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viernes, 20 de marzo de 2015

Vehicles











De viaje   

Más allá de N. entramos en un país de prados llanos y hú­medos, entre los cuales algún que otro rastrojo lucía como la cabeza pelada de un recluta. La calesa avanzaba a buen paso a pesar de los baches y los lodazales. A lo lejos, por encima de las orejas de los caballos, se divisaba la línea del bosque. No había nadie por los alrededores, cosa normal en aquella estación del año. Tardamos mucho en vislum­brar la primera silueta humana, que se volvía cada vez más reconocible a medida que nos acercábamos. Era un indivi­duo de rostro vulgar ataviado con el uniforme de los fun­cionarios de correos. Permanecía inmóvil en el margen del camino y, cuando pasamos delante de él, nos echó una mi­rada indiferente. Apenas lo hube perdido de vista, apare­ció otro igual, también inmóvil. Lo examiné atentamente, pero pronto apareció el tercero y después el cuarto. Todos estaban de cara al camino, tenían una mirada apática y lleva­ban uniformes deslucidos. Intrigado, me levanté del asien­to para observar el camino por encima de los hombros del cochero. En efecto, a lo lejos vislumbré otra figura tiesa. Al distinguir a dos hombres más, me entró una curiosidad irresistible. Aunque separados por una distancia conside­rable, estaban lo bastante cerca los unos de los otros para verse, y por regla general se mantenían en la misma postu­ra, sin prestar a la calesa mayor atención de la que los via­jeros suelen dispensar a los postes telegráficos. Agucé la vista y pude comprobar que, más allá de cada uno de los que dejábamos atrás, aparecía otro. Ya iba a abrir la boca para preguntarle al mayoral qué significaba aquello, cuando éste, señalando al siguiente con el látigo, dijo sin vol­ver la cabeza:
-Están de servicio.
Y delante de nosotros apareció otra silueta con la mirada perdida en el vacío.
-¿Cómo es esto? -pregunté.
-Lo normal. Están de servicio. ¡Arre, bayo! ¡Arre!
Visiblemente, el calesero no tenía ganas de dar explicaciones, o tal vez las considerara superfluas. Aguijaba a los caballos, blandiendo de vez en cuando la tralla por pura costumbre. Las zarzamoras, las capillitas y los sauces soli­tarios de los márgenes nos salían al encuentro para luego quedar atrás y, a cada rato, yo volvía a descubrir entre ellos una de las consabidas siluetas.
-¿Qué servicio? -insistí.
-¡¿Cuál va a ser?! El servicio público. La línea de telégrafo.
-¡Venga! -exclamé-. ¡El telégrafo requiere cableado y postes!
-Se nota que usted no es de aquí -dijo-. Cualquiera sabe que un telégrafo normal requiere cables y postes. Pero éste es un telégrafo sin cable. Estaba previsto uno con ca­ble, pero robaron los postes y cables no los hay.
-¡¿Cómo que no hay cables?!
-Tal como lo oye. No hay. ¡Arre, rucio! ¡Arre!
Sorprendido, me callé. Pero no pensaba dar la conversación por terminada.
-¿Qué quiere decir exactamente eso de sin cable?
-Es muy sencillo. Uno le grita al otro lo que haga falta, éste se lo dice al tercero, el tercero al cuarto, y así cada uno se lo pasa al siguiente hasta que el telegrama llega a su destino. Ahora no están transmitiendo, pero cuando haya algo, lo oirá.
-¿Y una cosa así funciona?
-¡¿Por qué no va a funcionar?! Funciona. Sólo que a veces se tergiversan los despachos. Lo peor es cuando algu­no coge una curda. Entonces se lo toman a la ligera y se in­ventan palabras, y así queda. Pero, por lo demás, es inclu­so mejor que un telégrafo con cables y postes. Ya se sabe, una persona de carne y hueso siempre es más lista. No se avería con las tormentas y nos ahorramos la madera. ¡Con lo sobreexplotados que están los bosques de Polonia! Sólo los lobos provocan alguna que otra interrupción en invier­no. ¡Arre!
-Bueno, ¿y esa gente? ¿Están contentos? -pregunté, asombrado.
-¿Por qué no? No es un trabajo muy duro. Sólo que hay que saber palabras extranjeras. Y ahora el director de la estafeta de correos incluso ha ido a Varsovia por lo de la mejora. Van a darles unos cucuruchos modernos para que no tengan que desgañitarse. ¡Huesque!
-¿Y si alguno es sordo?
-No admiten a sordos. Ni a zopas. Una vez se coló por favoritismo un tartamudo, pero tuvieron que retirarlo por­que bloqueaba la línea. Dicen que en el kilómetro veinte hay uno que ha estudiado teatro. Es a quien mejor se en­tiende.
Desconcertado por su argumentación, volví a sumirme en el silencio. Dejé de prestar atención a la gente apostada a lo largo del camino. La calesa saltaba sobre los baches, rodando hacia un bosque cada vez más cercano.
-Vaya. ¿Y no les gustaría tener un telégrafo moderno con postes y cable? -tanteé con cautela.
-¡Dios nos guarde! -contestó el cochero, visiblemente sobresaltado-. Gracias a éste, en la comarca no falta traba­jo. Por lo menos no en el telégrafo. Además, esos pasmarotes se sacan un sobresueldo, porque si alguien tiene un in­terés especial en que no le embrollen el despacho, se sube a un carro y se va hasta el kilómetro diez o quince repartiendo propinas por el camino. Bueno, y un telégrafo sin cable no es lo mismo que uno con cable. Es más progresista. ¡Arre!
A través del murmullo de las ruedas nos llegó un grito apenas perceptible, diríase un soplo o un lamento lejano. Sonaba más o menos así:
-Oooeeeuuuaaaoooaaa...
El cochero se volvió sobre el pescante y aguzó el oído.
-Transmiten -dijo-. Paremos. Se oirá mejor. ¡Sooo!
Cesó el traqueteo y un gran silencio se extendió sobre la campiña. Y en medio del silencio se acercaban unas vo­ces que recordaban el graznar de las aves acuáticas. El pas­marote que estaba más cerca de nosotros arrimó la mano a la oreja.
-Está a punto de llegar hasta aquí -susurró el cochero.      
En efecto. Apenas se hubo apagado el último «aaa», en el breñal que acabábamos de atravesar resonó un prolon­gado:
-¡Paaadre haaa mueeerto, miéeercoles entieeerro!
-¡Descanse en paz! -suspiró el cochero, y fustigó a los caballos. Nos adentrábamos en el bosque.

Slawomir Mrozek