La espuma Cap. XI
...
Súbito apareció en la puerta de la sala Clementina
seguida de Osorio, de Mariana y de Calderón. Los cuatro traían el semblante
inquieto y asustado. Sus ojos se clavaron a la vez en Salabert, hacia el cual
avanzaron precipitadamente.
-Papá, escucha una palabra -le dijo Clementina.
Salabert se destacó del grupo y fue a reunirse con los otros en el opuesto
rincón.
-¡Esa mujer está
ahí!... -dijo aquélla con voz alterada, los ojos relampagueantes de ira.
-¡Es un escándalo!
-manifestó Osorio.
-Algunas personas ya se
han ido, y en cuanto se enteren, se irán todas -apuntó con más sosiego
Calderón.
-¿Qué mujer está ahí?
-preguntó el duque abriendo mucho sus ojos saltones.
¡Esa mujer!... esa Amparo
la malagueña -replicó su hija buscando el tono más despreciativo.
-¡Cómo! -exclamó el
duque con profundo estupor-. ¿Se ha atrevido esa z... a presentarse en el
baile? ¿Quién la ha dejado pasar? Mañana mismo despido al portero.
-No; a quien hay que despedir ahora mismo es a
ella... ¡en seguidita! -dijo Clementina atropellándose por la cólera.
-¡Sí, sí... ahora mismo! ¿Cómo es eso? ¡Atreverse esa
desvergonzada a poner los pies en esta casa y en un día semejante! ¿Ya no hay
pudor? ¿Ya no hay vergüenza? ¿En qué país estamos? ¿Pero cómo ha podido pasar?
¡Una fiesta que había comenzado tan bien!
-Traía invitación, al parecer.
-Pues la ha robado o estará falsificada.
-Bien, bien; concluyamos pronto -dijo Clementina con
voz irritada-. Está en los salones. Es necesario que vayas a allá y la
notifiques que haga el favor de salir, del modo que mejor te parezca... ¡Pero
pronto! antes que lo perciba la gente... y sobre todo, mamá...
-No, chica; yo no voy... Me conozco bien y sé que no
podría contener mi indignación. No nos conviene llamar la atención en este
momento... Ve tú, ve tú... y que se largue pronto...
Clementina, sin pronunciar otra palabra, se alejó con
paso rápido, el rostro pálido y contraído, los labios trémulos. Lanzóse en el
torbellino de los salones y buscó ansiosamente a la intrusa. No tardó muchos
minutos en hallarla ¡oh vergüenza! del brazo del marqués de Dávalos.
Estaba espléndidamente hermosa la ex florista con su traje
de María Estuardo. Llevaba un sobretodo acuchillado de mangas abiertas, color
carmesí recamado de oro; un elegante prendido de encaje y menudas florecillas
de esmalte y perlas. Su incomparable belleza irritó aún más la ira de
Clementina.
La hermosa odalisca de Salabert, aunque de inteligencia
limitadísima, había tenido tiempo a reflexionar que su presencia en el baile
podría acarrear un conflicto. Pero su antojo era tan vivo y desordenado, que de
ningún modo quiso dejar de satisfacerlo, de lucir su costoso vestido de reina de Escocia. Pensó que podría sortear
aquella difícil situación yendo a última hora, dando un par de vueltas por los
salones y retirándose en seguida. Hízose acompañar de una amiga vieja de
aspecto venerable. Amargo desengaño debió de experimentar cuando al penetrar en
los salones y tropezar con una porción de distinguidos salvajes a quienes
trataba con intimidad, Pepe Castro, el conde de Agreda, Maldonado y otros,
observó que todos le volvían la espalda y se apresuraban a alejarse. Tan sólo
el fiel Manolo, el loco marqués de Dávalos, la reconoció y consintió en la
mengua de ofrecerla el brazo.
Pocos minutos pudo disfrutar de su apoyo la
malagueña. Cuando una sonrisa de triunfo plegaba ya sus labios y a paso lento y
majestuoso iba dando su apetecida vuelta por los salones, se encontró
repentinamente frente a Clementina. Sin previo saludo ni la más leve
inclinación de cabeza, ni hacer caso alguno de su acompañante, ésta le puso la
mano en el hombro, diciéndola: -Tenga usted la bondad de escuchar una palabra.
María Estuardo
empalideció, titubeó unos instantes, perdieron mucho en el estético. Porque, a
la verdad, y por fin dijo con firmeza y ademán orgulloso:
-Nada
tengo que hablar con usted. A quien deseo ver es al dueño de la casa, al duque
de Requena. Margarita de Austria le clavó una mirada iracunda, que la otra
sostuvo sin pestañear. Luego, acercando la boca a su oído, le dijo con rabioso
acento:
-Si usted
no me sigue ahora mismo, llamo a dos criados para que la saquen del salón a
viva fuerza.
La reina de
Escocia se estremeció; pero tuvo aún ánimos para contestar:
-Deseo ver al
señor duque.
-El señor duque
no está visible para usted... ¡Sígame, o llamo!
Y al mismo
tiempo echó una mirada en torno como en ademán de cumplir su promesa.
La Estuardo
empalideció aún más. Desprendiéndose del brazo de Dávalos la siguió al fin.
Esta escena
había sido observada por varias personas; pero nadie osó seguirlas si no es el
demente Manolo, que lo hizo de lejos. La esposa de Felipe III se dirigió a la
antesala y allí dijo a un lacayo:
-El abrigo de
esta señora.
No se habló otra
palabra. El lacayo entregó el abrigo. María Estuardo se lo puso sin ayuda de
nadie, con mano temblorosa. Luego avanzó unos cuantos pasos, y volviéndose de
pronto, dirigió una mirada de odio mortal a Dª. Margarita de Austria, que se la
devolvió acompañada de una sonrisa de desprecio.
Estaba de Dios
que la desgraciada reina de Escocia había de ser humillada siempre. Primero lo
fue por su tía Isabel de Inglaterra. Ahora la reina Margarita la ponía sin
miramientos de patitas en la calle. Donde encontró a su venerable amiga dentro
ya del coche. Al ver el comienzo de la escena pasada se había escabullido prudentemente.
Antes que partiesen, el marqués de Dávalos se juntó a ellas. No sabemos lo que
los salones de Requena ganaron en su aspecto moral con la marcha de María
Estuardo; pero sí podemos afirmar que estaba lindísima.
El baile tocaba
a su fin. Comenzaron los preparativos para el gran cotillón. La muchedumbre se
había aclarado un poco. Algunos se fueron antes de terminar el baile, viejos
en su mayoría a quienes hacía daño al trasnochar. Entre las damiselas hubo la
agitación y el movimiento que precede siempre al cotillón. En esta última
etapa el baile adquiere un aspecto de recreo familiar muy grato. El arte y la
imaginación intervienen para arrancarle sensualidad y hacerle un pasatiempo
inocente, al estilo de las hermosas fiestas que en el siglo XIV se celebraban
en los palacios de Inglaterra y Francia. Para las niñas casaderas suele ser
también el momento en que termina el primer acto de la comedia amorosa que han
empezado a representar.
Pepe Castro había recibido el consejo de su ex
querida Clementina referente a la conveniencia de festejar a la niña de
Calderón, con risa como ya hemos visto. Sin embargo, no le cayó en saco roto.
Mientras bailaba y bromeaba con otras jóvenes, no dejó de acordarse más de una
vez. Al llegar el cotillón se acercó a Esperancita preguntándole si quería ser
su pareja, a sabiendas de que esto no podía ser, pues todos los pollastres se
apresuran a pedir tal merced a las damas así que entran en el baile. Pero le
convenía para el plan que comenzaba a desenvolverse en su cerebro, fecundo en
abstracciones. La niña lo tenía, en efecto, comprometido con el conde de
Agreda; mas al oír la demanda de Castro, sintió tales deseos de acceder a ella,
que con sorprendente audacia respondió que sí.
La duquesa designó como dama directora a la condesa
de Cotorraso, a la cual se unió Cobo Ramírez. Éste se imponía en todos los
bailes como habilísimo director de cotillones. Tan era así, que muchos días
antes del baile ya había celebrado largas conferencias con Clementina acerca de
este punto esencialísimo.
Formóse el corro de sillas. Pepe Castro fue a sacar a
Esperanza, que tomó su brazo de buen grado. Mas antes de dar un paso llegó el
conde de Agreda.
-¡Cómo, Esperancita! ¿No
me había usted concedido el cotillón? -preguntó sorprendido.
La audacia no abandonó a
la niña, la audacia de la mujer enamorada.
-¡Ay, perdóneme usted, León! Cuando se lo concedí a
usted no me acordaba que ya lo tenía comprometido con Pepe -respondió en un
tono que podía envidiar la más consumada actriz.
El conde se retiró diciendo algunas palabras de cortesía,
que no pudieron ocultar su mal humor. Cuando quedaron solos, Esperancita,
asustada de aquel testimonio de interés que había dado a Castro, se apresuró a
disculparse ruborizada.
-La verdad es que no me acordaba de que lo tenía
comprometido con León... Y como ya había tomado el brazo de usted... y además
el conde baila de un modo que me fatiga mucho...
Pepe Castro no abusó de su triunfo; se manifestó
modesto y sumiso. En vez de galanteada descaradamente, adoptó un temperamento
más insinuante, colmándola de atenciones delicadas, estableciendo mayor
confianza entre ellos, mostrándola, en una palabra, mucho cariño, pero sin
hablada de amor. La niña rebosaba de dicha. Empezaba a sentirse adorada. Creía
que la simpatía y el afecto con que siempre se habían tratado Pepe y ella se
transformaban al fin en amor. Su corazón empezó a saltar alegremente dentro del
pecho.
También Ramoncito estaba satisfecho con aquel trueque.
El conde de Agreda le era de poco tiempo atrás muy antipático, casi tan
antipático como Cobo Ramírez, porque empezó a sentir de él los mismos celos
que del otro. En cambio, a Pepe Castro considerábalo como su mismo yo; otro
concejal más esbelto. Las atenciones que Esperancita le guardase, las tomaría
como dirigidas a su propia persona. Así que, al verlos del brazo, se conmovió
profundamente, y al acercarse a ellos para decides algunas palabras
insignificantes no pudo menos de ruborizarse. Pepe le hizo un guiño malicioso
como diciendo: "Has triunfado en toda la línea". El joven concejal
sintió que se acercaba a pasos de gigante el logro de sus esperanzas y el
apogeo de su dicha.
El cotillón fue digno remate de aquel baile brillantísimo.
La fantasía de Cobo Ramírez, apretada por la gravedad del caso, fascinó a los
invitados con peregrinas trazas y artificios delicados: los tuvo enajenados
cerca de una hora. Llamó la atención, y le valió unánimes aplausos, un juego
de sortija que se organizó en el medio del salón. Cobo dividió a los caballeros
en dos cuadrillas, que tiraron alternativamente flechas con unos primorosos
arcos dorados a la sortija suspendida por una cinta del techo. Los vencedores
tenían derecho a bailar con las damas de los vencidos, mientras éstos los
habían de seguir dándoles aire con el abanico. Organizóse después otro juego de
cintas para las damas. La vencedora salió un momento del salón y apareció en
seguida en un magnífico carro tirado por cuatro lacayos vestidos de esclavos
negros: dio así una vuelta rodeada de todas las demás, al compás de una marcha
triunfal. Estas y otras invenciones no menos famosas, dejaron para siempre
sentada sobre bases sólidas la fama del hijo de los marqueses de Casa-Ramírez.
Terminado el cotillón, comenzó el desfile de la
gente. Fue una retirada estrepitosa. Toda aquella muchedumbre se agolpó en el
vestíbulo y en la escalinata, charlando en voz alta, riendo, gritando alguna
vez en demanda del coche. El vasto jardín, iluminado por algunos focos de luz
eléctrica, ofrecía un aspecto fantástico, inverosímil, como los paisajes de
los cosmoramas de feria. Aquellas luces blancas, intensas, hacían aún más negro
y profundo el follaje, borraban los linderos del parque extendiéndolo
desmesuradamente. La noche era despejada. En el oriente azuleaba ya la aurora.
Hacía un frío intenso. Envueltos en sus gabanes de pieles, los jóvenes salvajes
quemaban los últimos cartuchos de su ingenio en honor de las hermosas damas que
tenían cerca. Los costosos y pintorescos abrigos de éstas chillaban debajo de
las bombillas eléctricas. Los caballos piafaban, los lacayos gritaban, y los
coches, al acercarse lentamente a la escalinata, hacían crujir la arena de los
caminos. Sonaban golpes de portezuelas, ruido de besos, voces de despedida. La
rueda de los coches, al pasar por delante de la gran escalinata, iba
arrebatando poco a poco a los que allí estaban para dispersarlos por todo
Madrid en busca de reposo.
Pepe Castro se había colocado al lado de Esperancita
y la hablaba dulcemente al oído. La niña, embozada hasta los ojos, sonreía sin
mirarle. Cuando su coche llegó al fin, se estrecharon las manos largamente.
-Supongo que no nos tendrá tanto tiempo olvidados
como hasta ahora; que irá por casa más a menudo -dijo ella teniendo aún su mano
entre las del gallardo salvaje.
-¿Usted quiere de verdad que vaya a menudo por su
casa? -dijo mirándola fijamente como un magnetizador.
-¡Ya lo creo que quiero!
Al decir esto se ruborizó
fuertemente debajo del embozo, y desprendiendo bruscamente su mano, siguió a su
mamá que entraba en el carruaje.
Pepa Frías había dicho a su hija:
-Mira, chica, cuando nos
vayamos, deseo que Emilio me acompañe. Estoy nerviosa y no podría dormir si no
le ajustase antes las cuentas. No quiero más escándalos, ¿sabes? Le voy a
dirigir el ultimátum. Si persiste, tú te vienes conmigo y
él que se vaya al infierno.
Estaba furiosa. Su hija, aunque quisiera poner reparos
a esto de la separación, pues adoraba a su infiel marido, no se atrevió. Bajó
sumisa la cabeza. Cuando llegó el momento de marchar, Pepa se dirigió a su
yerno:
-Emilio, haz el favor de acompañarme. Deseo hablar
contigo.
"¡Malo!" dijo para sí el joven.
-¿E Irene?
-Que vaya sola. No se la comerán los lobos -respondió ásperamente.
"¡Malísimo!" tomó a decirse Emilio.
En efecto, Irenita, dirigiendo ojeadas de temor y
ansiedad a su mamá y su marido, se metió sola en su berlina, mientras ellos
subían a la de la primera.
Cuando el carruaje comenzó a rodar. Emilio, para desarmar
a su suegra, quiso, como un chiquillo que era, desviar el rayo sacando una
conversación que pudiese entretenerla.
-¿Ha visto usted qué audacia la de Amparo? La creía
capaz de muchos desatinos, pero no de uno semejante.
Y habló de la Amparo con gran verbosidad sin
conseguir que su suegra desplegase los labios. Lo mismo sucedió cuando
principió a hacer comentarios acerca de la fortuna de Salabert, de los gastos
del baile, del extraordinario honor que había merecido de los soberanos
aquella noche, etc., etc. Pepa reclinada en su rincón, guardaba un silencio
feroz que no anunciaba nada bueno. Pero Emilio, sin desanimarse, tocó con
habilidad la tecla que responde en todas las mujeres.
-¿Sabe usted, Pepa (así la seguía llamando, lo mismo
que cuando era novio de su hija), que en un grupo donde estaba el presidente
del Consejo, oí, sin querer, grandes elogios de usted? Elogiaban mucho el
traje; pero más aún la figura. Decían que no había ninguna niña en el baile que
pudiera competir con la frescura de usted; que tenía usted un cutis como raso,
cada día más terso y brillante.
-¡Jesús, qué tontería!
Ésas son payasadas, Emilio. En otro tiempo, no digo...
-No, Pepa, no; el cutis de usted es proverbial en
Madrid. Ya daría Irene algo por tenerlo como usted.
-¿Es mejor que el de María Huerta? -preguntó con
tonillo irónico, donde no se adivinaba, sin embargo, gran irritación.
Pepa había cambiado de plan: pensó que sería mucho
mejor adoptar la vía diplomática. A un chiquillo como Emilio, que no había sido
indócil hasta entonces, era fácil atraerlo con el cariño. Aquél, en la
oscuridad del coche, se había puesto colorado.
-El de María Huerta no vale nada.
-Por eso te gusta. Todos
los hombres sois lo mismo en eso de cambiar las orejas por el rabo. Mira,
Emilio -añadió cogiéndole una mano-, yo tenía que reñirte mucho, hablarte muy
seriamente, decirte cosas muy amargas... pero no puedo, tengo un corazón tan
estúpido que para todas las ofensas encuentra disculpas. Hoy has hecho una
barrabasada de marca, lo bastante para que Irene se separase de ti; pero a mí
se me antoja que no es tan grande como parece, porque eres un chiquillo
aturdido. Estoy segura de que tú mismo no te explicas la gravedad de ella...
Pepa continuó su sermón en tono dulce y persuasivo.
Emilio, que esperaba una rociada de injurias, quedó gratamente sorprendido.
Escuchólo con sumisión, y después, con voz conmovida, empezó a disculparse.
Verdad que había coqueteado un poco con María Huerta, pero juraba que no estaba
interesado por ella. Era una cuestión de amor propio. Cuando él se había casado
con Irene, esta María había dicho en casa de Osorio que no comprendía cómo
Irene aceptaba por marido un chico tan feo y tan insustancial. Entonces juró
que se tragaría aquellas palabras: ya estaba conseguido. Por lo demás ¡qué
amor ni qué calabazas! Nunca había estado enamorado de María Huerta ni pensaba
estarlo.
-Yo no podía creer que estuvieses enamorado, porque
siempre has tenido buen gusto... Porque en resumen, esa mujer no es más que un
paquete de trapos... Si vistes el palo de la escoba como ella, puede muy bien
hacer sus veces... Pero ya ves, Irene lo cree y tienes la obligación de
evitarla esos disgustos. Si yo estuviese en su caso no me los darías, monigote
-añadió cogiéndole cariñosamente de la oreja-. Ya sabría yo tenerte bien
amarradito a mis faldas.
-Lo creo -repuso el joven dirigiéndola una larga
mirada que nada tenía de filial-. Usted tiene más recursos que Irene.
-¿Pues? -preguntó ella
con una mirada poco maternal.
-Porque usted es una mujer más complicada; que
necesita más estudio. Por lo mismo, no me dejaría tiempo a aburrirme
seguramente.
-¿Qué sabes tú de eso, mamarrachillo? Hablas de mí
como si me supieses de memoria.
-¡Qué más quisiera yo!
-¡Vaya, Emilio, no seas
payaso! Mira que me estás faltando al respeto.
La conversación siguió en este tono alegre y cariñoso
mientras el carruaje rodaba por las calles sombrías. En aquel rincón oscuro,
sacudidos por el vaivén de los resortes y aturdidos por el estrépito de las
ruedas al saltar sobre el pavimento, el cuchicheo se hizo cada vez más íntimo,
más insinuante, animado a cada momento por risas ahogadas y palabritas dulces.
De ambos se había apoderado un suave enternecimiento; de Pepa por haber hallado
a su yerno tan dócil; éste por ver a su suegra tan cariñosa y transigente,
creyendo encontrarla hecha una furia. Animado con su éxito, acariciado por
aquella dulce confianza que repentinamente se estableció entre ellos, no
cesaba de piropearla. Pepa se enfadaba o fingía enfadarse, le daba pellizcos
feroces, le llamaba hipócrita, coquetón desvergonzado. Concluyó por decir:
-Todo eso que me dices es una farsa tuya. Si fuese
verdad me alegraría, porque así tendría cierta influencia contigo para hacerte
un buen marido.
Al salir del coche, con
el rostro encendido, más hermosa que nunca, le dijo:
-Sube un momento; tengo
que darte el reloj de Irene, que se le ha olvidado ayer.
Emilio la subió del
brazo y entró con ella en su gabinete.
Mientras tanto, Irenita llegaba a casa en un estado de agitación fácil
de comprender en una niña tan sensible y enamorada de su marido. La conducta de
Emilio aquella noche la había trastornado, la había puesto excesivamente
nerviosa. Y para fin de fiesta, la escena violenta que preveía entre su madre y
su marido, de la cual tal vez saldría su ruptura definitiva con éste, la
llenaba de espanto. Así que, apenas saltó en tierra delante de la puerta,
acometida súbito de un vivo e irresistible anhelo, volvió a montar
apresuradamente, diciendo al cochero:
-A casa de mamá.
Le abrió el sereno la puerta exterior; la del piso,
el criado que había estado velando y que aguardaba la salida del señorito para
irse a acostar.
-¿Dónde está mamá?
-En las habitaciones de adelante con el señorito
Emilio.
Irenita se dirigió con precipitación a la sala. No
estaban allí. Pasó luego al boudoir. Tampoco, ni se oía el más leve
ruido. Entró en el gabinete. Nada. Entonces, sobrecogida de terror, de duda, de
ansiedad, lanzóse hacia la alcoba oculta por cortinas de brocatel donde creyó
percibir algún rumor. En aquel momento se alzaron las cortinas y apareció su
marido agitado y descompuesto, contemplándola con ojos de espanto. Irenita dio
un grito y se desplomó sobre el pavimento.
Armando Palacio Valdés