La boda
Cuando
abrió los ojos faltaba todavía media hora para que sonase el despertador. Se
mantuvo a la espera, con cierta impaciencia que fue derivando en un amago de
ansiedad. Conforme aguardaba a que las saetas marcaran las ocho de la mañana
pensó en el viejo despertador, alto, ventrudo, coronado por la campanilla de
alarma y cuyos números grandotes parecían mirar con descaro desde su esfera de
luna llena. Alargó el brazo y paró la melodía que, en su preciso momento,
surgía del nuevo modelo, achatado, de oscura baquelita. Salió de la cama,
entreabrió el balcón y al instante subieron voces en rebote, pasos acelerados y
el rodar de los primeros coches. Era otoño; sonrió al decirse que todos los
veinte de octubre caían en otoño, ya con su luz cansada, ya con los plátanos de
la calle deshaciéndose de sus hojas que amarilleaban. Mientras amontonaba sobre
una silla la ropa de la cama oyó el taconeo de la vecina de arriba y le aturdió
la campana del convento que llamaba a misa de ocho y media. Antes de ducharse
entró en el dormitorio que había sido de su madre. Encima de la cama, tal como
lo había dejado la víspera —¿quién iba a tocarlo si vivía solo?—, estaba el
traje azul marino, la camisa blanca, la corbata de seda y, a los pies, los zapatos
con olor a nuevo. Todo como en oferta de escaparate, ordenado con su mejor
traza, dispuesto a estrenarlo esa misma mañana, a las diez en punto, con Irene
a su lado, en la iglesia de San Pedro. Porque los años habían dejado un poso
desazonado, pero la esperanza persistía.
—No
te distraigas, hijo, que pronto darán las nueve.
La
voz llegaba de lejos, como enredada entre neblina, fiel aunque débil en su leve
tono ronco. Les vendría a buscar un coche, no por la distancia hasta la
iglesia, que era un corto paseo, sino porque la ceremonia imponía sus normas
sociales. Desayunó lo mismo que aquel día: galletas en el café con leche y una
jícara de chocolate. Luego, de nuevo en su cuarto, abrió el armario y sacó una
cartulina que llevaba impreso el menú del banquete a celebrar en el hotel Los
Pinos, céntrico, de justa fama por su cocina y trato; releyó la lista de
invitados escrita por su propia mano en un pliego de papel de barba. En un
ángulo su madre había añadido tres nombres y el dibujo de un largo tallo con
una rosa explosiva y dos pimpollos. Olía a rancio y a olvido. Anuló mentalmente
de la lista los nombres de los fallecidos y sintió un pellizco de tristeza, esa
desgana que trae la nostalgia. Se vistió con lentitud, como si razonara cada
movimiento, cada gesto, ajeno a lo que hacía, vivo su recuerdo en la plenitud
de una mañana semejante, también de otoño, también de octubre.
—Quiera
Dios que aciertes, hijo.
—¿Y
por qué no iba a acertar?
—Por
nada. Solo lo digo.
—Pues
no lo repitas. Me hace daño.
De
nuevo los miedos, menudos, insistentes, que la ignorancia alimentaba. Irene
había llegado dos años antes, nadie le conocía familia ni amigos, aunque ella
hablaba en ocasiones de un padrastro y dos sobrinos. Callada, amable, muy
metida hacia dentro, encontró trabajo de administrativa en una empresa de
maquinaria agrícola, alquiló un piso y vivía sola una discreta existencia. No
se la vio con ningún hombre, pero hubo varios que la rondaban indecisos. Sin
ser guapa, sus rasgos tenían un raro atractivo y su esbelta figura caminaba con
una dignidad que imantaba a su paso.
Ya
mudado, Javier se aprobó en el alto espejo que ocupaba el centro del armario:
en nada desmerecía a la ocasión que celebraba, salvo sus ojos que no tenían el
brillo de antes, ahora con aire de fatiga, como hundidos en sus cuencas. Acudió
a la llamada del teléfono, pero no hubo respuesta. Sin duda, era la señal;
alguien le recordaba la fecha desde el anonimato, alguien cuya timidez, pesar o
remordimiento le impedía citar su nombre. No importaba, pronto lo confirmaría.
El
reloj del comedor dio las nueve y cuarto. Le sobraba tiempo, aunque esta vez no
habría coche; prefería llegar a pie y deslizarse en la iglesia inadvertido. La
mañana rumoreaba en la calle cuando cerró el balcón. Fue a sentarse en el cuarto
de estar, saldría de casa al dar las nueve y media. La voz levemente ronca
insistió en la lejanía:
—¿Cuánto,
dices?
—Cuarenta
años. Hoy se cumplen; por eso voy de estreno.
—Lo
comprendo, hijo. Acudirá, verás que sí.
Llegó
la hora, cerró con llave la puerta del piso y bajó la escalera despacio,
apoyándose en la barandilla. Sostenía que el reuma se le había agudizado desde
la jubilación. El día era fresco; a rachas bajaba el monte con un manojo de
aromas. Cruzó el parque, saludó a la quiosquera de la calle Ancha, se detuvo
ante unos grandes almacenes que ocupaban el lugar donde había estado el hotel
Los Pinos.
—Buenos
días, don Javier. Va muy pincho, como de novio.
—¡Ya
puedes ver! Caprichos de viejo.
Dio
un rodeo a la mole del ayuntamiento y desembocó en una plaza triangular, adormecida por un sol templado. Allí, en un ángulo, estaba la iglesia de
San Pedro. Hizo una pausa, respiró
hondo, sintió como un vahído. No había justificación para un silencio tan largo, tampoco la necesitaba, le bastaría con apretarle la mano y llevársela a
los labios. Entró en la iglesia
vacía, se situó en el primer banco a la derecha del pasillo, en el mismo lugar que cuarenta años atrás esperó en vano a Irene vestida de novia.
Ahora no oía el murmullo de los
invitados, ni las idas y venidas de parientes y amigos, ni el lloriqueo de su madre. Ahora solo
oía el chirrido de la puerta al
abrirse, un carraspeo nervioso y unas pisadas que se acercaban. No se volvió, esperó a que ella se
situara a su lado. Pasó una vieja con pañuelo blanco en la cabeza, se santiguó
ante el altar mayor y se encaminó a la sacristía.
Y de nuevo, el silencio.
Ramón Gil Novales
Javier: Para todos aquell@s que me dejé en el tintero.