, aunque sin poder evitar sentir y transmitir una gran soledad. Porque ahora, cuando salía a la calle era consciente de que ya no llevaba puesto el traje "de director", el que le había dado la posición social, el respeto y posiblemente la envidia de los demás. Y se convirtió en un hombre sombrío, taciturno, empezó a despotricar de los políticos, de los jóvenes, de los viejos que iban a Torremolinos y de la sociedad entera. La gente no le gustaba y él no le gustaba a la gente.
Adela había tenido que amoldar su vida al nuevo estilo impuesto por él. La alegre libertad de que disfrutaba se acabó y ahora tenía que decir adonde iba y explicar a la vuelta por qué había tardado. Y la vida en común le empezó a pesar como una losa, la casa le pareció una prisión, en el ambiente había un espesor que sofocaba, porque ahora ella era la principal receptora del resentimiento de Juan contra el mundo. Y 50 años doblegando su voluntad, sus gustos, eran muchos años. Y ya no podía aguantar la férrea dictadura que Juan había impuesto y no pintar nada y no poder opinar y no verle nunca contento, hiciera lo que hiciera.
-Este bolígrafo no funciona. Estará agotado. ¿Tienes otro por ahí? -volvió a preguntar Juan que ahora estaba haciendo el crucigrama.
Adela suspiró y pensó en la Singer. Le encantaría que sus huesos rechinaran como su máquina de coser y que el ruido fuera audible para su marido para que se diera cuenta de lo que le costaba levantarse. Pero, por desgracia, el dolor no tenía sonido y no se podía demostrar. Se levantó otra vez y empezó a rebuscar por los cajones hasta encontrar un nuevo bolígrafo que le tendió a su marido. Que mal día tenía hoy, aburrida, conectó la televisión y recibió la voz metálica, descontenta, de Juan:
-Apaga esa tele, estoy con el crucigrama y no me dejas concentrar.
Adela apretó el botón que quitaba el sonido y miró lo que ocurría en la pantalla. Aparecían imágenes de casas, familias y gentes, jóvenes y de colores. Salían jardines y perros corriendo, niños preciosos abrazando a abuelas risueñas que llevaban trajes claros. Se miró a sí misma vestida de oscuro, miró su salón y lo encontró horrendo. Miró a su marido y lo encontró culpable. El mandaba en casa. Allí se hacía lo que él decía y ella diciendo amén. Ni se planteaba que las cosas pudieran ser de otra forma a como él las veía. ¿Cuántos años de vida le podían quedar? Echó cuentas lo que normalmente vivía ahora la gente. Juan lo primero que leía del periódico eran las esquelas, por si conocía a alguien. Enseguida la edad, para calcular lo que le quedaba. Así que... ¿8 años? ¿10? Como máximo. Y esos 10 años, los únicos, los últimos, ¿los iba a vivir igual? ¿Por qué había pensado que ya no era tiempo de reaccionar? Por la pantalla pasaban imágenes y más imágenes, rápidas. Explosiones, carreras, coches que se despeñaban, violencia... Adela se había quedado prendida en la pantalla sin ruido. Después de los anuncios de una película con muchos efectos especiales, vino un anuncio de leche con vacas pastando en un prado verde, idílico. El prado quedaba partido por un camino que serpenteaba y bajaba a un riachuelo alegre cuyas aguas saltaban entre las piedras. Adela deseó ardientemente estar allí, sentarse en la orilla y bañar en él sus pies. Desde la mesa, las margaritas la miraban incitantes. Maquinalmente, alargó la mano y cogió una margarita del búcaro. Con gesto concentrado, comenzó a deshojarla, sí, no, sí, no... Cuando sólo le quedó en la mano el tallo con su corazón amarillo, se levantó lentamente, con una tenue sonrisa bailando por su cara, asió con las dos manos el pez de cristal y lo estrelló contra la cabeza de su marido.
Cuando llegó Rita, asustada por la llamada de su madre, la encontró sentada tranquilamente, sin rastro de pesadumbre en el semblante. Su padre seguía en el sillón conmocionado por el golpe. Lo examinó y vio que era algo superficial. Le hizo una cura somera, le preparó una infusión, le dio un sedante y lo acompañó a la cama.
-Duerme un rato, papá. Esto no es nada -él la miraba estupefacto incapaz de articular una palabra ni comprender lo que había pasado.
Rita cerró tras de sí la puerta del dormitorio y se dirigió a su madre:
-Mamá, pero ¿por qué lo has hecho? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿es que habéis discutido?
-No. Eso lo hacen todos los días en la tele. Pero allí todo estalla, se rompe en mil pedazos, caen al suelo... allí sí que sale bien...
-Ay mamá, eso es ficción, efectos especiales. Tú no tienes fuerza, o el pez no era macizo, o papá tiene la cabeza muy dura...
Rita miró atentamente a su madre, primero le chispearon los ojos, luego le cosquilleó la nariz y al final estalló en una incontenible carcajada que movía arriba y abajo su flequillo rojo. Al final se tapó la boca con la mano y moviendo la cabeza le preguntó bajando la voz:
-Pero, ¿de verdad querías matarlo?
-No sé -contestó encogiéndose de hombros
Rita llamó a su hermana y le contó a grandes rasgos lo sucedido: "Ven a vigilar a papá que yo me llevo a mamá al psiquiatra". Hizo un par de llamadas a su trabajo y a Roberto, el psiquiatra hermano de su amiga, y cogió del brazo a su madre: "Vamos a ver a Roberto, mamá, y le cuentas por qué has hecho esto".
La sala de espera era pequeña y sólo había un hombre sentado. Tenía el rostro ceñudo, una expresión hosca y un tic nervioso que le hacía mover la cabeza hacia un lado, como si invitara a que se fueran con él. Adela lo miró con hostilidad: no le gustaba. Se acomodaron en dos butacas de una sala como todas las salas de espera: Con su mesita baja llena de revistas prehistóricas y su centro floral. Con sus cuadros de suaves paisajes y el hilo musical. Adela cogió una revista y empezó a ojearla. Venía una entrevista a una diputada de izquierdas que protestaba enérgicamente de que, después de tantos años de lucha, aún no se dieran a la mujer en nuestra sociedad la igualdad de derechos, la igualdad de oportunidades, la libertad de elegir. Que todavía imperara la discriminación de sexos, el machismo... y que en los hogares la dominación de la mujer siguiera siendo el pan de cada día. Adela cogió del brazo a su hija y en voz baja, señalando con el dedo lo que aseveraba aquella mujer, le dijo:
-Lo he hecho por esto.
Rita la miraba entre la incredulidad y el pasmo. Adela dejó la revista y miró con desagrado al hombre del tic nervioso que ahora movía también una pierna disparando el pie hacia fuera. Frunció el ceño y fijó su vista en el centro de flores posado sobre la mesa. Eran artificiales, pero muy bien imitadas y había una variedad de rosas, amapolas, clavelitos y, destacando entre todas, unas margaritas blancas, grandes, con una gran corola amarilla. Adela se fue directamente a ellas y cogió una, pero Rita, de un salto, se puso a su lado y se la quitó suavemente devolviéndola a su sitio, mientras le decía:
-Cuidado mamá. Pese a su angelical aspecto, las margaritas no son inocentes.
Carmen Angás Baches