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viernes, 23 de octubre de 2015

Biblioteca Pública de Soria







El fin de Robinson Crusoe

-¡Se encontraba allí...! Allí exactamen­te, ¿se dan cuenta?, en alta mar cerca de la Tri­nidad, a 9° 22' de latitud norte. ¡No hay error posible!
El borracho golpeaba con su dedo mu­griento un trozo de mapa, manchado de grasa, y cada una de sus apasionadas afirmaciones provocaba la risa de los pescadores y los dockers, que rodeaban nuestra mesa.
Era conocido. Gozaba de un estatuto pri­vilegiado. Era como si formara parte del folklore local. Lo habíamos invitado a que bebiese un trago con nosotros para oír de su propia voz áspe­ra algunas de sus historias. Su aventura era ejem­plar y también lastimosa, como suele suceder.
Cuarenta años antes desapareció en el mar, como tantos otros. Su nombre fue inscri­to entonces en el interior de la iglesia, junto con los de sus compañeros de tripulación. Luego se le había olvidado.
Pero no hasta el punto de no recono­cerlo, cuando al cabo de veintidós años reapa­reció un día, hirsuto y vehemente, acompaña­do de un negro. La historia que con cualquier pretexto desembuchaba era de las que dejan con la boca abierta: único superviviente del naufragio de su barco, habría permanecido soli­tario en una isla poblada sólo de cabras y papa­gayos, sin contar con ese negro al que había, según decía, salvado de una tribu de caníbales. Al final los había recogido una goleta inglesa y él había regresado, después de haber tenido tiempo suficiente como para ganar una peque­ña fortuna gracias a traficar con toda clase de mercancías; negocio lucrativo y fácil en los Ca­ribes por aquellos tiempos.
Todo el mundo había celebrado su re­greso. Se había casado con una joven, que po­dría ser su hija y la vida cotidiana y vulgar pa­recía haber tapado aquel paréntesis raro e incomprensible, repleto de un verdor lujurioso y de trinos de pájaros, que se abrió en su pasa­do por un capricho del destino.
Parecía, es verdad, porque, a medida que pasaban los años, era como si un fermento sordo fuera royendo desde dentro la vida fami­liar de Robinson. Viernes, su criado, fue el pri­mero en sucumbir. Tras algunos meses de conducta irreprochable, comenzó a beber, al principio con discreción y después de un modo escandaloso. Luego vino el asunto de las dos muchachas embarazadas, que fueron recogidas por el hospicio del Santo Espíritu y que dieron a luz casi al mismo tiempo a dos bebés mesti­zos, que se parecían muchísimo entre sí. ¿Aquel doble crimen carecía de firma?
Pero Robinson puso un celo desmedi­do en defender a Viernes. ¿Por qué no lo des­pedía? ¿Qué secreto -tal vez inconfesable- ­lo ataba a aquel negro?
Pero acabaron desapareciendo ciertas sumas de importancia de casa de uno de sus vecinos y, antes incluso de que se despertara cualquier sospecha, Viernes desapareció.
-¡Imbécil! -comentó Robinson-. Si quería dinero para largarse, no tenía más que pedírmelo.
Y añadió no sin cierta imprudencia:
-Además, sé perfectamente a dónde se ha marchado.
La víctima del robo se agarró a aquella frase y exigió que, o bien Robinson le devol­viera el dinero, o si no que le entregara al la­drón, y Robinson, tras una pequeña resisten­cia, terminó pagando.
Pero a partir de aquel día se lo vio fre­cuentemente arrastrándose por los muelles o en los garitos del puerto, cada vez más encerrado en sí mismo y repitiendo de tanto en cuando:
-Ha vuelto allí... sí. Estoy seguro... ¡Ese granuja está allí en este momento!
Porque lo cierto es que se hallaba unido a Viernes por un secreto que no podía contar­se y ese secreto era una manchita verde, que, cuando regresó, hizo que un cartógrafo del puerto añadiera sobre el azul océano del Cari­be. Aquella isla, después de todo, era su juventud, su hermosa aventura, su espléndido y so­litario jardín... ¿Qué esperaba bajo aquel cielo lluvioso, en aquella villa apestosa, entre aque­llos negociantes y aquellos jubilados?
Su joven esposa que poseía la inteligen­cia que da la intuición, fue la primera en adivi­nar su extraña y mortal nostalgia.
-Lo que pasa es que te aburres; me doy perfecta cuenta. ¡Vamos! ¡Confiesa que la añoras!
-¿Yo? ¿Estás loca…? ¿A quién añoro... qué es lo que añoro?
-Tu isla desierta... ¡está claro! Y sé qué es lo que te impide largarte mañana mismo... ¡lo sé perfectamente!... ¡Soy yo!
Él protestó dando grandes voces, pero cuanto más gritaba, más segura estaba ella de tener razón.
Lo amaba con ternura y nunca había sa­bido negarle nada. Murió. Y entonces él vendió su casa y fletó un velero rumbo al Caribe.
Pasaron unos cuantos años más. Y vol­vieron a olvidarse de él. Pero cuando regresó de nuevo parecía todavía más cambiado que tras su primer viaje.
Había hecho la travesía como pinche a bordo de un viejo carguero. Y era un hombre envejecido, destrozado, medio anulado por el alcohol.
Lo que dijo despertó la hilaridad gene­ral. ¡Inencontrable...! Su isla había resultado inencontrable y eso a pesar de los meses de en­carnizada búsqueda. Se había agotado en aque­lla vana exploración con una rabia desesperada, gastando sus fuerzas y su dinero para volver a dar con aquella tierra de dicha y libertad, que parecía haberse hundido para siempre en el mar.
-¡Y sin embargo tiene que estar allí! -repetía aquella tarde una vez más, golpean­do con el dedo sobre el mapa.
En ese momento un viejo timonel se apartó de los demás y se acercó a darle un gol­pecito en el hombro.
-¿Quieres que te diga algo, Robinson? Seguro que tu isla desierta está siempre en el mismo sitio. E incluso puedo asegurarte que tú ya la has encontrado otra vez...
-¿Encontrado otra vez? -a Robinson le faltaba el aliento-. Pero yo te digo que...
-Que sí, que la has vuelto a encon­trar... ¡Puede que hayas pasado diez veces delante de ella...! Pero no la has reconocido.
-¿No la he reconocido...?
-No... porque tu isla ha hecho lo mismo que tú: envejecer. ¿Te das cuenta...? Las flores se hacen frutos y los frutos madera y la madera verde madera muerta. En los tró­picos las cosas van muy deprisa. ¿Y tú? ¡Míra­te en un espejo, idiota! ¿Y dime si tu isla hu­biera podido reconocerte cuando pasaste ante ella?
Robinson no se miró en un espejo; el consejo era superfluo. Paseó un rostro tan triste y tan huraño sobre todos aquellos hombres, uno a uno, que la oleada de risas que hasta ese momento iba creciendo, se cortó en seco y en la taberna se hizo de pronto un enor­me silencio.

Michel Tournier