El hombre verde
En la calle, donde me había detenido, aquel pobre muchacho, exaltado y nervioso, me contó la siguiente extraña historia, según me dijo «porque las espaldas de un solo corazón no podían con tanta pena».
Habló así:
-Estaba sentado en una de las bancas que se encuentran en nuestro Parque Central, cabe la estatua de Colón, donde había llegado, como siempre, vagabundo y ocioso, cuando se aproximó la desconocida, acompañada de otra mujer. Se sentaron en una banca cercana.
Permanecimos los tres algunos momentos en silencio, contemplándonos furtivamente, hasta que la desconocida habló, dirigiéndose a su amiga en voz queda, pero que oí distintamente, al mismo tiempo que con sobrio movimiento me señalaba con el dedo:
-Mira: el hombre verde...
Y hasta entonces no me fijé en que merecía esta denominación. En efecto, usted sabe que desde que me conoce me toco de verde: verde era mi traje, de un verde oscuro; de un verde más claro mi sombrero; verde mi corbata; mis zapatos, aunque amarillos, estaban a tono. Debo llamarle la atención sobre que mis ojos también son verdes.
Dos o tres veces más sin previo acuerdo, pero con tanta exactitud como si acudiéramos a una cita, nos encontramos la desconocida y yo a la misma hora de la tarde y al pie de la estatua de Colón.
A la semana siguiente, transitaba yo por una calle de la ciudad cuando se me acercó un chiquillo y me entregó un sobre abierto. No sé decirle por qué me estremecí violentamente cuando leí en el sobre escrito: «Para el hombre verde».
Me daban una cita en una casa que a pesar de mi escaso conocimiento de esta ciudad, a donde llegué hace poco tiempo, comprendí que quedaba en los suburbios. Firmaba únicamente Alicia, pero no era posible equivocarse. Alicia era la dama del Parque Central. Por lo demás, el texto no podía ser más lacónico: -«Necesito hablarle de toda necesidad hoy a las dos de la tarde, en la casa N.° X de tal calle».
Excuso decirle que concurrí. La casa quedaba, como había previsto, en los alrededores de la ciudad. Era casi una casa de campo y a ella conducía una avenida de cipreses.
-¿Una señora que se llama Alicia?
-Sí; aquí es.
La pizpireta sirvienta me miró con curiosidad y agregó sin pedirme que dijese mi nombre:
-Hace un rato que lo está esperando. Pase usted.
Entré a la habitación a que me condujeron. Casi estaba desnuda de muebles. En un ángulo había una pequeña mesita y en ella cigarrillos, y a lo largo de una pared un cómodo diván; y nada más, ni una silla siquiera. En el diván me esperaba la dueña de la casa, semitendida.
¿Quiere que se la retrate? Para qué. Todo huelga aquí. Por la historia usted comprenderá que su heroína no podía ser vieja ni fea. Sin necesidad de que se la describa puede usted imaginarse la indumentaria de mujeres de esta clase.
En el medio de la habitación, con el sombrero en la mano y sin hablar ni escuchar ninguna palabra, permanecí, sin exageración, como veinte minutos. Al fin Alicia habló. Y fíjese usted en todas y cada una de sus frases porque ellas se la darán a conocer mejor de lo que podría mi discurso.
-¿En qué te ocupas?
-En nada, le contesté cínicamente.
-¿Cómo que eres medio poeta?
-Sí; es cierto.
Mis contestaciones parecían agradarle sobremanera. La complacía aquella fácil presa codiciada por su sensualidad: un adolescente ocioso y, hay que agregarlo, vicioso, que además hacía versos. Por eso su voz revelaba contento e interés cuando agregó:
-¿Entonces se puede decir de ti que eres un bohemio?
-Sí.
Después un largo silencio como de media hora. Aquella mujer me acechaba, acostada cómodamente y con los ojos semicerrados a veces. Me cansé de estar de pie y, fatalmente -no había ningún asiento en la habitación- y con lo que no puedo llamar osadía porque se caía de su peso -todo estaba calculado- me fui a sentar a los pies del diván. Pero tengo que confesarle que aunque yo no soy un colegial el lujo y la clase de aquel temible huésped me intimidaba y mis movimientos tuvieron la brusquedad del que necesita apelar a todo su valor para salir de una posición embarazosa.
Se sonrió al verme sentarme a su lado, y medio se incorporó murmurando, mientras me tomaba las manos:
-¡Vaya! Al fin.
Excuso contarle lo que siguió. Sólo tengo que decirle una cosa terrible: aquella mujer estaba loca. ¡Era sádica! Y ahora tengo que descubrirle algo que se le ha ocultado, a pesar de nuestras frecuentes relaciones: con Alicia fuimos tal para cual: chocaron el hacha y la piedra. ¡Porque yo también soy sádico!
Yo entonces acudía a casa de usted a leerle mis versos con una especie de rabia, porque usted siempre los encontraba malos y me lo decía sin rebozo. Y esto era precisamente lo que me hacía visitarlo: la verdad de sus palabras en que no había ni temor ni envidia. Ahora comprenderá usted porque me vio de pronto vestirme bien y alhajarme. ¡De qué angustiosa manera pagaba aquellas dádivas!
Pero ahora llega lo terrible: lo que hace quince días me hace perecer de espanto. Hace ese tiempo que le señalo, como medio mes, que llegué por la vez última a la casa de Alicia. -No puedo, no podré volver nunca. Empezaba a obscurecer. Había traspuesto la puerta de la verja que cierra la propiedad y ya casi llegaba a su casa de habitación cuando de pronto vi dos puntos brillantes, dos ojos luminosos que se fijaban en los míos y a muy corta distancia, y me alucinaban, al mismo tiempo que dos manos invisibles me oprimían el cerebelo de una manera dolorosa. Caí desvanecido bajo los cipreses.
El suave contacto de una mano húmeda y tibia en mis manos y un olor a éter, a alcohol y al perfume de Alicia, por mí muy conocido, fue lo primero que sentí al recobrar el conocimiento. Alicia me acariciaba con ternura.
Cuando le conté lo que me había pasado me oyó con ojos muy abiertos y a medida que avanzaba mi corta relación un terror cada vez más vivo hacía estremecer sus miembros. Cuando concluí, se cubrió los ojos con las manos y se dejó caer murmurando con indefinible espanto:
-¡Es ella! ¡Es ella!
Arévalo Martínez, Rafael