Despiertas.
No despiertas.
Te salta el
corazón; pero los sístoles y diástoles no son los apurados ríos de sangre que
van y que vienen, sino dos gritos acompasados: morir dormir morir dormir morir...
Esos gritos
te despertaron. Acabas de soñar que has muerto y ahora, al abrir los ojos y
respirar hondamente para recuperarte de la pesadilla, te golpea con el mismo
rigor del corazón esta disyuntiva: ¿Soñé que había muerto o he muerto realmente y ahora sueño que abro los
párpados y que respiro?
Pero no.
Junto a ti, cerrados los ojos, tu mujer respira a su vez pausadamente y, a su
vez, sueña. Si la percibo -te dices-; si soy capaz de pensar
que sueña, vivo estoy.
Pero sí. Otra
duda: ¿Por qué sé lo que sueña? ¿Por qué participo también yo de las
absurdas situaciones, de las increíbles y privadísimas imágenes de un
sueño que no es el mío...?
En medio del
razonamiento, el redoble cardíaco: morir dormir morir dormir...
Sientes sed,
y la sed te da pie para otro pensamiento: De estar muerto, no tendría por qué
sentir sed. Ni sed, ni nada. Esta idea te tranquiliza un poco, y por un momento
crees haber encontrado una respuesta al dilema: Soñé, simplemente, que
había muerto.
Te lo dices.
Mas, cuando tratas de alcanzar el vaso de agua colocado sobre la mesita de
noche, una evidencia te perturba: no logras mover tus miembros y, pese a la
intensidad de los deseos, tus manos y tus brazos, tus piernas y tu cabeza
permanecen inmóviles. Tibios sí, con la tibieza de los organismos vivos; pero
estáticos, abandonados. La certidumbre de ese hecho te hace olvidar la sed. Cuentas las
horas, por medias y por cuartos, por cuartos y por medias, en las campanadas
del reloj de la torre cercana. Varias veces se ha movido tu mujer, una de
ellas para abrazarte amorosamente. ¿Y si continuara la pesadilla...?
En medio, la
sístole: morir. En medio, la diástole: dormir.
Comprendes
que tu última oportunidad de salvación reside en que tu mujer despierte, en que
ella ahuyente de tu ensueño al personaje no invitado.
Sin embargo,
no intentas despertar a tu mujer: ya sonará el reloj y ella se levantará, como
todos los días.
Llega esa
hora, por fin. El despertador suena y tu mujer alarga maquinalmente el brazo y
lo apaga. Luego se sienta al borde de la cama y se calza las pantuflas. A ti te
salta el corazón más que nunca. A obscuras tu mujer toma la bata y sale del
cuarto. Tú escuchas distintamente el ruido del agua en el lavabo, el frotar
del cepillo dental... ¿Estás, pues, vivo, puesto que oyes todo eso?
Cuando
regresa al dormitorio, tu mujer enciende la pequeña lámpara de la mesa de noche
y te toca en el hombro:
No te mueves.
Vuelve a tocarte y a llamarte:
-Carlos.
Carlos. Es hora de levantarse.
Oyes todo.
Sientes todo. ¡Aleluya, aleluya! ¡Bendito sea Dios, bendita tu mujer!: era un
sueño, y el sueño ha terminado.
Fue entonces cuando tu mujer dio aquel grito que te afligiera tanto.
Fue entonces cuando llegaron los vecinos y lloraron los niños.
Alberto Menén Desleal
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