El mérito
Un hombre de sesenta años que vivía en Estambul se casó por
amor, a pesar de los consejos de sus amigos, con una joven y hermosa mujer.
El hombre era una persona célebre por su honor y rica, a la
que con frecuencia se recurría para conocer su opinión acerca de asuntos
delicados.
Le sucedió lo que a menudo sucede a los hombres de edad e
imprudentes. Su joven mujer tomó un amante de su edad, al que veía
clandestinamente en una casa de citas muy discreta, regentada por una vieja
alcahueta.
Aunque ambas mujeres fueron muy hábiles, un día la relación
salió a la luz. Unos amigos muy solícitos consideraron que era un deber, y un
placer, informar de su infortunio al marido engañado. El hombre se encargó de
verificar sus afirmaciones. Convocó a la alcahueta y, con amenazas, así como
con la ayuda de una bolsa de plata, consiguió que confesara todo.
Hizo entonces llamar a su esposa, que algo se temía, y que
no pudo negar la evidencia. Bajo las precisas acusaciones de su marido, la
mujer lloró, se derrumbó e imploró todos los perdones del mundo por más que
sabía que las leyes vigentes prohibían aquel perdón y que corría el riesgo de
sufrir el repudio y la muerte.
El hombre, cuyo amor no se había debilitado aunque lo
ocultase, le ordenó que subiera a su dormitorio y que aguardara su decisión.
Ella le obedeció.
Durante toda la noche el hombre permaneció solo. Rezó,
reflexionó sobre esas complejas nociones que son el amor y la fidelidad y
releyó también el texto de las leyes, preguntándose si era de verdad posible establecer
unas obligaciones que se aplicaran a todos.
Volvió a rezar, reflexionó en lo más profundo de su ser, se
cuestionó. Por fin tomó su decisión.
Temprano por la mañana, salió. Lo vieron en diferentes
lugares de la gran ciudad. Hacia el final de la mañana volvió a su casa y pidió
a los criados que prepararan comida para dos personas.
Cuando la comida estuvo lista, ordenó bajar a su esposa y
le pidió que se sentara enfrente de él. Silenciosa, la mujer presentaba un
rostro pálido y cansado, en el que todavía se veían las huellas de las lágrimas
de la noche.
-Comamos -dijo el hombre.
Mientras les servían la comida, el marido recordó a su
mujer que al día siguiente recibirían invitados y que ella tenía que ocuparse
de que la cena transcurriera bien. Le dijo también que, un poco más tarde,
irían unos obreros para arreglar una parte del tejado que se había hundido
hacía poco y que contaba con ella para que los recibiera y los vigilara.
En resumen, el hombre se comportaba como lo habría hecho
cualquier otro día, con normalidad. Nada parecía preocuparle.
La joven esposa estaba extrañada, inquieta incluso, por la
actitud de su marido, de quien esperaba reproches y castigos.
Cuando empezaron a comer, el hombre le dijo:
-¿No despliegas tu servilleta?
En efecto, en su desconcierto, la mujer se había olvidado
de coger su servilleta de la mesa. Al desplegarla, descubrió un estuche con el
sello del mejor joyero de la ciudad.
Abrió el estuche y vio una joya magnífica.
-¿Para quién es? -preguntó la mujer sumida en el más
profundo de los desconciertos.
-Para ti -le respondió su marido.
La mujer miraba la joya sin comprender, sin atreverse
siquiera a tocarla.
Con voz temblorosa, por fin, dijo:
-Pero ¡yo no merezco recibirla!
-No -le replicó su marido-, pero yo he merecido
regalártela.
(Jean-Claude Carrière - El círculo de los mentirosos)