El fin de Robinson
Crusoe
-¡Se encontraba allí...! Allí exactamente, ¿se dan
cuenta?, en alta mar cerca de la
Tri nidad, a 9° 22' de latitud norte. ¡No hay error posible!
El borracho golpeaba con su dedo mugriento un trozo de
mapa, manchado de grasa, y cada una de sus apasionadas afirmaciones provocaba
la risa de los pescadores y los dockers, que rodeaban nuestra mesa.
Era conocido. Gozaba de un estatuto privilegiado. Era
como si formara parte del folklore local. Lo habíamos invitado a que bebiese un
trago con nosotros para oír de su propia voz áspera algunas de sus historias.
Su aventura era ejemplar y también lastimosa, como suele suceder.
Cuarenta años antes desapareció en el mar, como tantos
otros. Su nombre fue inscrito entonces en el interior de la iglesia, junto con
los de sus compañeros de tripulación. Luego se le había olvidado.
Pero no hasta el punto de no reconocerlo, cuando al cabo
de veintidós años reapareció un día, hirsuto y vehemente, acompañado de un
negro. La historia que con cualquier pretexto desembuchaba era de las que dejan
con la boca abierta: único superviviente del naufragio de su barco, habría
permanecido solitario en una isla poblada sólo de cabras y papagayos, sin
contar con ese negro al que había, según decía, salvado de una tribu de
caníbales. Al final los había recogido una goleta inglesa y él había regresado,
después de haber tenido tiempo suficiente como para ganar una pequeña fortuna
gracias a traficar con toda clase de mercancías; negocio lucrativo y fácil en
los Caribes por aquellos tiempos.
Todo el mundo había celebrado su regreso. Se había casado
con una joven, que podría ser su hija y la vida cotidiana y vulgar parecía
haber tapado aquel paréntesis raro e incomprensible, repleto de un verdor
lujurioso y de trinos de pájaros, que se abrió en su pasado por un capricho
del destino.
Parecía, es verdad, porque, a medida que pasaban los años,
era como si un fermento sordo fuera royendo desde dentro la vida familiar de
Robinson. Viernes, su criado, fue el primero en sucumbir. Tras algunos meses
de conducta irreprochable, comenzó a beber, al principio con discreción y
después de un modo escandaloso. Luego vino el asunto de las dos muchachas
embarazadas, que fueron recogidas por el hospicio del Santo Espíritu y que
dieron a luz casi al mismo tiempo a dos bebés mestizos, que se parecían
muchísimo entre sí. ¿Aquel doble crimen carecía de firma?
Pero Robinson puso un celo desmedido en defender a
Viernes. ¿Por qué no lo despedía? ¿Qué secreto -tal vez inconfesable- lo
ataba a aquel negro?
Pero acabaron desapareciendo ciertas sumas de importancia
de casa de uno de sus vecinos y, antes incluso de que se despertara
cualquier sospecha, Viernes desapareció.
-¡Imbécil! -comentó Robinson-. Si quería dinero para
largarse, no tenía más que pedírmelo.
Y añadió no sin cierta imprudencia:
-Además, sé perfectamente a dónde se ha marchado.
La víctima del robo se agarró a aquella frase y
exigió que, o bien Robinson le devolviera el dinero, o si no que le entregara
al ladrón, y Robinson, tras una pequeña resistencia, terminó pagando.
Pero a partir de aquel día se lo vio frecuentemente
arrastrándose por los muelles o en los garitos del puerto, cada vez más
encerrado en sí mismo y repitiendo de tanto en cuando:
-Ha vuelto allí... sí. Estoy seguro... ¡Ese granuja
está allí en este momento!
Porque lo cierto es que se hallaba unido a Viernes
por un secreto que no podía contarse y ese secreto era una manchita verde,
que, cuando regresó, hizo que un cartógrafo del puerto añadiera sobre el azul
océano del Caribe. Aquella isla, después de todo, era su juventud, su hermosa
aventura, su espléndido y solitario jardín... ¿Qué esperaba bajo aquel cielo
lluvioso, en aquella villa apestosa, entre aquellos negociantes y aquellos
jubilados?
Su joven esposa que poseía la inteligencia que da la
intuición, fue la primera en adivinar su extraña y mortal nostalgia.
-Lo que pasa es que te aburres; me doy perfecta cuenta.
¡Vamos! ¡Confiesa que la añoras!
-¿Yo? ¿Estás loca…? ¿A
quién añoro... qué es lo que añoro?
-Tu isla desierta... ¡está
claro! Y sé qué es lo que te impide largarte mañana mismo... ¡lo sé
perfectamente!... ¡Soy yo!
Él protestó dando grandes
voces, pero cuanto más gritaba, más segura estaba ella de tener razón.
Lo amaba con ternura y nunca
había sabido negarle nada. Murió. Y entonces él vendió su casa y fletó un
velero rumbo al Caribe.
Pasaron unos cuantos años más.
Y volvieron a olvidarse de él. Pero cuando regresó de nuevo parecía todavía
más cambiado que tras su primer viaje.
Había hecho la travesía como
pinche a bordo de un viejo carguero. Y era un hombre envejecido, destrozado,
medio anulado por el alcohol.
Lo que dijo despertó la
hilaridad general. ¡Inencontrable...! Su isla había resultado inencontrable y
eso a pesar de los meses de encarnizada búsqueda. Se había agotado en aquella
vana exploración con una rabia desesperada, gastando sus fuerzas y su dinero
para volver a dar con aquella tierra de dicha y libertad, que parecía haberse
hundido para siempre en el mar.
-¡Y sin embargo tiene que estar
allí! -repetía aquella tarde una vez más, golpeando con el dedo sobre el mapa.
En ese momento un viejo timonel se apartó de los demás y
se acercó a darle un golpecito en el hombro.
-¿Quieres que te diga algo, Robinson? Seguro que tu isla
desierta está siempre en el mismo sitio. E incluso puedo asegurarte que tú ya
la has encontrado otra vez...
-¿Encontrado otra vez? -a Robinson le faltaba el
aliento-. Pero yo te digo que...
-Que sí, que la has vuelto a encontrar... ¡Puede que
hayas pasado diez veces delante de ella...! Pero no la has reconocido.
-¿No la he reconocido...?
-No... porque tu isla ha hecho
lo mismo que tú: envejecer. ¿Te das cuenta...? Las flores se hacen frutos y los
frutos madera y la madera verde madera muerta. En los trópicos las cosas van
muy deprisa. ¿Y tú? ¡Mírate en un espejo, idiota! ¿Y dime si tu isla hubiera
podido reconocerte cuando pasaste ante ella?
Robinson no se miró en un espejo; el consejo era
superfluo. Paseó un rostro tan triste y tan huraño sobre todos aquellos
hombres, uno a uno, que la oleada de risas que hasta ese momento iba creciendo,
se cortó en seco y en la taberna se hizo de pronto un enorme silencio.
Michel Tournier