Y ante el vacío que
avanzaba hacia él a medida que su sangre se escapaba, buscó una razón para
haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptación de su nada, y
de pronto, como un golpe de sangre más que le subiera, el recuerdo de Ana la
Cretense le fue llenando de sentido toda la historia de su vida sobre la
tierra. El delicado tejido azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirse
de las pupilas con asombro y ternura, un suave ceñirse a su piel para velar su
sueño, las dos respiraciones jadeando entre tantas noches, como un mar palpitando
eternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos firmes y sus uñas en forma
de almendra, su manera de escucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra
suya, se alzaron para decirle al Estratega que su vida no había sido en vano,
que nada podemos pedir, a no ser la secreta armonía que
nos une pasajeramente con ese gran misterio de los otros seres y nos permite
andar acompañados una parte del camino. La armonía perdurable de un
cuerpo y, a través de ella, el solitario grito de otro ser que ha buscado
comunicarse con quien ama y lo ha logrado, así sea imperfecta y vagamente, le
bastaron para entrar en la muerte con una gran dicha que se confundía con la
sangre manando a borbotones.
Para María Rosa Bordón, de Javier.