La carta
En la orilla búlgara del Danubio, en las inmediaciones mismas del río, había cuarentena. Los atacados de cólera fallecidos eran recogidos diariamente al amanecer. Los transportaban en carros y los hacinaban en un recodo de la ribera, donde el cenagal enturbiaba las aguas que lamían la arena tórrida de la orilla. En el vacío, las colgantes ramas de los sauces parecían serpientes blancas de piel endurecida por el fango reseco que arrastraban los desbordamientos primaverales y quemaban la sequía. Así se marchitaban y amarilleaban sus escasas hojas. Quien podía agarrarse a las ramas de los sauces y saltar a la orilla tenía una vaga posibilidad de alcanzar alguna de las casas de las aldeas cercanas. Sus moradores eran, en su mayor parte, campesinos rumanos y búlgaros que no se vieron arrastrados por el éxodo. Allí contaban con mayores y menores cuidados que en la zona de cuarentena que era, desde luego, el lugar seguro de la muerte. Quien entraba allí, únicamente salía en el furgón que todas las mañanas conducía los cadáveres al hoyo enfangado de la orilla del Danubio. Las aguas del río, cuando se hinchaban con las lluvias de los Balcanes -una o dos veces a la semana- lavaban el lugar, dejando expuestos al sol primaveral cuerpos humanos mezclados con ramas; cuerpos desnudos, blancos como la cal, ya que a los muertos se les quitaba la ropa antes de echados a la fosa. También solía ocurrir que algunos fugitivos volvían atrás, dando la vuelta a la zona aislada, ya que los soldados encargados de la vigilancia y los enfermeros tenían orden de recoger a toda persona «sospechosa», para evitar la extensión de la epidemia.
Lo mismo le sucedió a mi bisabuelo.
Se llamaba Toader Airine Ignat pero, en realidad, se ignoraba su verdadero nombre. Allí nadie tenía nombre ni apellido, salvo los enfermeros y el doctor capitán, jefe de la zona de sanidad.
Volvió solo. Iba medio vestido. Había hecho la guerra con sus pantalones rústicos. Su cara y sus manos estaban manchadas de barro y arena blancuzca. Llevaba consigo una carta, guardada en el bolsillo de sus pantalones y, como nadie mostrara curiosidad en conocer su contenido, la había abierto tras haberse recuperado a sí mismo al dejar los cadáveres. Cuando se la entregaron, antes del último ataque, con bayoneta, en que participara, le dijeron que la misiva era para él. Incluso el cartero mostró conmiseración ante su perplejidad, indicándole con el dedo su propio nombre en el sobre: Toader Airine Ignat. Mi bisabuelo se extrañó. Sabía que nadie podía escribirle. Sus hijos eran pequeños y su mujer no sabía leer ni escribir. Luego pensó, antes de atacarle el cólera, de dónde podría proceder la carta, inquieto por las malas noticias que pudiera encerrar; como si en el sitio y circunstancias en que se hallaba hubiera todavía algo peor.
Un dolor agudo, como provocado por una guadaña, lo atravesó desde la cabeza hasta los pies, interrumpiendo el curso de sus pensamientos y haciéndole acurrucarse y olvidarse de todo. Se acomodó doblando sus rodillas hasta la barba, apretando la carta en las manos, como si alguien pudiera quitársela. Su deseo más íntimo fue no rugir. Los dolores le apretaban, desgarrando sus entrañas. Se metió los puños en el vientre y se encogió hasta dar literalmente con las rodillas en la boca, mientras con los dientes mordía sus carnes. Estaba espantado pensando que no podría eludir por más tiempo el emitir el grito que le traicionase. Si le oían, todo se acabaría. En seguida acudirían para echarle sobre los demás y llevarle al Danubio. Quizá se desmayase, ya que durante cierto tiempo no se dio cuenta de nada.
Más tarde sintió rumor de gentes en derredor. Tuvo el presentimiento de que lo cogían por las manos y los pies, lo arrollaban, lo colocaban con la cara hacia arriba y entonces hizo un gran esfuerzo, abrió los ojos y levantó el puño, que guardaba firme la carta, hacia el soldado que vislumbraba como entre la niebla.
-Querido: acabo de recibir una carta. No hubo nadie que pudiera leérmela. ¡Tenga piedad!
-¡Ay, Dios! -exclamó con espanto aquel hombre inclinado sobre él al mismo tiempo que retrocedía. (Era novato en aquel trabajo y todavía conservaba sus reflejos humanos.) -¡Mirad aquí a uno que vive! -gritó a sus compañeros-. Así se escapó de la muerte mi bisabuelo.
Sin embargo, no halló a nadie que supiera leer y la carta permaneció ileída. Cuando la encontró entre los cadáveres, en el Danubio, su primer impulso fue buscar el sobre en sus bolsillos. Debía proceder de su mujer, María -pensó- puesto que no podía ser otra persona la que le escribiera. Su regimiento estaba diezmado, no quedaba allí ninguno que le mandara cartas. Percibió una ligera niebla alrededor. Se levantó y marchó a tientas. Sintió algo olvidado desde hacía mucho: una gran añoranza por todo cuanto quedaba allende el río, sobre todo por ella. ¿Cómo había podido María escribirle y cómo pudo recorrer la carta tan larga distancia y encontrarla entre aquella multitud de soldados? ¿Por dónde y por cuántas manos había pasado? Finalmente se acordó de que en su aldea sólo el cura sabía leer y escribir... ¿Cómo había podido olvidar este detalle? El .maestro de la escuela había movilizado junto con los demás, sólo el cura quedaba... María fue a él y le suplicó, tal vez trabajara una jornada en sus campos para que le escribiese la misiva, y ahora estaría impaciente por recibir la respuesta.
Toader Airine Ignat tenía pues que solucionar un asunto urgente. Iba andando a través de un campo desierto, seco, parecido al de su pueblo en los veranos de sequía, blanqueado por el sol tórrido... Algunas veces caía. Arrastrándose sobre las manos y las rodillas, como cualquier animal terrestre, miraba sus manos negras, secas y como ajenas, ausentes de tacto. Miraba el sobre que tan pronto le parecía pesadísimo como le producía vértigo, o se volvía ligero, semejante a una pluma por lo que debía apretarlo fuertemente para que no volase de sus manos.
Una vez llegado a la zona de salubridad, buscó una abertura en la valla, se coló adentro y se escondió en una choza, sin verle nadie. Estaba preocupado porque no le hallasen los guardianes y le mandasen, quizá, al hoyo macabro.
Oyó los gritos y lamentos de los atacados por el cólera, pero hizo caso omiso. Pensaba insistentemente en quién pudiera leerle rápidamente la carta, mientras aun podía arrastrarse, y contestar al remitente. Así, empecinadamente, comenzó las alucinantes búsquedas por el campo.
Durante dos días no encontró a nadie. Al tercero, cuando caían las tinieblas, tuvo bruscamente la sensación insoportable de la inutilidad de sus esfuerzos. Tiró la carta, se mordió los puños, rompió en llanto y, luego, se arrastró dos pasos sobre los codos hasta la pared donde yacía el sobre. Lo abrió y escudriñó enloquecido la carta. Dio vueltas de un lado a otro a las dos hojas blancas llenas de líneas, cuyo significado no podía adivinar. Por fin, fijó su mirada en la palabra escrita al pie de la segunda hoja. Era corta, mayor que las demás, y terminó pensando: «Debe ser de María». Hizo un esfuerzo mental por separar cada letra de la palabra y, pronunciado sonido tras sonido, le salió la cuenta: M-A-R-I-A... ¡Eso era! ¡No cabía duda alguna! La emoción le dio vértigo. Intentó reconocer otras letras, por separado, también en las demás palabras. Todo resultaba confuso. Se imaginó cuánto podía escribirle su mujer acerca de los chicos, de las novedades del pueblo, de cómo marchaba su hacienda, pensó en lo que podría contestarle él a ella pero las líneas y las palabras ya no compaginaban: resultaban demasiadas o escasas.
Se dispuso a esperar la noche.
Cerca de medianoche debía salir la luna. Era precisamente lo que necesitaba. Se fue furtivamente hasta la barraca donde funcionaba la oficina y esperó en la oscuridad, pegado al muro. Hasta que se apagó la luz en el interior mientras veía al último enfermero marcharse a dormir.
Entró en la pieza, apoyándose con las manos en la pared; se dejó caer cerca de la primera mesa sobre la que, palpando suavemente con sus dedos para no derribar nada, descubrió una pluma y un tintero. Esperó la salida de la luna. Esperó tranquila y pacientemente, como toda persona que está haciendo el balance de su vida y no tiene ni por qué ni a qué apresurarse. Escuchó el canto de los grillos, sintió el silencio de la campiña, los lamentos que llegaban amortiguados y lejanos... Se acordó cómo había pegado una vez a uno de sus hijos, porque, cansado de las faenas, se había dormido bajo un árbol y el chico, que jugaba con una ruedecilla, la dejó escapar hacia él, despertándole. Sintió aquello. El chico no tenía la culpa. Estaba sin nada ni nadie para jugar y entonces...
Cuando salió la luna y sus débiles rayos cayeron sobre la mesa, mi bisabuelo se puso a trabajar. Destapó el tintero, rompió una hoja inmaculadamente blanca del registro, puso al lado, sobre la mesa, la carta de María y, cogiendo la pluma como pudo, empezó a copiar, mejor dicho, a dibujar, letra por letra, todo lo que estaba allí escrito.
Trabajó toda la noche y al alba volvió a la barraca.
Dobló su carta como la otra, la metió en el sobre que llevaba las señas de María y las suyas y, una vez cumplida la tarea, se puso en cuclillas, contraído, con los puños crispados y atormentado por los guadañazos en el vientre. Poco a poco se acurrucó por completo, mordiéndose las rodillas y se derrumbó sobre el suelo. Permaneció así hasta la llegada de los enfermeros encargados de la inspección matutina. Cuando les sintió a su lado, tendió la mano con su carta y alguien se la cogió. Luego sintió que le llevaban a él mismo, cogiéndole de las manos y las piernas, lanzándolo hacia arriba.
María recibió la carta y se fue corriendo al sacerdote.
Cuando aquél se puso a hacer el signo de la cruz por la sorpresa que le causaban aquellos garrapateos totalmente indescifrables, la mujer prorrumpió en llanto, se inclinó, le besó la mano y murmuró feliz, entre suspiros:
-Esto quiere decir que vive, padre... ¡Vive! ¡Esto es la prueba de que vive!...
Alecu Ivan Ghilia