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sábado, 28 de noviembre de 2015

Deputació Girona


Viajes por el África Occidental

La Fallabar, cómo no, parecía atraer a los mosquitos, motivo por el que los viajeros nativos que iban a bordo procedían a una serie de minuciosos preparativos cuando llegaba la noche, todo a fin de protegerse de su ataque. Por ejemplo, se pegaban en la ropa esas pringosas barras que cuelgan en las cocinas de las casas para atrapar a las moscas y a los mosquitos, o simplemente, eso sí, con mucho cuidado y esmero, se cubrían por completo con un mosquitero, lo que daba después a sus cuerpos yacientes y dormidos un aspecto algo fantasmal, o simplemente mortuorio. Y es que, la verdad, la atmósfera toda del barco -y hasta las conversaciones que allí se producían- estaba llena de mosquitos. Valga decir que la ciudad norteamericana de Nueva Orleans, en lo que a los mosquitos se refiere, es casi una cosa de broma si se la compara con estas zonas próximas a la costa del río Ogowé.
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Algunos nativos que iban a cazar, aunque no se adentraban en exceso en el bosque, me enseñaban al volver lo que traían: además de aves para comer, serpientes ahora de un azul nauseabundo, otras de un verde ponzoñoso, alguna gran boa constrictor especialmente viscosa, varias cobras negras, horrorosas... Los nativos jugaban con ellas, despreciando el peligro, aunque es verdad que lo hacían muy diestramente, y al final las apaleaban hasta matarlas. Confieso, sin embargo, que no experimenté por ello la más mínima pena. Un tanto sobrecogida, en cualquier caso, subía luego hasta la misión, con un gran palo en la mano, mirando todo el rato al suelo, dispuesta a apalear yo también a cualquier bicho que osara salirme al paso. A veces metía en mi bote de cristal algún escarabajo o similar que me llamara poderosamente la atención y me distrajera por unos instantes del miedo.
Un día, sin embargo, me decidí a jugar con las serpientes. Debo decir que, cuando aprendes a hacerlo, no resulta ni tan difícil ni tan peligroso; depende sólo de la consistencia del palo que utilices. Habían capturado una cobra negra los nativos que volvían del bosque y la arrojaron al suelo, en la orilla del río. Tras contemplarlos un rato, les pedí un palo y comencé a jugar con la cobra como ellos lo hacían. Repito que es fácil. El bicho se enreda en el palo y lo muerde; tú, entonces, lo sacudes con fuerza y lo tiras de nuevo al suelo y lo golpeas levemente con el palo, para que se retuerza y se enrosque de nuevo, y lo vuelves a tirar y lo golpeas otra vez, y así sucesivamente... El peligro de las serpientes está, realmente, en el bosque y en la selva, cuando no las ves, cuando son ellas las que dominan el hábitat. Oí hablar a los nativos de una serpiente, al parecer causante de muchas muertes, que a buen seguro encantaría tener a los responsables del Museo Británico entre sus piezas. Vi morir a un hombre, al que llevaron a la misión otros nativos después de que fuera mordido, pero no vi a la dichosa serpiente, que describían los negros como si se tratase de un auténtico monstruo, ellos que jugaban con las cobras negras como si fueran pollitos de granja.
Compréndase, además, la repugnancia que me inspiraba aquel bosque, si digo que en donde comenzaba, pues no pasé de allí, sentí alguna vez el olor de la carne en descomposición: la evidencia de la proximidad de alguna boa constrictor que había devorado a un animal y lo digería lenta y pesadamente.

Mary Kingsley



Pedro y el lobo

Érase una vez un pequeño pastor que se pasaba la mayor parte de su tiempo paseando y cuidando de sus ovejas en el campo de un pueblito. Todas las mañanas, muy tempranito, hacía siempre lo mismo. Salía a la pradera con su rebaño, y así pasaba su tiempo.
Muchas veces, mientras veía pastar a sus ovejas, él pensaba en las cosas que podía hacer para divertirse. Como muchas veces se aburría, un día, mientras descansaba debajo de un árbol, tuvo una idea. Decidió que pasaría un buen rato divirtiéndose a costa de la gente del pueblo que vivía por allí cerca. Se acercó y empezó a gritar:
- ¡Socorro, el lobo! ¡Qué viene el lobo!
La gente del pueblo cogió lo que tenía a mano, y se fue a auxiliar al pobre pastorcito que pedía auxilio, pero cuando llegaron allí, descubrieron que todo había sido una broma pesada del pastor, que se deshacía en risas por el suelo. Los aldeanos se enfadaron y decidieron volver a sus casas. Cuando se habían ido, al pastor le hizo tanta gracia la broma que se puso a repetirla. Y cuando vio a la gente suficientemente lejos, volvió a gritar:
- ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo!
La gente, volviendo a oír, empezó a correr a toda prisa, pensando que esta vez sí que se había presentado el lobo feroz, y que realmente el pastor necesitaba de su ayuda. Pero al llegar donde estaba el pastor, se lo encontraron por los suelos, riéndose de ver cómo los aldeanos habían vuelto a auxiliarlo. Esta vez los aldeanos se enfadaron aún más, y se marcharon terriblemente enfadados con la mala actitud del pastor, y se fueron enojados con aquella situación.
A la mañana siguiente, mientras el pastor pastaba con sus ovejas por el mismo lugar, aún se reía cuando recordaba lo que había ocurrido el día anterior, y no se sentía arrepentido de ninguna forma. Pero no se dio cuenta de que, esa misma mañana se le acercaba un lobo. Cuando se dio media vuelta y lo vio, el miedo le invadió el cuerpo. Al ver que el animal se le acercaba más y más, empezó a gritar desesperadamente:
- ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo! ¡Qué se va a devorar todas mis ovejas! ¡Auxilio!
Pero sus gritos han sido en vano. Ya era bastante tarde para convencer a los aldeanos de que lo que decía era verdad. Los aldeanos, habiendo aprendido de las mentiras del pastor, de esta vez hicieron oídos sordos. ¿Y lo qué ocurrió? Pues que el pastor vio como el lobo se abalanzaba sobre sus ovejas, mientras él intentaba pedir auxilio, una y otra vez:
- ¡Socorro, el lobo! ¡El lobo!
Pero los aldeanos siguieron sin hacerle caso, mientras el pastor vio como el lobo se comía unas cuantas ovejas y se llevaba otras tantas para la cena, sin poder hacer nada, absolutamente. Y fue así que el pastor reconoció que había sido muy injusto con la gente del pueblo, y aunque ya era tarde, se arrepintió profundamente, y nunca más volvió burlarse ni a mentir a la gente.