Los vendedores de imposibles
Galway, 10
de julio.
La feria de san Patricio es la fiesta máxima del año en esta pequeña
ciudad irlandesa. Acuden a ella comerciantes, juglares, acróbatas y músicos,
desde todos los rincones del país; además, llegan innumerables grupos de gente
del campo.
Esa feria
dura tres días, y tanto el barrio del puerto como los suburbios se llenan de
barracas, palcos, bancos y ruidos que resuenan por todas las calles y plazas.
Es una bacanal rústica y diabólica que, tanto durante el día como durante la
noche, no conoce interrupción de los gritos, los ruidos, las músicas, los
estrépitos y las resonancias de las cornetas y trompas.
Los ciegos
cantan melopeas tristes que nadie escucha; los negros bailan y ruedan hinchando
las mejillas, los muchachitos se gastan los labios soplando en las cornetas;
los jóvenes hacen estallar petardos entre los pies de las muchachas, éstas
agitan en el aire los multicolores componentes de sus ropas; los viejos beben,
fuman y ríen; disparan los tiradores al blanco; los charlatanes hablan
hasta quedar roncos; los saltimbanquis se estiran y retuercen; sudan los vendedores de
líquidos; chirrían los gramófonos, gimen y gorjean las radios. En una
palabra: se concentra el ruido bestial y la balumba infernal de todas las
ferias del mundo.
Entontecido
por el calor y el fragor me alejaba en dirección al campo, pensando para mí
cuán locos y bufones eran mis semejantes al llamar fiestas y diversiones a esos
ataques de furor colectivo, capaces únicamente de herir los oídos, de
echar a perder el estómago, de martirizar el cerebro, de impedir el sueño y de
multiplicar las enfermedades nerviosas. Sentía necesidad de soledad y
silencio.
Pero cuando
estaba ya dejando atrás la ciudad entreví a mi derecha, en el término de una
callecita breve, que había allí una placita donde estaban algunas personas en
pie, parecían escuchar y mirar a alguien que yo no podía distinguir. No partía
de allí ruido alguno, y quise conocer las causas de aquel prodigio.
Más que plaza
parecía ser un gran patio rodeado por edificios altos, oscuros y leprosos,
ennegrecidos y descortezados por el aire salino. Se aproximaba el crepúsculo,
y el conjunto causaba una impresión de ambiente misterioso y embrujado. Había
en la placita una especie de escenario abierto que tenía a los costados
colgaduras negras a modo de bastidores. En el tablado, y a poca distancia una
de otra, se veían dos mesas de abeto, sin pintura, y detrás de cada una estaba
de pie un viejo, ambos de elevada estatura, de largas barbas blancas y de
rasgos severos. Uno de ellos vestía una garnacha de terciopelo turquí, el otro
tenía puesta una túnica color castaño que le daba el aspecto de un fraile.
Una de las mesas estaba ocupada por objetos que brillaban a los últimos
reflejos del sol; la otra estaba llena de botellas de tamaños diversos.
El viejo
vestido de turquí levantó uno de los objetos brillantes y lo enseñó a las
pocas personas presentes. Era un espejo redondo.
-Este -dijo- es el espejo
revelador del tiempo pasado; en él podréis ver a vuestro gusto las imágenes de
vuestros difuntos padres, de los antepasados más lejanos de vuestra familia.
Luego, el viejo vestido de castaño levantó una botella de color hiel y
exclamó:
-Esta botella
contiene un licor portentoso. Bastan unas pocas gotas para devolver la
vida a un moribundo o a un cadáver. Pero debo advertir que esa resurrección no
puede durar más de veinticuatro horas.
El otro viejo
tomó de su mesa otro espejo, de forma oval y dijo así:
-Este es el
espejo de la belleza desconocida. Todo el que se mire en él después de haberse
purificado con un baño, se verá a si mismo bellísimo, aun cuando sea un
monstruo deforme o una bruja repugnante.
El viejo de
castaño enseñó otra botella, pequeña y transparente:
-En esta
botella está contenida una esencia oriental que inspira ternura y
voluptuosidad. Bastará que la hagáis oler a la mujer que se os resiste, y os
amará. Pero debo confesar que su milagroso efecto no dura más de doce horas.
Sin embargo, en doce horas un enamorado audaz puede obtener mucho de lo que
desea.
El viejo de
turquí, a su vez, mostró otro, espejo grande y cuadrado:
-Este se
llama el espejo de las verdades futuras. Mirándolo atentamente por espacio de
muchas horas sin cansaros, veréis desfilar los hechos notables de vuestra vida
futura hasta la hora de la muerte. Cada uno de vosotros podrá conocer
anticipadamente lo que le sucederá, tanto lo bueno como lo malo.
El viejo de castaño alzó otra botella, grande y de color verde:
-Escuchad, señores. Esta es una de las
bebidas más prodigiosas entre todas las que se pueden ofrecer a los hombres y,
sobre todo, a las mujeres. Cada gota os hará retroceder un año, veinte gotas os
quitarán veinte años de edad. Pero se advierte que la juventud así recuperada desaparece al cabo de dos días. Mas, ¿quién
no querrá comprar por dos libras
esterlinas dos días de fresca y altiva juventud?
El viejo de
turquí mostró al público otro espejo, esta vez triangular.
-Con
este espejo se supera y vence cualquier dificultad para leer escrituras indescifrables o extranjeras. Poned mirando
hacia el mismo una carta llena de abreviaturas o de manchas, la página de un
libro escrito en árabe o japonés, y todo lo podréis leer y comprender en
inmejorable inglés.
El otro
empuñó una de sus botellas, parecida a
un frasco de medicinas, y afirmó:
-La emulsión
contenida en esta botella es una de las más prodigiosas que puedo ofrecer a mis
oyentes: ingerida en ayunas -y bastan dos cucharadas de sopa-, proporciona improvisadamente al bebedor el genio político. Se
recomienda especialmente a los diputados, a los ministros, a los secretarios
de partidos políticos, y también a los simples consejeros comunales;
desgraciadamente, el efecto dura muy poco, tan sólo cuarenta minutos. Pero en
cuarenta minutos un político puede tomar decisiones capaces de cambiar la
suerte de una nación y hasta de todo un continente.
El otro
viejo, sin dejar pasar un instante, tomó un enorme espejo hexagonal y dijo así:
-Señores y
amigos: con este espejo podréis descubrir a vuestro gusto lo que está
sucediendo lejos de vosotros, de vuestra casa y de vuestra ciudad. Podréis ver
qué es lo que hace vuestra mujer amada, cómo se comporta vuestro hijo en la
Universidad o en el buque en el que viaja por los mares, podréis ver lo que
sucede en la Corte del emperador y en las casas de vuestros amigos. Su nombre
es: el espejo de las realidades aproximadas.
Aún no había concluido de hablar cuando su compañero tendió hada el escaso
auditorio otra botella; voluminosa
y de color azul:
-Sin duda
alguna sabéis que cada uno de nosotros no está viviendo por vez primera, que hemos tenido otras existencias;
otras vidas en otras edades. Quien bebe un sorbo del líquido contenido en esta
botella podrá verse a sí mismo tal cual fue en los siglos pasados, con otros
aspectos externos y otros destinos. Pero este milagro tiene una duración
mínima: cinco minutos. Recordaréis que los moribundos pueden repasar en poquísimos
instantes toda su existencia, del mismo modo aquí. Apresuraos ciudadanos,
porque ésta es la última de mis botellas.
Atónitos y
dudando, los pocos presentes no decían palabra, ninguno compraba y los dos viejos no demostraban prisa en
vender. El crepúsculo se acentuaba más y más, la plaza se hacía más negra y
siniestra. Los dos viejos hablaban en voz baja.
Abandoné
aquel lugar y marché hacia las afueras a lo largo de un camino arbolado. Pero
después de dar unos centenares de pasos, pensé:
-¿Y si todo fuera verdad...? ¿Si aquellos
charlatanes no fueran charlatanes?
Repentina e
irresistiblemente me sobrevino la tentación de comprar todos los espejos y las
botellas. Con pocas libras esterlinas me quitarían la curiosidad. Los españoles
suelen decir: ¡¿Quién sabe?!.
Volví lentamente
sobre mis pasos y hallé la placita, pero aquel lugar estaba desierto y
silencioso, la gente había desaparecido, el escenario y sus colgaduras no se
veían, los dos viejos se habían desvanecido. Solamente estaban firmes las casas
negras, altas, leprosas, apretadas.
Giovanni Papini