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domingo, 11 de enero de 2015

Llibres Mallorca



Arreglo en blanco y negro

La mujer con amapolas de terciopelo de color rosa prendidas en el cabello teñido de rubio atravesó la habitación con paso sugerente y danzarín, y cogió el delgado brazo del anfitrión.
-¡Lo he atrapado! -exclamó-. ¡Ahora no puede escapárseme!
-¡Vaya! ¿Qué tal? -dijo su anfitrión-. ¿Cómo está usted?
-Oh, muy bien -contestó ella-. Estupendamente. Quisiera pedirle un inmenso favor, ¿lo hará? ¿Verdad que lo hará?
-¿De qué se trata? -preguntó su anfitrión.
-Mire, desearía conocer a Walter Williams. La verdad, ese hombre me vuelve loca. ¡Oh! ¡Qué manera de cantar! ¡Cómo can­ta esos espirituales! Como le digo a veces a Burton: «Tienes suerte de que Walter Williams sea un hombre de color. Si no fuera así, tendrías muchos motivos para estar celoso». Me encantaría cono­cerlo. Me gustaría decirle que lo he oído cantar. Por favor, sea us­ted bueno y preséntemelo.
-Claro que sí -contestó su anfitrión-. Pensaba que ya lo co­nocía; damos la fiesta en su honor. Pero ¿dónde está?
-Está ahí, junto a la biblioteca -dijo ella-. Esperemos a que acabe de hablar con esa gente. Bueno, me parece que es usted ma­ravilloso al dar esta magnífica fiesta en su honor y ofrecerle la po­sibilidad de conocer a tantas personas blancas. Supongo que le es­tará agradecidísimo.
-Espero que no -contestó el anfitrión.
-Me parece tremendamente generoso por su parte, de verdad. No entiendo por qué no va a estar bien reunirse con gente de co­lor. Yo no tengo ningún tipo de prejuicios con esas cosas, ni remo­tamente. A Burton, en cambio, le pasa justo lo contrario. Bueno, ya sabe; él es de Virginia, y ya sabe cómo son allí.
-¿Ha venido esta noche? -preguntó el anfitrión.
-No, no ha podido -contestó-. Esta noche soy la viuda ale­gre. Al marcharme, le he dicho: «No sé qué voy a hacer». Él estaba tan cansado que no podía dar ni un paso. ¡Qué pena!, ¿verdad?
-¡Ah! -dijo el anfitrión.
-Cuando le diga que he conocido a Walter Williams, le dará algo. A menudo discutimos sobre la gente de color. Me pongo tan nerviosa que le suelto cualquier cosa. «No seas tonto», le digo. Pero debo decir en favor de Burton que es mucho más tolerante que muchos de esos del sur. En realidad, le encanta la gente de co­lor. Por nada del mundo tendría criados blancos. Y, ¿sabe?, tiene una vieja niñera de color, la típica mammy negra, a la que quiere muchísimo. Vaya, todavía ahora, cuando va a su casa, pasa por la cocina para verla. Lo único que dice es que no tiene nada en con­tra de la gente de color, siempre que se mantenga en su sitio. No para de hacerles favores, les da ropa y no sé cuántas cosas más. Eso sí, dice que no se sentaría a la mesa con uno de ellos por nada del mundo. «¡Oh! Me pones mala con esas cosas», le digo. Soy muy dura con él, ¿verdad?
-Oh, no, no, no, no -contestó el anfitrión-. No, no.
-Sí, claro que sí -replicó ella-. Ya sé que soy muy dura. ¡Po­bre Burton! Yo, en cambio, no pienso igual que él. No tengo el me­nor prejuicio hacia las personas de color. Sin ir más lejos, algunas incluso me encantan. Son como niños, despreocupados, tranquilos, siempre están cantando, riendo y todo esto. ¿Conoce a alguien más feliz? Sinceramente: solo con verlas, me echo a reír. Oh, me gus­tan, de veras. Mire, me lava la ropa una mujer de color desde hace años, y le tengo muchísimo cariño. Es todo un personaje. Y mire lo que le digo: la considero como una amiga. Ni más ni menos. Como le digo a Burton: «¡Bueno, al fin y al cabo, todos somos seres humanos!». ¿No es verdad?
-Sí -contestó el anfitrión-, naturalmente.
-Por ejemplo, tomemos a ese Walter Williams -dijo ella-. Creo que un hombre como él es un verdadero artista. De verdad. Creo que merece tener muchísimo éxito. Cielos, me gusta tanto esa música y todo eso que no me importa de qué color tenga la piel. Sinceramente, creo que si una persona es artista, nadie debería tener prejuicios que le hicieran rechazar la oportunidad de conocerla. Eso es exactamente lo que le digo a Burton, ¿le parece que tengo razón?
-Sí -contestó el anfitrión-. Claro que sí.
-Así pienso yo. La verdad, no puedo entender la estrechez de miras. ¡Vaya!, estoy convencida de que es un privilegio conocer a un hombre como Walter Williams. De verdad. No tengo ningún prejuicio. ¡Cielos!, también el Señor lo creó a él, igual que nos creó a nosotros, ¿verdad?
-Claro -contestó el anfitrión-. Naturalmente.
-Eso es lo que yo digo -prosiguió ella-. Oh, cuando tropiezo con gente que tiene prejuicios en relación con las personas de color, me enfado tanto que no puedo callarme. Naturalmente, admito que cuando encuentras a un hombre de color malo, es terrible. Pero, como le digo siempre a Burton, también hay algunos blancos malos en este mundo, ¿no es verdad?
-Supongo que sí.
-Vaya, me encantaría que un hombre como Walter Williams viniera a mi casa a cantar alguna vez. Naturalmente, no podría pedírselo por culpa de Burton, pero no me importaría en absoluto. ¡Oh, cómo canta! Es maravilloso cómo llevan la música dentro, parece algo innato. Ande, vayamos a verlo y a hablar con él. Pero, dígame, ¿qué debo hacer cuando me presente? ¿Debo darle la mano o qué?
-Bueno, haga lo que quiera -dijo el anfitrión.
-Quizá sea lo mejor. Por nada del mundo quisiera que pensa­ra que tengo prejuicios. Creo que lo mejor será que le dé la mano, como haría con cualquier otra persona. Eso es lo que haré.
Se dirigieron hacia el negro alto y joven que estaba junto a la biblioteca. El anfitrión los presentó; el negro se inclinó.
-¿Cómo está usted? -dijo.
La mujer de las amapolas de terciopelo rosa le tendió la mano extendiendo el brazo de modo ostensible, hasta que el negro la co­gió, la estrechó y la soltó.
-¡Oh!, ¿cómo está usted, señor Williams? -dijo ella-. ¿Qué tal? Ahora mismo estaba comentando lo mucho que me gusta có­mo canta usted. He asistido a sus conciertos y tenemos discos su­yos. ¡Me gustan muchísimo!
Hablaba vocalizando, moviendo los labios cuidadosamente, como si se dirigiera a un sordo.
-Muy amable -contestó él.
-Esa canción que usted canta, «Water Boy», me encanta. La verdad, no puedo quitármela de la cabeza. Tengo a mi marido me­dio loco, me paso el día tarareándola. El pobre está negro... Bueno, dígame, ¿de dónde saca esas canciones?
-Bueno -dijo él-, hay tantas...
-Supongo que le debe de gustar mucho cantar esos viejos espirituales tan preciosos -dijo ella-. Debe de ser estupendo. ¡Oh, me encantan! Bueno, ¿y qué está haciendo en este momento? ¿Sigue cantando? ¿Por qué no ofrece otro concierto un día de estos?
-Voy a dar uno el día dieciséis de este mes -contestó. 
-Bien, pues iré. Iré, si puedo. Cuente conmigo. Cielos, aquí viene una multitud de gente para hablar con usted. ¡Es usted el huésped de honor! ¡Oh!, ¿quién es esa muchacha vestida de blanco? La he visto en algún sitio.
-Es Katherine Burke -contestó el anfitrión.
-¡Santo cielo! -exclamó-. ¿Katherine Burke? Vaya, parece totalmente distinta fuera del escenario. Pensaba que era mucho más guapa. No sabía que fuera tan oscura en realidad. Caramba, si parece casi... ¡Oh!, ¡es una actriz fantástica!, ¿no cree, señor Williams? ¡Oh, la encuentro maravillosa! ¿Usted no?
-Sí -contestó.
-Sí, yo también -dijo ella-. Fantástica. ¡Oh, cielos!, debería dar la oportunidad a alguien más de hablar con el invitado de honor. Bueno, no lo olvide, señor Williams, asistiré al concierto, si es que puedo. Aplaudiré con todas mis fuerzas. y si no puedo ir, diré a todos mis conocidos que vayan. ¡No lo olvide!
-No lo olvidaré -dijo él-. Muchísimas gracias.
El anfitrión la cogió por el brazo y la llevó a la habitación contigua.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó la mujer-. ¡Casi me muero! De verdad, le doy mi palabra: casi me da algo. ¿Ha oído cómo he estado a punto de meter la pata? Iba a decir que Katherine Burke parecía casi una negra. Me he callado a tiempo. ¡Oh!, ¿cree que se habrá dado cuenta?
-No lo creo -contestó el anfitrión.
-Bueno, gracias a Dios. Porque por nada del mundo hubiera querido que se sintiera molesto. Vaya, es encantador. Verdaderamente encantador. Unos modales encantadores y todo lo demás. Sabe, hay tantas personas de color a las que les das la mano y se to­man el brazo... Pero él no ha intentado hacer nada de eso. Bueno, él es más sensato, supongo. Es encantador, ¿no cree?
-Sí -contestó el anfitrión.
-Me ha gustado mucho. No tengo ningún prejuicio contra él porque sea un hombre de color. Me sentía con él tan a mis anchas como con cualquier otra persona. Pero, sinceramente, me costaba aguantarme la risa: estaba pensando en Burton. ¡Oh, cuando le cuente a Burton que lo he llamado «señor»!

Dorothy Parker - The New Yorker, 8 de octubre de 1927