La tristeza del balduque
Yo,
lector, soy poeta, poeta y covachuelista. ¡Qué gran contrasentido, lector
bondadoso!
Yo soy poeta. Tengo una rizada cabellera blonda.
Tengo unos ojos zarcos. Tengo un bigote de seda y unas manos blancas.
Tengo una novia gentil que recita mis versos, allá en una bella campiña lejana,
en un huerto galano que yo mismo planté de flores bonitas.
Soy poeta, lector. ¡Si hubieras visto mi silueta
romántica paseando a lo largo de las avenidas en un día inhóspito, bajo la
lluvia menuda de invierno, solitario, divagante, recitando en voz queda las
viejas poesías que tantas veces han tenido suspensa a mi novia, entreabiertos
los labios de coral, encendidos los ojos de ópalo, mientras yo musitaba
bajo su balcón!
Soy un poeta, lector amigo. Soy un covachuelista,
lector irónico.
Esta tarde he tomado posesión. Un poco ruboroso, te
lo cuento.
Referiré la historia.
Yo le había
dedicado mis versos ¡mis versos, no! que fuera profanación impía; yo le había
dedicado un ejemplar de mi libro, a un señor concejal que tiene una tienda.
Este señor le había hurtado unas horas a su tarea de
vender comestibles para leer mis versos. ¡Juzgad qué triunfo de la poesía tan
esplendoroso!
Una mañana reparó en el poeta. Y lo vio un poco
exangüe, un poco crecida la barba, más que un poco zurcida la ropa. Lo observé
meditar un momento. Luego puso su mano sobre mi hombro, ungiéndome. Y me
ofreció un destino.
¿Lo maté? ¿Atravesé despavorido el umbral de su
puerta, dolido de la injuria? ¡Acepté el destino! Y esta tarde, lector, he ido
a posesionarme de mi plaza. Compadéceme, despréciame, no merezco perdón.
He ido a la oficina. Al subir la escalera he creído
morir. Ante la puerta del negociado ha tenido mi cuerpo un impulso de huida.
Pero al fin, arriesgándome, entré.
Estoy en una estación lóbrega. Sobre los pupitres, se
cohíben unos hombres vulgares, peor vestidos que yo, encima de unos papeles que
van llenando de letras pausadas.
El jefe ¡mi jefe!, un señor cetrino, torvo, alza su
vista, y por encima de las gafas me observa, insolente.
-¿Qué quiere usted?
-Soy un nuevo empleado de la casa.
-¡Ah! Bien -ha respondido el jefe-. Aguarde un
momento.
Después ha zambullido su cabeza entre los papelotes.
Pasan unos minutos. Nadie me ofrece asiento. Nadie me
cobija. Todos me miran irónicos, curiosos.
Al fin, el jefe se pone
de pie, dando un nervioso brinco para acercarse a mí.
-¿Su nombre?
Mi orgullo se acicata. Al pronunciar mi nombre, mi
nombre de poeta, el negociado entero se quedará absorto.
Y pronuncio mi nombre
con voz altanera:
-Lisardo Sanchís.
-Bueno -replica el jefe, mirándome otra vez por cima
de sus gafas-. ¿Sabe usted redactar comunicaciones?
-No, señor -he respondido con timidez.
-¿Sabe usted extender mandamientos de ingreso?
-No, señor -he contestado con rubor.
-¿Qué sabe usted hacer?
-Nada -he replicado pusilánime.
Y el jefe se me queda mirando. Hace luego un mohín de
consternación. Después me grita:
-Ate esos expedientes con balduque.
Y se marcha a su mesa, volviéndome la espalda.
El jefe está furioso. Esto me cuenta un compañero
confidencial, que se ha ido acercando a hurtadillas, para hacerme esta
confesión espantosa que a todos tiene confundidos y aterrados.
Y yo ¿qué hago? Atar unos expedientes con balduque.
He aquí mi cometido. Estoy absorto. Los expedientes se hallan sobre una mesa a
mi alcance. Pero el balduque no aparece por ninguna parte. Desconozco qué cosa
sutil es ésta, que se llama balduque. ¡Balduque! ¡Balduque! No he visto
empleada esta palabra en ningún romancero.
Desparramo, inquiriendo, mis ojeadas perspicaces por
todos los rincones.
El jefe me mira y se muerde los labios. ¿Qué hacer?
Y sonriendo me acerco a mi colega. Le toco
suavemente:
-Perdón. ¿Dónde hay balduque?
El compañero me alarga un ovillo de cinta encarnada.
Yo lo recojo. Llego a los expedientes y los voy
atando con parsimonia, con esmero, pensando morir.
Han pasado dos horas. He firmado con pulso vacilante
mi toma de posesión. Han pasado otras horas de infinita angustia, tediosas y
lentas. Al fin un portero se cuela en la oficina, para gritar con estentórea
voz:
-¡La hora, señores!
Los empleados recogen
sus sombreros y salen de prisa, ávidos, felices. Yo cojo el mío y me marcho.
Salgo a la calle. Llego a mi casa. Requiero el revólver, lo cargo, me lo llevo
a la sien. Luego, desesperado, tomo un pedazo de papel y escribo:
«Niña mía, Asunción de
mi alma: Soy muy desgraciado. Soy un esclavo miserable y ruin. Siento una
angustia, una pena infinitas. Asunción de mi alma, sufro de un modo horrible.
Asunción de mi alma, ¡tenemos pan!...»
Luís Antón del Olmet