Durante las cálidas y bellas noches de julio nos gustaba vagar por entre estas ruinas sin igual, testigos de tantas escenas de amor y de sangre. Cuando los rayos de la luna bañaban con plateada luz la alta Torre de la Vela o las almenas de la Torre de Comares, que destacaban como dientes de sierra sobre el azul oscuro de un cielo estrellado; cuando los altos cipreses de fantásticas formas proyectaban a lo lejos sus largas sombras, semejantes a otros tantos gigantes, esperábamos entonces que se alzaran ante nosotros los espectros de los antiguos huéspedes de la Alhambra; el valeroso Moro Gazul y su bien amada la incomparable Lindaraja, de la familia de los Abencerrajes, paseaban enlazados bajo la bóveda de las higueras: un poco más allá, el orgulloso Abenamar se inclinaba hacia la bella Galiana. La ingrata Zaida, sola, la más cruel de las bellezas moras, permanecería insensible a la voz que cantaba en el silencio de la noche este romance morisco:
Bella Zaida de mis ojos
Y del alma bella Zaida,
De las moras la más bella
Y más que todas ingrata.
Pero las damas y los caballeros moros no son los únicos que vuelven
para vagar de noche entre las ruinas de la Alhambra. La torre de los Siete
Suelos, o de los siete pisos, es visitada por los aparecidos y, según la
leyenda popular, nadie ha podido pasar del cuarto piso. Hombres valientes que
se atrevieron a aventurarse fueron rechazados por un furioso soplo, que no sólo
apagó su luz, sino que les dejó inmóviles y como petrificados. Otras veces,
estos intrépidos visitantes se encontraron cara a cara con un terrible etíope
que les amenazaba con matarles si no volvían sobre sus pasos. Pero lo que
contribuye sobre todo a hacer infranqueable este paso es la presencia de una
legión de moros que se lanzan sobre todos los que se atreven a aparecer por
allí. Cierto es que algunas personas han intentado explicar la imposibilidad de
pasar del cuarto piso, pretendiendo que la torre, a pesar de su nombre, sólo
tiene, en efecto, cuatro pisos y no siete. Pero éstos son, seguramente,
espíritus fuertes, gentes que no creen en nada.
(Charles Davillier – Gustave Doré - Viaje por España, 1862-1873)
Abenabet y Romaiquía
El rey Abenabet estaba casado con Romaiquía y amábala más que a nadie
en el mundo. Ella fue muy buena, hasta el punto de que sus dichos y hechos se
refieren aún entre los moros; pero tenía el defecto de ser muy caprichosa y
antojadiza. Sucedió que una vez, estando en Córdoba, en el mes de febrero,
empezó a caer nieve. Cuando Romaiquía
vio la nieve comenzó a llorar. Preguntóle el rey por qué lloraba. Ella
respondió que porque nunca la llevaba a
sitios donde nevara. Como Córdoba
es tierra cálida, donde solo nieva muy de tarde en tarde, el rey entonces, por
agradarla, mandó plantar almendros por toda la sierra para que, cuando al
florecer por el mes de febrero parecieran cubiertos de nieve, satisficiera ella
su deseo de ver nieve.
Otra vez, estando en su cámara, que daba al río, vio la reina a una
mujer del pueblo que, descalza, pisaba lodo para hacer adobes. Cuando la vio
Romaiquía se puso a llorar. Preguntóle el rey por qué lloraba. Contestóle que
porque nunca podía hacer lo que quería, aunque fuera una cosa tan inocente como
la que estaba haciendo aquella mujer. El rey entonces, por complacerla, mandó
llenar de agua de rosas el estanque grande que hay en Córdoba, y en vez de lodo
hizo echar en él azúcar, canela, espliego, clavo, hierbas olorosas, ámbar, algalia
y todas las demás especias y perfumes que pudo encontrar, y poner en él un
pajonal de cañas de azúcar. Cuando el estanque estuvo lleno de estas cosas, con
las que se hizo el lodo que podéis imaginar, llamó a Romaiquía y le dijo que se
descalzase y pisara aquel lodo e hiciera con él cuantos adobes quisiera.
Otro día, por otra cosa que se le antojó, comenzó a llorar. Preguntóle
el rey por qué lloraba. Respondióle que cómo no iba a llorar si nunca él hacía
nada por tenerla contenta. El rey, viendo que había hecho tanto por darle gusto
y satisfacer sus caprichos y que ya no podía hacer más, le dijo en árabe: Wa la
nahar at-tin?, lo que quiere decir: ¿Ni siquiera el día del lodo?, como dándole
a entender que, pues olvidaba las otras cosas, no debía olvidarse del lodo que
mandó hacer por agradarla.
(Conde Lucanor)