Noé
Las estaciones pertenecen a
dos categorías: están las estaciones de transición, la primavera y el otoño, en
las que el cielo bascula, y las estaciones estables, el verano y el invierno,
en las que parece fijarse una quietud agonizante.
Con el otoño empiezan los
tiempos morosos en que aumentan las noches, los soles palidecen y los
petirrojos reaparecen en los jardines, después de una misteriosa migración
forestal que dura todo el verano. Los últimos trabajos del jardinero -quitar
las hojas secas, purgar los grifos exteriores, guardar mesas y sillas- se
parecen al arreglo mortuorio que precede a la sepultura. Sólo la labor de
enterrar los bulbos de tulipanes, narcisos y jacintos expresa la esperanza en
una próxima primavera.
Todo está preparado para
recibir las lluvias tranquilas y densas de las noches otoñales. Es el tiempo de
Noé, el santo patrón de todas las inundaciones. Fijémonos en que su arca no
navega realmente. El arca no es botada, como un barco, sino que es el agua la
que va hasta ella. Como la lluvia no cesa durante días y días, al final el arca
se levanta bruscamente del suelo. No tiene velas ni timón. No va a ninguna
parte. Sólo flota a la deriva. No se le pide otra cosa. Por las ventanas vemos
salir la cabeza barbuda de Noé, el hocico de un jabalí, el cuello de una jirafa
y un chimpancé haciendo muecas.
Nada hay más simpático que
el papel casi ecológico de Noé: debe salvar las especies animales amenazadas de
desaparición por el Diluvio. Ese bueno de Yahvé tiene el detalle de salvar lo
esencial de su creación, amenazado por su propia cólera.
También está en este
episodio del Génesis el papel meteorológico que juega Dios, o si se prefiere,
la dimensión divina que se atribuye a la meteorología. La tempestad es la
cólera de Dios, la lluvia su tristeza, y cuando se reconcilia con la tierra, un
arco iris une los dos horizontes. El terrible Yahvé, al final incluso se pone
tierno y jura que no volverá a hacerlo: «No volveré a maldecir la tierra... y
no volveré a golpear a los seres vivos tal como lo he hecho. A partir de ahora,
mientras dure la tierra, las siembras y las cosechas, el frío y el calor, el
verano y el invierno, el día y la noche no cesarán jamás». Es la gran paz
campestre al ritmo de las estaciones, en resumen lo contrario y como el
antídoto de las convulsiones de la Historia.
Pero eso es otra cosa.
Aquel Noé, tanto tiempo encerrado en su arca inmóvil y balanceante, oyendo la
lluvia crepitando en el techo y cantando en los canalones, ¿qué debía hacer?
¿Acaso dormía? Está demostrado que la gente duerme más en invierno que en
verano. También engordan un poco (habrá que hacer una cura de adelgazamiento
en primavera). El hombre invernal imita, a pequeña escala, al lirón o a la
marmota hibernando.
Muy bien, pero eso no
responde a la pregunta. ¿Qué hacía Noé en medio de aquel zoológico, sin duda
tan amodorrado como él? La cuestión es digna de excitar la pluma de algún
novelista. Lo confieso, sí, yo estuve tentado de escribir El diario de a bordo
de Noé. Pero después descubrí un texto admirable de Marcel Proust en Los
placeres y los días (sólo el título debería haberme puesto en guardia), que
hacía vana mi empresa. Es este:
Cuando yo era niño, ningún
personaje de la Historia sagrada me parecía tan digno de compasión como Noé, a
causa del Diluvio que le mantiene encerrado en el arca durante cuarenta días.
Más tarde estuve enfermo a menudo, y también tuve que permanecer durante
largos días en el «arca». Entonces comprendí que jamás pudo Noé ver mejor el
mundo que desde el arca, a pesar de que estuviese cerrada y que la tierra
estuviera oscura.
La respuesta está clara. En
la oscuridad tambaleante del arca, con una lechuza posada sobre su hombro y con
el escritorio apoyado en la giba de un dromedario, Noé escribía En busca del
tiempo perdido.
Michel Tournier