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lunes, 2 de noviembre de 2015

Museu de Montserrat


El último sueño        

Despiertas. No despiertas.
Te salta el corazón; pero los sístoles y diástoles no son los apurados ríos de sangre que van y que vienen, sino dos gritos acompasados: morir dormir morir dormir morir...
Esos gritos te despertaron. Acabas de soñar que has muerto y ahora, al abrir los ojos y respirar hondamente para recuperarte de la pesadilla, te golpea con el mismo rigor del corazón esta disyuntiva: ¿Soñé que había muerto o he muerto realmente y ahora sueño que abro los párpados y que respiro?
Pero no. Junto a ti, cerrados los ojos, tu mujer respira a su vez pausada­mente y, a su vez, sueña. Si la percibo -te dices-; si soy capaz de pensar que sueña, vivo estoy.
Pero sí. Otra duda: ¿Por qué sé lo que sueña? ¿Por qué participo también yo de las absurdas situaciones, de las increíbles y privadísimas imágenes de un sueño que no es el mío...?
En medio del razonamiento, el redoble cardíaco: morir dormir morir dor­mir...
Sientes sed, y la sed te da pie para otro pensamiento: De estar muerto, no tendría por qué sentir sed. Ni sed, ni nada. Esta idea te tranquiliza un poco, y por un momento crees haber encontrado una respuesta al dilema: Soñé, sim­plemente, que había muerto.
Te lo dices. Mas, cuando tratas de alcanzar el vaso de agua colocado sobre la mesita de noche, una evidencia te perturba: no logras mover tus miembros y, pese a la intensidad de los deseos, tus manos y tus brazos, tus piernas y tu cabe­za permanecen inmóviles. Tibios sí, con la tibieza de los organismos vivos; pero estáticos, abandonados. La certidumbre de ese hecho te hace olvidar la sed. Cuentas las horas, por medias y por cuartos, por cuartos y por medias, en las campanadas del reloj de la torre cercana. Varias veces se ha movido tu mu­jer, una de ellas para abrazarte amorosamente. ¿Y si continuara la pesadilla...?
En medio, la sístole: morir. En medio, la diástole: dormir.
Comprendes que tu última oportunidad de salvación reside en que tu mujer despierte, en que ella ahuyente de tu ensueño al personaje no invitado.
Sin embargo, no intentas despertar a tu mujer: ya sonará el reloj y ella se levan­tará, como todos los días.
Llega esa hora, por fin. El despertador suena y tu mujer alarga maquinal­mente el brazo y lo apaga. Luego se sienta al borde de la cama y se calza las pantuflas. A ti te salta el corazón más que nunca. A obscuras tu mujer toma la bata y sale del cuarto. Tú escuchas distintamente el ruido del agua en el lava­bo, el frotar del cepillo dental... ¿Estás, pues, vivo, puesto que oyes todo eso?
Cuando regresa al dormitorio, tu mujer enciende la pequeña lámpara de la mesa de noche y te toca en el hombro:
No te mueves. Vuelve a tocarte y a llamarte:
-Carlos. Carlos. Es hora de levantarse.
Oyes todo. Sientes todo. ¡Aleluya, aleluya! ¡Bendito sea Dios, bendita tu mujer!: era un sueño, y el sueño ha terminado.
Fue entonces cuando tu mujer dio aquel grito que te afligiera tanto. Fue entonces cuando llegaron los vecinos y lloraron los niños.
Alberto Menén Desleal


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