Domingo
Era como estar en dos funerales, mire usted qué cosa, como si la muerte del
chaval nos trajera a la memoria aquella otra, de tantos años atrás. Aquí, en el
pueblo, los entierros llegan a confundirse unos con otros, se mezclan en el
recuerdo hasta formar uno solo. Ya sé que usted pensará que eso es porque las
vidas se parecen tanto, que vista una vistas todas, que son iguales como dos
gotas de agua. Pero no lo crea, que cada uno tiene su afán diferente, que cada uno, cuando se mete en la cama, le da vueltas
a la cabeza de una manera. Ya sé que usted apenas nos distingue a unos de
otros, pero hágame caso cuando le digo que este pueblo es como un carnaval, que
hay muchos disfraces y que no hay cosa más diferente que un hombre de otro
hombre. Y de las mujeres ya no le digo nada, que cambian de un día para otro.
Usted conoce la vida por los libros, por lo mucho que ha viajado. No digo yo
que esa sea mala manera de adquirir sabiduría, que si Dios hubiese querido que
el mundo fuera igual lo habría hecho igualito, como conejos de una misma camada.
Yo sólo sé lo que he aprendido en el confesionario, que ya va para cuarenta
años que estoy en este pueblo, que llegué recién ordenado y sin saber otra cosa
que Dios es uno y trino.
Era, ya le
digo, como estar oficiando dos funerales, como si el ayer y el hoy se hubieran
agarrado de la mano hasta formar un mismo tiempo. Y es que al que enterramos
el otro día llevaba más de veinte años muerto, que usted mismo puede ir a ver
su tumba, la cuarta a mano derecha, según se entra al cementerio. Allí está la
fotografía, para que vea que no le miento.
En esta
historia tengo buena parte de culpa y esta misa de difuntos podríamos
habérnosla ahorrado si hubiera andado más listo. Pero cómo iba a sospechar yo,
un pobre cura, lo que pretendían esas dos almas cándidas cuando vinieron a
verme y me dijeron que se querían casar. Hasta al mismo obispo habrían engañado
y les habría dado las bendiciones.
A buen seguro
que en sus muchos viajes nunca ha conocido a nadie con un afán tan loco como el
de Servando y María. Se propusieron derrotar a la muerte, ya ve usted si se
buscaron enemigo pequeño. Qué ciego estuve y cuánto dolor se habría evitado si
hubiese podido ver claro en aquel primer entierro de hace más de veinte años,
cuando me extrañó la forma en que Servando miraba a María. Por aquel entonces
no eran novios, ni se les había pasado por la cabeza tener relaciones. María
era casi una niña, una muchacha que de pronto se hizo vieja, cuando trajeron a
su hermano con el hilillo de sangre en la sien. Claro, claro, usted no conoce
la historia y todo lo que estoy diciendo le sonará a chino. Son muchos años en
el pueblo, donde todos nos conocemos, donde nos entendemos con medias palabras
y se me olvida que esto es nuevo para usted.
El primer
muerto también se llamaba Domingo, como éste al que dimos tierra anteayer. Si
le cuento que ambos murieron el mismo día del año, usted liquidará el asunto
diciendo que son coincidencias que tiene la vida, en este caso la muerte, y tal
vez tenga razón. Eran tío y sobrino. El primer Domingo, hermano de María y el
mejor amigo de Servando, se mató con la bicicleta en esa curva tan cerrada de
la carretera, en el paraje que llaman La Blanquilla. Tenía un golpecito de nada
en la sien y parecía mentira que por ahí se le hubiera escapado el aliento. Más
de uno, cuando le trajeron, creyó que sólo había perdido el conocimiento y le
movía del hombro llamándole, Domingo, Domingo. Yo no, yo lo vi enseguida, a los
curas nos enseñan a distinguir a los muertos.
Le lloraron
mucho a aquel Domingo. A éste muy poco y al otro mucho. Ya le he dicho que
María envejeció delante de mí, que llegó siendo una niña, se abrazó a su
hermano muerto y cuando levantó la cara era ya una mujer hecha y derecha. Poco
después vino Servando, su amigo. Allí mismo, en la puerta del dispensario, se
cagó en Dios. Nunca he oído una blasfemia como ésa y mire que tengo
experiencia. No le dije nada, qué le voy a decir. Me asusté, créame, porque no
fue un juramento como tantos: Servando se ciscó en el Creador con todas las de
la ley, con la intención de cometer un pecado muy gordo. Y yo tuve miedo,
acostumbrado como estoy a faltas menores.
Cuántas veces
me he dicho que tendría que haberme dado cuenta; que, mientras en el funeral de
aquel primer Domingo decía las cosas que se dicen en estos casos, levanté la
vista y vi que Servando miraba fijamente a María. Está pensando en cómo se
parece a su hermano muerto, me dije; la mira y cree estar viendo la cara de
Domingo. Y entonces ella se dio la vuelta y así se quedaron, mirándose mucho
rato, uno a cada lado del ataúd, hasta que acabó el réquiem y nos marchamos al
cementerio.
Cuando se
cumplió el año ya eran novios formales, ya habían pasado por la sacristía para
ultimar los detalles de la boda, y estuvieron toda la misa de difuntos
agarrados de la mano. Se casaron poco después y nunca habrá visto usted dos
novios más contentos, como si aquel matrimonio viniera a borrar todas las
penas. Hasta tuve cierta envidia, ya ve qué cosas, y una cierta pena por no poder
disfrutar nunca de esa clase de amores que todo lo pintan de color de rosa. La
novia llevó el ramo del desposorio a la tumba de su hermano y allí estuvo hasta
que las rosas se pudrieron.
Para no
alargarme le diré que su hijo nació a los nueve meses justos. Se llama Domingo,
dijeron cuando le trajeron a bautizarle y la abuela materna se puso a llorar
junto a la pila del agua bendita. No llore, madre, que ya no hay motivo para
llorar, la consoló María. A mí no me extrañó, qué me va a extrañar: qué cosa
más normal que a la criatura le pusieran el nombre del tío y era también lógico
que el nacimiento viniera a compensar un poco la pérdida anterior. Cómo va a
pensar en la muerte la madre que acaba de concebir un hijo.
Pronto se vio
que este Domingo era un fiel retrato del otro, una copia exacta del que se mató
con la bicicleta en la carretera del monte. Y enseguida nos dimos cuenta también
de que Servando y María no se comportaban como un matrimonio normal. No me
pregunte usted por qué, que no sabría decide. Era algo raro, parecían dos
amigos y no dos amantes. Pasaron unos años y ella no volvió a quedarse
embarazada. Parecían no vivir más que para Domingo, para el niño que cada día
se parecía más al tío. Y no es que le mimaran o le protegieran en exceso. Cuando
Servando paseaba con él por el pueblo, le hablaba como si fuera un compañero
más que un hijo, como si el chaval tuviera treinta años en vez de cinco y
conociera cosas que, por su edad, era imposible que supiera. Y con la madre
ocurría algo parecido.
Entonces caí
en la cuenta de la barbaridad que estaban cometiendo aquellos dos desdichados;
del loco intento de resucitar a Domingo en la vida del pobre Domingo. Pero qué
podía hacer a esas alturas, qué fuerza tiene un cura que no puede perdonar más
que pecados veniales y más cuando la propia naturaleza se empeñaba en que el
pequeño fuera espejo del difunto. Murieron los padres de María y la tumba del
primer Domingo quedó abandonada. Nadie llevaba flores ni iba a limpiarla. Y el
matrimonio no hablaba jamás de aquella mañana de bicicletas rotas y de un
hilillo de sangre en la sien. Yo creo que hasta llegaron a olvidarlo, que en su
locura creyeron que nunca había existido.
Domingo nunca
pudo tener una vida propia; se pasó sus dieciocho años sin padre y sin madre.
Una hermana y un amigo, eso es lo que tuvo. Y claro, pasó lo que tenía que
pasar. Nunca me ha dolido más una muerte. Sé que algún día, en algún lugar, me
pedirán cuentas de esa vida falsaria que no supe evitar.
Ya vio usted
el funeral del chaval y como sus padres, Servando y María, se miraban
desconsolados. Nadie me quita de la cabeza que sus lágrimas no eran por el hijo
muerto y que lo que verdad lamentaban era que ya eran viejos para resucitar
otra vez al Domingo que se mató hace veinte años.
Tomás Val
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