-Cuando se habla del número de
científicos locos que han querido conquistar el mundo dijo Harry Purvis
mientras contemplaba pensativo su vaso de cerveza-, la gente exagera mucho. Que
yo recuerde, sólo me he encontrado con uno.
-Si sólo recuerdas uno, es que no
conociste muchos mas -precisó con cierta frialdad Bill Temple-. No es algo que
se olvide fácilmente.
-Supongo que no -replicó Harry
con ese irrebatible tono de inocencia que desarma a sus críticos-. Y, además,
no se trataba de ningún loco. Pero lo cierto es que estaba empeñado en
conquistar el mundo, o para ser más exacto, en dejar que lo conquistasen.
-¿Qué lo conquistase quién?
-preguntó George Whitley-. ¿Los marcianos?
¿O los consabidos hombrecillos verdes
de Venus?
-Ni los unos ni los otros.
Colaboraba con alguien mucho más próximo a nosotros. Sabréis a quien me refiero
si os digo que era mirmecólogo.
-¿Mirmequé? -preguntó George.
-Déjenle seguir con su historia
-dijo Drew desde el otro lado de la barra-. Ya son más de las diez, y si esta
semana no consigo que se vayan ustedes a la hora de cerrar, voy a perder la
licencia.
-Gracias -dijo Harry con
solemnidad a la vez que le entregaba el vaso para que se lo llenase de nuevo-.
La historia ocurrió hace dos años, cuando yo estaba en el Pacífico en una
misión oficial. Se trataba de algo bastante secreto, pero en vista de lo que ha
sucedido después ya no supone ningún riesgo hablar de ello. Nos llevaron a mí y a otros dos científicos a un atolón
del Pacífico, a menos de mil millas de Bikini, para instalar un equipo detector
en el plazo de una semana. Su función, por supuesto, era la de vigilar a
nuestros buenos amigos y aliados cuando empezaran a jugar con reacciones
termonucleares. O, por decirlo de otra forma, debía coger las sobras que
dejaran los de la Comisión de Energía Atómica. Los rusos, por descontado,
estaban haciendo lo mismo que nosotros, y aunque de vez en cuando nos topábamos
con ellos, ambos bandos intentábamos pasar por corderitos.
»Nos habían dicho que el atolón
estaba deshabitado, pero se habían equivocado por completo. La verdad es que
tenía una población de varios cientos de millones...
-¿Cómo? -se asombraron todos.
-...varios cientos de millones
-prosiguió Purvis con toda calma-, incluyendo en este número a un ser humano.
Tropecé con él cierto día en que me metí tierra adentro para ver el paisaje.
-¿Tierra adentro? -preguntó
George Whitley-. ¿No dijiste que era
un atolón? ¿Cómo puede una barrera de
coral...?
-Era un atolón rollizo -dijo
Harry sin titubear-. Y, además, ¿quién está contando la historia, tú o yo?
-aguardó desafiante durante unos segundos hasta que se le cedió el paso de
nuevo-. Pues bien, allí estaba yo, caminando por la margen de un riachuelo
encantador, bajo los cocoteros, cuando para mi gran sorpresa llegué junto a una
noria, de aspecto muy moderno por cierto, que propulsaba una dinamo. De haber
tenido un poco de sensatez, supongo que habría regresado para contárselo a mis
compañeros, pero no pude resistir aquel reto y decidí examinar el terreno por
mí mismo. Recordé que se hablaba de
la existencia de tropas japonesas perdidas, que aún no sabían que la guerra
había acabado, pero esta teoría no me convencía demasiado.
»Seguí el cable de transmisión,
que me condujo hasta una colina, y al otro lado, en un descampado bastante
amplio, vi un edificio bajo y encalado. Numerosos montículos de tierra
aparecían por toda la extensión del descampado; eran altos y desiguales y
estaban unidos entre sí por una red
de cables. Jamás había visto algo tan extraño, y me quedé en suspenso durante
más de diez minutos sin saber qué pensar. Cuanto más miraba, menos sentido le
encontraba a aquello.
»Me esforzaba por tomar alguna
decisión cuando vi salir del edificio a un hombre alto, de pelo blanco, que se
dirigió hacia uno de los montículos. Llevaba un instrumento en las manos y un
par de auriculares colgados alrededor del cuello, y en seguida imaginé que se trataba de un
contador Geiger.
»En ese momento comprendí lo que
eran aquellos montículos: termiteros. Rascacielos mucho más altos que el Empire
State para los hombres, habitados por las llamadas hormigas blancas.
»Con gran interés, aunque
bastante extrañado, vi que el viejo introducía el aparato en la base del
termitero y después de escuchar atentamente durante unos instantes, regresaba
al edificio. Sentía ya tanta curiosidad que decidí hacerle notar mi presencia.
No sabía qué tipo de investigación estaba llevando a cabo, pero desde luego no
tenía nada que ver con la política internacional y, por lo tanto, el único que
tendría algo que esconder sería yo. Luego veréis lo equivocado que estaba.
»Grité para que me viera y
descendí la colina agitando los brazos. El hombre se detuvo, mirándome mientras
me acercaba. No parecía muy sorprendido. Cuando me aproximaba, observé su
desaliñado bigote, que le daba un aspecto ligeramente oriental. Tendría unos
sesenta años y se mantenía muy erguido. Aunque sólo llevaba unos pantalones
cortos, su aspecto reflejaba tanta dignidad que me sentí algo avergonzado por
mi estrepitosa llegada.
»"Buenos días -dije con
tono de disculpa-. No sabía que hubiera alguien más en la isla. Yo he venido
con un equipo de... de observadores científicos. Nos hemos instalado al otro
lado."
»Al oírme, sus ojos se
agrandaron. "Ah, un colega -dijo en un inglés casi perfecto- Encantado de
conocerle. Pase usted a la casa."
»Le seguí muy gustoso -la
caminata me había acalorado- y pude ver que la casa era en realidad un gran
laboratorio. Había una cama en un rincón, un par de sillas, un hornillo y un
lavabo portátil como los que usan los excursionistas. En eso consistían, al parecer,
sus enseres personales. Todo, sin embargo, estaba limpio y cuidado; mi
desconocido amigo parecía un recluso, pero se proponía mantenerse por encima de
la situación.
»Me presenté primero y, tal como
yo deseaba, se apresuró a hacer lo mismo. Era el profesor Takato, biólogo
adscrito a una de las universidades más conocidas del Japón. No parecía muy
japonés, excepto por el bigote que mencioné antes. Con aquel porte erguido y
digno, me recordaba a un viejo coronel de Kentucky que conocí una vez.
»Tras ofrecerme un vino extraño
pero muy refrescante, nos sentamos y conversamos durante un par de horas. Como
les ocurre a la mayoría de los hombres de ciencia, se sentía feliz al poder
hablar con alguien que sabría valorar su trabajo. Es cierto que mi campo es la
física y la química más que la biología, pero las investigaciones del profesor
Takato me parecieron fascinantes.
»Supongo que no sabréis gran cosa
sobre las termitas, así que voy a recordaros sus características principales.
Son uno de los insectos sociales más desarrollados, y viven en grandes colonias
en toda la extensión de los trópicos. No soportan el frío, pero lo curioso es
que tampoco aguantan la luz directa del sol. Cuando tienen que trasladarse de
un lugar a otro, construyen pequeñas vías cubiertas. Al parecer, tienen un
medio de comunicarse que desconocemos pero que es casi instantáneo, y aunque
individualmente son bastante indefensas y torpes, reunidas en una colonia se
comportan como un ser inteligente. Algunos escritores han establecido comparaciones
entre un termitero y el cuerpo humano, compuesto también éste de células vivas
individuales que forman una entidad muy superior a las unidades básicas. A las
termitas a menudo se les llama "hormigas blancas", pero es una
denominación incorrecta, porque no son hormigas en absoluto, sino otra especie
muy distinta. ¿O debería haber dicho
otro "género"? Nunca me aclaro con estas cosas...
»Bueno, perdonad esta breve
conferencia, pero es que después de oír a Takato durante un rato yo también
empecé a entusiasmarme por las termitas. ¿Sabíais, por ejemplo, que además de
cultivar huertas tienen también sus propias vacas -vacas insecto, claro-, y que las
ordeñan? La verdad es que son unos seres endiabladamente complejos, aunque
actúan siempre por instinto.
»Pero será mejor que os hable del
profesor. Cuando yo le conocí, se hallaba solo, y llevaba ya varios años en la
isla, pero contaba con algunos ayudantes que le traían materiales e
instrumentos del Japón y le asistían en el trabajo. Su primer logro importante
fue hacer con las termitas lo que von Frisch había hecho con las abejas:
aprender su lenguaje. Era mucho más complejo que el sistema de comunicación
empleado por las abejas, que como probablemente sabéis se basa en movimientos
de danza. Supe que la red de cables que unía los termiteros con el laboratorio
no sólo permitía al profesor Takato escuchar a las termitas cuando hablaban
entre sí, sino que también le servía para hablarles a ellas. No es tan
fantástico como parece si se utiliza la palabra "hablar" en su
sentido más amplio. Hablamos con muchos animales, pero por supuesto no siempre
utilizando la voz. Cuando lanzas un palo para que tu perro corra a cogerlo,
estás empleando una forma de hablar: un lenguaje de signos. Por lo que pude
entender, el profesor había elaborado una especie de código que las termitas
comprendían, aunque yo ignoraba hasta qué punto servía para transmitir
conceptos.
»Volví todos los días, en cuanto
tenía un rato libre, y al cabo de una semana ya éramos buenos amigos. Quizá os
extrañe que lograra mantener en secreto estas visitas, pero la isla era
bastante grande y todos mis colegas, como yo, salían con frecuencia a
explorarla. Por alguna razón, pensaba que el profesor Takato era de mi
exclusiva propiedad y no quería exponerle a la curiosidad de mis compañeros,
unos tipos incultos, graduados de una universidad provinciana como Oxford o
Cambridge.
»Me alegra decir que fui útil al
profesor; le arreglé la radio y le instalé parte de su equipo electrónico.
Utilizaba mucho los rastreadores radiactivos para seguir individualmente a
algunas de las termitas. De hecho, cuando le vi por primera vez iba siguiendo
el rastro a una con el contador Geiger. Cuatro o cinco días después de habernos
conocido, los contadores empezaron a oscilar como locos y el equipo que
nosotros habíamos instalado comenzó a perturbar la recepción. Takato sospechó
lo que había ocurrido; nunca me había preguntado el objeto exacto de nuestra
presencia en la isla, pero creo que lo sabía. Cuando le saludé, puso en marcha
los contadores y me dejó escuchar el rugido de la radiación. Acusaban la lluvia
radiactiva; no era suficiente para causar daño, pero sí para elevar mucho el contenido del aire.
»"Me parece -dijo con
suavidad-, que ustedes los físicos se están divirtiendo de nuevo con sus
juguetes. Y esta vez son juguetes muy grandes."
»"Me temo que tiene usted
razón -contesté. No podíamos estar seguros hasta analizar las lecturas, pero
todo parecía indicar que Teller y su equipo habían activado la reacción de
hidrógeno-. Pronto habremos dejado tan atrás las primeras bombas atómicas, que
parecerán petardos mojados."
"Mi familia -dijo el
profesor Takato sin expresar la menor
emoción-, se hallaba en Nagasaki."
»Cualquier comentario habría
estado fuera de lugar, y me sentí aliviado
cuando añadió: "¿Se ha
preguntado usted alguna vez quien ocupará nuestro lugar cuando hayamos
desaparecido?".
»"¿Sus termitas? -pregunté medio en broma. Pareció vacilar durante unos
instantes. Después dijo con tranquilidad-: Venga conmigo; no le he mostrado
todo."
»Nos dirigimos a un rincón del
laboratorio donde se hallaban unos instrumentos ocultos bajo fundas protectoras
y el profesor descubrió un artefacto bastante curioso. A primera vista parecía
uno de esos manipuladores utilizados para manejar a distancia materiales
radiactivos peligrosos. El movimiento se transmitía accionando unas manivelas
con varillas y palancas adosadas, pero todo parecía estar dispuesto en función
de una caja pequeña situada a pocas pulgadas de distancia. "¿Qué es?", pregunté.
»"Es un micromanipulador.
Lo diseñaron los franceses para trabajos de biología. Hay pocos en el
mundo."
»Entonces me acordé. Eran
aparatos que mediante un mecanismo de reducción apropiado permitían realizar
operaciones increíblemente delicadas. Tan sólo con mover el dedo una pulgada,
el instrumento que uno manejaba se movía una milésima de pulgada. Los
científicos franceses que desarrollaron esta técnica habían construido pequeñas
fraguas sobre las que podían fabricar diminutos escalpelos y pinzas de vidrio
fundido. Trabajando exclusivamente a través de microscopios, habían logrado
disecar células individuales. Extirparle el apéndice a una termita (en el caso,
altamente dudoso, de que este insecto poseyera uno) sería cosa de niños con un
instrumento semejante.
"No soy muy hábil con el
manipulador -confesó Takato-. Uno de mis ayudantes se encarga de trabajar con
él. No he mostrado esto a nadie todavía, pero usted me ha sido de gran ayuda.
Venga conmigo, por favor."
»Salimos y caminamos a lo largo
de las avenidas formadas por los altos montículos, duros como el cemento. No
todos tenían el mismo diseño arquitectónico, porque hay muchas clases distintas
de termitas, en realidad algunas ni siquiera construyen protuberancias sobre el
terreno. Me sentía algo así como un gigante que caminara por Manhattan, porque
se trataba de verdaderos rascacielos, cada uno con sus propios y prolíficos
habitantes.
»Había un pequeño cobertizo de
metal (¡nada de madera; las termitas pronto se habrían encargado de ella!)
junto a uno de los montículos, y al entrar en él quedó fuera la deslumbrante
luz del sol. El profesor pulsó un interruptor y un tenue resplandor rojo me
permitió ver diversas clases de instrumentos ópticos.
»Aborrecen la luz -me dijo-, y
por eso es bastante difícil observarlas. Pero hemos resuelto el problema
utilizando luz infrarroja. Esto es un convertidor de imágenes del tipo que se
utilizó durante la guerra para operaciones nocturnas. ¿Los conoce?"
»"Sí, por supuesto
-contesté-. Los francotiradores los acoplaban a sus rifles para dar en el
blanco en la oscuridad. Son aparatos muy ingeniosos; me alegra ver que usted
les ha encontrado una aplicación civilizada."
»El profesor Takato tardó
bastante en encontrar lo que buscaba. Parecía manejar un complicado periscopio
que le permitía sondear los pasadizos de la ciudad de las termitas. De pronto,
dijo: "¡De prisa, antes de que desaparezcan!".
»Me acerqué y ocupé su lugar.
Tardé un segundo o dos en ajustar la visión correctamente, y aún más en
apreciar la escala de la escena que estaba presenciando. Vi entonces seis
termitas, muy ampliadas, que atravesaban con bastante rapidez el campo de
visión. Marchaban en grupo, como los perros esquimales cuando van enganchados
unos con otros. Y es una buena analogía, porque las termitas estaban
arrastrando un trineo...
»Me quedé tan estupefacto que ni
siquiera me fijé en que carga transportaban. Cuando desaparecieron de mi vista,
me volví hacia el profesor Takato. Mis ojos ya se habían acostumbrado al tenue
resplandor rojo, y podía verle perfectamente.
»"¡De modo que ese es el
aparato que ha construido con el micromanipulador! -exclamé-. Es asombroso;
jamás lo hubiera creído." "Eso no es nada -contestó el profesor-. Las
pulgas amaestradas son capaces de tirar de una carreta. No le he dicho lo más
importante. Sólo construimos unos cuantos de esos trineos. El que usted vio lo construyeron
ellas mismas."
»Me dio tiempo para asimilar
aquello, y tardé un buen rato en hacerlo. Luego siguió hablando suavemente,
pero con una especie de entusiasmo reprimido: "Recuerde que las termitas,
individualmente, apenas si tienen inteligencia. Sin embargo, la colonia en su
conjunto es un organismo de muy alto nivel, y además, inmortal, a no ser que
ocurra algún accidente. Su desarrollo se paralizó en su estructura instintiva
actual millones de años antes de que apareciera el hombre, y por si sola no
podrá escapar jamás de la estéril perfección que ha alcanzado. Se encuentra en
un callejón sin salida por carecer de herramientas, por no tener un medio
efectivo para dominar a la naturaleza. Les di la palanca, para aumentar su
potencia, y ahora el trineo, para mejorar su eficacia. Pensé en proporcionarles
la rueda, pero es mejor esperar hasta una etapa posterior; no les sería muy
útil ahora. Los resultados han sobrepasado todas mis suposiciones. Comencé con
este termitero únicamente, pero hoy todos los demás tienen las mismas
herramientas. Se han enseñado unas a otras, lo que prueba que son capaces de
cooperar entre sí. Es cierto que entablan guerras, pero eso no ocurre cuando
hay comida suficiente para todas, como sucede aquí. Sin embargo, no se puede
juzgar un termitero con criterios humanos. Lo que pretendo es animar su cultura
rígida y petrificada, sacarla del surco en que ha estado estancada durante
tantos millones de años. Les voy a dar más herramientas, otras técnicas nuevas,
y antes de morirme espero ver que empiezan a inventar cosas por ellas
mismas".
»"¿Por qué lo hace?",
pregunté; sabía que no se trataba sólo de simple curiosidad científica.
»Porque no creo que el hombre
logre sobrevivir, y quisiera que se salvasen algunas de las cosas que ha
descubierto. Si está en un callejón sin salida, creo que se le debe prestar
ayuda a otra raza. ¿Sabe usted por qué elegí esta isla? Pues fue para que mi
experimento quedase totalmente aislado. Mi supertermita, si es que llega a
desarrollarse, deberá permanecer aquí hasta que sus realizaciones hayan
alcanzado un nivel muy alto. De hecho, hasta que logre cruzar el Pacífico...
»"Pero hay otra posibilidad.
El hombre no tiene rival en este planeta. Creo que le vendría bien tener uno.
Podría ser su salvación."
»No se me ocurrió nada que
decirle; esta fugaz visión de los sueños del profesor era abrumadora... y, sin
embargo teniendo en cuenta lo que acababa de ver, resultaba convincente. Porque
sabía que el profesor Takato no estaba loco. Era un visionario, y conservaba
una objetividad sublime respecto a sus previsiones, pero éstas se basaban en
resultados científicos sólidamente cimentados.
»Y no es que sintiera enemistad
hacia los seres humanos; sentía lástima. Creía que la humanidad había llegado a
un punto muerto y deseaba salvar algo del naufragio. Me resultaba imposible
censurarle.
»Debimos permanecer mucho tiempo
en aquel cobertizo, explorando posibles futuros. Recuerdo haberle sugerido que
quizá podría llegarse a algún tipo de entendimiento mutuo, ya que dos culturas
tan dispares como la del hombre y la de la termita no tenían por qué entrar en
conflicto. Pero me resultaba difícil creer mis propias palabras, y si
efectivamente llega a producirse un enfrentamiento no estoy muy seguro de quien
ganaría. ¿Pues de qué le servirían al
hombre sus armas, contra un enemigo inteligente que podría arrasar todos los
campos de trigo y todas las cosechas de arroz del mundo?
»Casi había oscurecido cuando
salimos. Fue entonces cuando el profesor me hizo su última confesión.
»"Dentro de unas semanas
-dijo-, voy a dar el paso más importante de todos."
»"¿Cuál?", pregunté.
»"¿No lo adivina? Les voy a
dar el fuego."
»Aquellas palabras me produjeron
una extraña sensación en la espina dorsal. Sentí un escalofrío que nada tenía
que ver con la proximidad de la noche. La espléndida puesta de sol que en aquel
momento tenía lugar tras las palmeras parecía un símbolo, y de repente comprendí que su simbolismo era aún más profundo de
lo que yo había pensado.
»Era una de las más bellas
puestas de sol que jamás había visto, y en parte era creación del hombre.
Arriba en la estratosfera, el polvo de una isla muerta aquel día rodeaba la
tierra. La raza a la que pertenezco había avanzado un paso gigantesco, ¿pero
tenía ahora alguna importancia?
»"Les voy a dar el fuego." Nunca dudé que el profesor lo
lograría. Y una vez logrado, al ser humano no le salvarían estas fuerzas que acababa
de desencadenar...
»El hidroplano vino a recogernos
al día siguiente, y no volví a ver a Takato. Aún sigue allí; en mi opinión, es
el hombre más importante de la Tierra. Mientras nuestros políticos se enzarzan
en discusiones, él nos está convirtiendo en seres pretéritos.
»¿Creéis que alguien debería
detenerle? Quizá todavía estemos a tiempo. Lo he pensado a menudo, pero nunca
encuentro una razón verdaderamente convincente para intervenir. En una o dos
ocasiones casi me decidí a hacerlo, pero cogía el periódico y leía los
titulares. Creo que debemos darles una oportunidad. Me parece imposible que
ellas hicieran las cosas peor que nosotros.
(Arthur C. Clarke)