El goce y la penitencia
Todos los lunes a las cuatro y
media en punto de la tarde, yo llevaba a mi hijo Santiago al taller de Armindo
Talas, para que lo retratara: yo no hacía sino obedecer a mi marido. Siguiendo
el ejemplo de nuestros antepasados, bajo sus órdenes, grandes pintores hacían
retratos de todos los vástagos de nuestra familia, ya que en el comedor de la
casa teníamos los de sus bisabuelos pintados por Prilidiano Pueyrredón; los
míos por Fabre, en mi dormitorio; y el de mi padre disfrazado de indio, por
Bermúdez, en el vestíbulo; y el de una hermana de mi abuela vestida de amazona,
por V. Dupit, en el rellano oscuro de la escalera.
-¡Qué bien quedaría un retrato
tuyo, mío, de Santiago, de los tres, en esta casa!-repetía, cuando se habían
ido las visitas o cuando las esperábamos.
Yo lo oía como quien oye llover.
En la época de las fotografías no me parecía urgente adquirir retratos, por
valiosos que fueran. Las instantáneas, con sus ampliaciones, me gustaban más.
Dejamos pasar el tiempo, pero hay
antojos duraderos. Mi marido eligió el pintor: resolvimos que empezaría por el
retrato de Santiago, porque tenía cinco años que no volvería a tener, mientras
que nosotros ya empezábamos a cumplir siempre la misma edad. Mi marido sostenía
que los retratos tenían que parecerse al modelo: si la nariz original era
aguileña y horrible, o si era respingada y atroz, la copia tenía que serlo.
Había que dejar de lado la belleza. En una palabra, le gustaban los
mamarrachos. Yo sostenía que la expresión de una cara no dependía, en modo
alguno, de sus líneas ni de sus proporciones, y que el parecido no se manifestaba
en meros detalles.
El taller de Armindo Talas
quedaba en la calle Lavalle, a dos cuadras de Callao: era misterioso, pobre y
enorme, con ventanales por donde se entreveían infinitas azoteas y patios con
plantas casi negras. Sobre la repisa del caballete, sucia de pintura, a veces
había pan, restos quizá del desayuno. En los rincones, entre papeles, aparecían
tarros de miel y de café y alguna cuchara pringosa. En un altillo se
amontonaban toda suerte de objetos polvorientos, hasta un caballo de calesita y
la cabeza de una vaca que estuvo, según me aseguró el pintor, durante años
sobre la puerta de una carnicería de Avellaneda. Pocas veces en mi vida, salvo
en un jardín o en un museo, habla visto a un pintor seriamente entregado a su
tarea. Me fascinaba ver a Armindo Talas preparar la paleta con todos los
colores, como pastas dentífricas, que iba sacando de los pomos, los pinceles
que tenía en un cacharro y que secaba cuidadosamente con un trapo. En lugar de
mirar como pintaba Armindo Talas, poco a poco, insensiblemente, le miré las
manos, luego el mentón, luego la boca. No me gustó. Yo llevaba un libro, que
nunca pude leer, porque él y yo conversábamos continuamente. ¿De qué? A veces
quisiera reproducir esos diálogos que eran el fruto de mi aburrimiento; no
puedo. Hablábamos tal vez de las noticias de los diarios o tal vez de lugares
pintorescos de Buenos Aires, de los veraneos, de eso hablábamos mucho, ahora lo
recuerdo, pero jamás de cosas íntimas.
Un día Santiago se portó mal: la
voz de un vendedor de helados que iba pregonando por la calle, creo que lo
perturbó. Hacía gestos, no quería sentarse y a cada instante abría la boca y
miraba el techo con cara de idiota. Como única penitencia le infligí la
penitencia más divertida del mundo: lo encerré con llave en el altillo. Oí su
jubiloso paso, su alegría mientras Armindo aprovechaba la oportunidad para
mostrarme cuadros, libros, fotografías. Nos miramos en los ojos por primera
vez. Él me pidió que me levantara el pelo para admirar mi perfil con la oreja
descubierta. Fue como si me ordenara quitarme la ropa. No quise. Insistió. No
sé cómo, terminamos sentados en el diván azul, debajo del ventanal, él con un
lápiz y un papel en las manos, yo, mostrándole mi perfil con la oreja
descubierta. Hablábamos sin cesar. ¿Quién era el charlatán? Ninguno de los dos.
Estábamos nerviosos. Me confesó que el hecho de retratar a mi hijo lo asustaba
un poco, porque era la primera vez que retrataba a un niño. Para él, cada
cuadro que pintaba, era el primero. Yo protesté diciéndole que era modesto. Me
respondió:
-Al contrario. En eso consiste
ser un gran pintor. Cada cuadro es un problema nuevo, un problema inesperado.
Al verlo afligido lo consolé lo
mejor que pude. Le tomé la mano y miré el dibujo que había hecho de mi perfil.
Se me antojó que en una lámina para estudiantes de anatomía, esa oreja era una
parte muy vergonzosa del cuerpo humano. Me pareció indecente, se lo dije y lo
rompí. Sonrió complacido. Estudiamos el retrato de Santiago, lo retiramos del
caballete y le colocamos un marco. Nadie hubiera conocido a mi hijo. Prometí a
Armindo fotografías que podrían servirle de ayuda.
En el altillo no se oía ningún
ruido. Comencé a inquietarme por Santiago.
-No se habrá suicidado -dije-,
podría tirarse por la ventana.
-La ventana queda muy arriba -me
contestó Armindo.
-Puede comer pintura. Es un niño
violento.
-No hay pintura.
Corrí a abrirle la puerta.
Santiago estaba jugando con unos muñecos articulados y no quiso salir del
altillo. Me arañó un brazo. Volví a encerrarlo.
Entonces sin saber qué hacer nos
abrazamos como si nos despidiésemos, desesperadamente. Todo fue natural
mientras mirábamos el malogrado retrato de Santiago.
Cada vez que llevaba a Santiago
al taller, para infligirle la consabida penitencia, involuntariamente yo
conseguía que se portara mal. No había otro pretexto para encerrarlo con nave.
Armindo y yo sabíamos que nuestro goce duraría el tiempo de la penitencia. De
ese modo eché a perder la educación de Santiago, que terminó por pedirme que lo
pusiera en penitencia a cada rato.
El retrato se parecía cada vez
menos al modelo. En vano indiqué a Armindo ciertas características de la cara
de mi hijo: la boca de labios anchos, los ojos un poco oblicuos, el mentón
prominente. Armindo no podía corregir esa cara. Tenía una vida propia,
ineludible. Una vez concluido el cuadro, pensamos que nuestra dicha también
había concluido.
Volví a mi casa, aquel día, en
taxímetro, con Santiago, con el retrato y con una espina clavada en el hígado.
Mi marido al ver el cuadro declaró que no lo pagaría. Sugerí que podía
cambiarlo por una naturaleza muerta o un león parecido a los de Delos. Durante
una semana el cuadro anduvo de silla en silla, para que lo vieran las visitas y
la servidumbre. Nadie reconocía a Santiago, por más que Santiago se colocara
junto al retrato. El cuadro terminó detrás de un ropero. Entonces quedé
encinta. No fui víctima de malestares ni de fealdades, como la vez anterior.
Comer, dormir, pasear al sol fueron mis únicas ocupaciones y algún furtivo encuentro
con Armindo, que me abrazaba como a un almohadón. No podíamos amarnos sin
Santiago en penitencia, en el altillo.
Di a luz sin dolor.
Cuando mi hijo menor tuvo cinco
años, durante una mudanza mi marido comprobó que era idéntico al retrato de
Santiago. Colgó el cuadro en la sala.
Nunca sabré si ese retrato que
tanto miré formó la imagen de aquel hijo futuro en mi familia o si Armindo
pintó esa imagen a semejanza de su hijo, en mí.
Silvina Ocampo