Había una vez, en esta gran ciudad de Pest, un pobre zapatero que nunca consiguió enriquecerse con el trabajo de sus manos.
No creáis que
todo el mundo había decidido dejar de usar botas, ni que los gobernantes de la
ciudad le ordenaron que vendiera el calzado a mitad de precio. El honrado
zapatero trabajaba tan bien, que sus clientes se quejaban de que casi
nunca llegaban a romper unas
botas hechas por él. Llovían los encargos, todos le pagaban puntualmente y a
nadie se le pasó nunca por la imaginación el desaparecer para quedarle a deber
la cuenta.
A pesar de
esto, el maestro Juan jamás conseguía levantar cabeza, sino que por el
contrario, estuvo tentado muchas veces de tirarse al río y ser tragado por las aguas. Claro que esto no pasaba de
ser, su parte, un simple desahogo, porque el maestro Juan era buen cristiano,
y un cristiano no se suicida por mucho que el destino lo maltrate.
El maestro
Juan no lograba nunca vivir con holgura, porque Dios le había bendecido de otro
modo, y con gran abundancia, en la familia: todos los años, con exacta
regularidad, su mujer le daba un hijo;
una vez un chico, otra una chica, siempre pletóricos de fuerza y salud.
-¡Oh, Dios
mío! suspiraba Juan el zapatero
cada vez que llegaba un hijo más. Suspiró al sexto, al séptimo y al octavo.
Tras esta larga línea, ¿no llegaría nunca el punto final?
Vino al mundo
el noveno, murió la madre y el punto final llegó.
El maestro
Juan se encontró solo en este vasto mundo con sus nueve hijos, que ya es
bastante. Dos o tres iban a la escuela, otros aprendían, poco a poco, a andar,
y todavía los había más pequeños a los que tenía que llevar en brazos, dar de
comer, preparar la papilla. Tenía que alimentarlos, vestirlos y lavarlos y,
además, entretenerlos. Reconozcamos, amigos míos, que tal carga es pesada; pero
con un poco de práctica, acaba por soportarse.
¿Se trataba de
zapatos? Tenía que hacer nueve pares. ¿Había que partir pan? ¡Nueve raciones al
mismo tiempo! Cuando llegaba la hora de preparar las camas, la habitación
entera se llenaba de ellas, de repente. Y, desde la puerta a la ventana, todas
las camas con cabezas humanas, pequeñas y grandes, rubias y morenas.
-¡Oh, Dios
mío, Dios mío! -suspiraba con frecuencia el honrado artesano cuando,
incluso pasada medianoche, manejaba infatigablemente la lezna para alimentar
los cuerpos de tantas almas, y trataba de calmar a uno o a otro de sus hijos,
que no quería dormir tranquilo. Eran nueve, ni más ni menos. Pero, ¡alabado sea
Dios! no tenía de qué quejarse. Los nueve se criaban maravillosamente: todos
hermosos, decididos, educados y con las manos y las piernas bien formadas y un
estómago de hierro. Prefería él nueve raciones de pan a un frasco de medicina,
y nueve camas arrimadas unas a otras a un único ataúd en medio de ellas. Que
Dios aparte el ataúd de los padres y madres sensibles, aun cuando al perder un
hijo se queden todavía con ocho. También es verdad que los hijos del maestro
Juan no tenían deseo alguno de morirse; estaban predestinados los nueve, a
caminar por la vida. Todo lo resistían: la lluvia, la nieve y el régimen eterno
pan seco.
Un día,
víspera de Navidad, el maestro Juan
regresaba a su casa tardísimo, después de haber dado interminables vueltas por
la ciudad. Había ido a entregar un trabajo al domicilio de ciertos clientes,
recibiendo por él lo justo para pagar el material y atender a los gastos
caseros. Cuando se dirigía apresuradamente a su casa vio que en todas las
esquinas se habían instalado puestos cargados de dorados corderitos, que
honrados vendedores facilitaban a los niños bien educados, informándose
previamente por los padres a fin de no entrar en negociaciones con los que
fuesen malos. El maestro Juan se detuvo varias veces ante los puestos. ¿Debía o
no comprar de aquellas chucherías? Pero, al recordar que tenía nueve hijos,
dudó. Comprarles a todos era demasiado para sus posibilidades; comprar sólo a
uno suscitaría envidia en los otros. Les haría otro regalo de Navidad, algo
hermoso y magnífico que no se rompiera ni se gastara y que los regocijara a
todos sin que hubiera posibilidad de privar de ello a ninguno.
-Hijos míos,
uno, dos, tres, cuatro... veo que
estáis todos aquí -dijo al entrar
en medio de su familia de nueve
cabezas.
¿Sabéis que
hoy es víspera de Navidad? ¡Es una gran fiesta, una fiesta magnífica! Hoy no
trabajamos más, vamos a festejar esta noche.
Los niños se
pusieron tan contentos ante la diversión que parecía que la casa se venía
abajo.
-Esperad,
estaos quietos. Voy a enseñaros una linda canción de Navidad. Sé una preciosa.
La guardé para esta noche y es el regalo que os hago.
El grupo de
pequeños se abrazó con un ruido ensordecedor a las piernas y al cuello
del padre, derribándolo casi, a causa de la canción de Navidad.
-Atención a lo
que os digo. En primer o lugar, ¡quietecitos! ¡Todos en línea! Así: los mayores
delante, los más pequeños o detrás.
Los alineó
como tubos de órgano. Los dos más pequeños se sentaron en las rodillas y en un
brazo del padre.
-Y ahora,
silencio. Primero cantaré yo solo, después cantaréis todos conmigo.
Entonces, con
aire grave y recogido, después de quitarse su gorro verde, el maestro Juan se
puso a cantar esa bellísima canción que
empieza:
Cantemos al
nacimiento
del dulcísimo
Jesús...
Los chicos y las
chicas mayores aprendieron pronto la melodía, pero los más pequeños
estropeaban la letra y el ritmo.
Por fin
acabaron por saberla todos. Y fue una gran alegría cuando los nueve empezaron
a cantar, con sus frescas voces, esa bella canción que un día cantaron los propios
ángeles y que cantan tal vez hasta hoy, después que la voz alegre y armoniosa
de nueve almas inocentes pidió un eco celestial. Seguro que allá, en las
alturas, se regocijaron con el canto de estos niños. Pero es cierto también que
en el primer piso de la casa el regocijo
no era tan grande. Vivía allí, solo en nueve habitaciones, un viejo solterón.
En la primera se sienta, en la segunda duerme, en la tercera fuma en pipa, en
la cuarta come. Y sólo Dios sabe
lo que podrá hacer en las demás. No tiene mujer; ni mujer ni hijos; pero en
compensación posee tanto dinero que de seguro que no sabe hasta qué punto es
rico. Aquella noche, este hombre riquísimo estaba sentado en su octava
habitación y se preguntaba por qué su comida no era sabrosa, por qué los días y
las noches no guardaban nada interesante, por qué aquellas amplias
habitaciones no estaban suficientemente ventiladas, y por qué no podía
conciliar el sueño en su blando lecho, cuando, subiendo del bajo donde vivía
el maestro Juan, oyó, primero con suavidad, después más fuerte, la canción de
Navidad invitando a todo el mundo a
alegrarse. Al principio no quiso prestar atención pensando que acabaría pronto.
Pero cuando allá abajo empezaron a cantarla por décima vez perdió la paciencia.
Arrojó a un lado el cigarro apagado y bajó, en bata, a casa del zapatero.
-Es usted
Juan, el maestro zapatero, ¿no es cierto? -preguntó el hombre rico.
-A sus órdenes, señor. ¿Desea usted tal vez un
par de botas de charol?
-No le busco a usted por ese motivo. ¡Por lo
que veo, hijos no le faltan!
-Los
tengo grandes y chicos, señor. Y son numerosos cuando les doy de comer.
-Y más
numerosos todavía me parecen a mí cuando se ponen a cantar. Oiga, maestro Juan,
quiero que sea usted un hombre feliz. Deme uno de sus hijos. Lo adoptaré; será
como hijo mío. Le daré una buena educación y lo llevaré a viajar conmigo por el
extranjero. Se convertirá en un hombre rico y podrá ayudar a los demás.
El maestro
Juan abrió mucho los ojos al oír las palabras del ricachón. Se trataba de dar
una respuesta importante. ¿Hacer de uno de los niños un hombre rico? ¿Quién es
el padre que no se conmueve ante esta perspectiva?
-Me lo da, ¿no
es cierto? Seguro que me lo da... Es una gran felicidad para él. Escójalo de
prisa entre toda la chiquillería, porque quiero regresar a casa.
El maestro Juan empezó a escoger:
-Este menudito es Alejandro. No lo doy. Es buen estudiante. Será con el
tiempo un gran sabio. Esta es una chica, y usted no quiere, de seguro, una
chica. Chiquiño? Pero es que éste me ayuda ya en el oficio! no puedo prescindir
de él. Zeqhinha es la madre, pintiparada, así que tiene que quedarse conmigo.
¿Pablo? No, que era el preferido de su madre y no descansaría ella tranquila si
se lo diese a un extraño. Estos dos son aún más pequeñitos, ¿qué haría usted
con ellos?
De modo que al
acabar la cuenta todavía no se había decidido. Volvió a empezar por los más
pequeños y el resultado fue idéntico. Imposible escoger, imposible dar uno de
ellos, pues los quería mucho a todos.
-Vamos, niños,
tenéis que escoger vosotros. ¿Quién quiere salir de esta casa para volverse
persona importante? ¿Quién quiere irse ahora?
Al hablar así
el pobre zapatero estuvo a punto de deshacerse en lágrimas. Pero los niños,
mientras él los animaba, fueron todos a esconderse tras el padre: uno se le
agarraba de la mano, otro a las rodillas y otro al delantal de cuero, para que
no los viera el ricachón.
Por fin el
maestro Juan, no pudiendo dominarse más, se inclinó hacia ellos, los rodeó con
sus brazos y se puso a llorar sobre sus cabezas. Los niños no tardaron en
seguir el ejemplo del padre.
-¡Imposible,
señor! No puedo. Lo siento, pero no puedo dar a mis hijos a nadie ya que Dios
me los dio a mí.
El hombre rico
contestó que no tenía intención
de imponerle su voluntad. Y a continuación
pidió al maestro Juan que le hiciese, al menos, un servicio insignificante:
que no siguiese cantando con sus hijos, y aceptase, a cambio de este sacrificio,
un billete de mil pengos. El maestro Juan no había oído nunca estas maravillosas
palabras: «mil pengos» y he aquí que esta vez sentía el billete en la palma de
la mano.
El vecino se volvió a su piso a seguir reconcomiéndose,
mientras el maestro Juan, después de
mucho admirar el billete de mil pengos lo metió tímidamente en el arca, se
guardó la llave en el bolsillo y se
calló.
La
chiquillería se calló también. Estaba
prohibido cantar.
Los hijos mayores se sentaron en las sillas y trataron, aunque sin
convicción, de tranquilizar a los más pequeños: no se puede cantar porque el
hombre rico, desde el piso de
encima, nos oiría.
El propio maestro Juan, silencioso, no dejaba de dar con el pie en el suelo. Y acabó
por apartar bruscamente al más joven, el predilecto de su mujer, que pretendía
aprender la bella canción de Navidad, alegando que ya le estaba fastidiando.
-Está
prohibido cantar.
Después se
sentó enfadado en su banco de trabajo y se puso a cortar y recortar con tanta
atención que, de repente, se dio cuenta de que estaba cantando involuntariamente.
Cantemos al nacimiento
del dulcísimo
Jesús.
Se golpeó la
boca con la mano. La cara le enrojeció de cólera. Dio un gran martillazo en la
mesa, tiró el banco, abrió el arca, sacó de allí el billete, y corrió a casa
del señor del primer piso.
-Señor, ¡que
Dios le bendiga! Guárdese este dinero, si le place. Yo no lo quiero. Prefiero cantar cuando me apetezca. Eso vale
para mi más que mil pengos.
Puso el
billete sobre la mesa y regresó apresuradamente junto a sus hijos. Besólos uno
tras otro, los alineó como si fueran tubos de órgano, se sentó entre ellos en
su banco de carpintero, y entonces, con el corazón alegre, se pusieron a
cantar:
Cantemos al
nacimiento
del dulcísimo
Jesús.
Estaban
contentos, tan contentos, que se diría que la casa era suya. Al revés sucedía a
aquel a quien la casa ya pertenecía: andaba, solitario, a través de sus nueve
habitaciones, y se preguntaba sin cesar qué motivo de alegría podían encontrar
los otros en este mundo tan vasto y aborrecible.
Mauricio Jokai