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miércoles, 26 de marzo de 2014

FERS (Federación Española de Religiosos Socio-sanitarios)


Tipo de organización: Federación
Misión / Objetivos: La FERS es una asociación de Derecho Pontificio, con personalidad jurídica propia, integrada por los Superiores Mayores de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, dedicados, en España, parcial o totalmente a actividades sanitarias y asistenciales relacionadas con el mundo socio-sanitario. Como organismo eclesial se rige por las normas del Derecho Canónico y por sus propios Estatutos.
Se dedica a: Ayuda humanitaria, Voluntariado, Cooperación al desarrollo, Voluntariado ONG, Atención a enfermos y sus familias, ONG Sida

La matrona de Éfeso

Había una vez en Éfeso una matrona conocida por su virtud que provocaba la curiosidad incluso de las mu­jeres de las zonas aledañas. Pues bien, cuando su marido murió, no le bastó, como se acostumbra, seguir el cortejo con los cabellos despeinados y golpearse los senos desnu­dos a la vista del público, sino que tras acompañar al di­funto al mismo sepulcro y depositar el cuerpo en un hipo­geo al estilo griego, se instaló allí para velarlo y llorarlo noche y día.
Ni sus padres ni sus allegados lograron disuadirla de su aflicción y del afán de dejarse morir de hambre. Los mis­mos magistrados, por último, también tuvieron que dejarla después de ser rechazados.
Todo el mundo se lamentaba por esta mujer singular­mente ejemplar, que ya llevaba cinco días sin probar ali­mento. La acompañaba en su duelo una esclava fidelísima que mezclaba sus lágrimas con las de ella y se encargaba de encender la lámpara mortuoria cada vez que bajaba.
En la ciudad entera sólo se hablaba de ella. Los hombres de toda condición confesaban no conocer otro ejemplo más brillante de virtud y amor.
En esos días el gobernador de la provincia había conde­nado a unos ladrones a ser crucificados cerca de la capilla donde la matrona lloraba al reciente cadáver.
Un soldado hacía la guardia ante las cruces para impedir el robo o la sepultura de algún cuerpo. A la caída de la no­che, notó una luz bastante viva, que refulgía entre las tumbas, y los gemidos de la inconsolable viuda. Según el muy humano defecto de la curiosidad, quiso saber quién estaba allí o qué sucedía, y bajó a la cripta.
Al contemplar a tan hermosa mujer, su primera reac­ción fue quedar paralizado de miedo como si hubiera en­contrado algún fantasma o alguna aparición infernal. Pero cayó en la cuenta de lo que realmente pasaba al ver el cuerpo del muerto y al observar las lágrimas y el rostro araña­do de la mujer, es decir, que ésta no podía soportar la pér­dida de su marido pues todavía lo deseaba.
Enseguida trajo al monumento su frugal cena y se puso a exhortar a la desconsolada a acabar con su inútil tristeza y aliviar su pecho de gemidos que a nada conducían; que todos tenemos el mismo fin y la misma última morada, de­cía. Le desplegó, en resumen, todos los argumentos con los que se curan las úlceras del alma.
Exasperada la mujer con consuelo tan imprevisto, se gol­peó con más vehemencia el pecho, y extendía sobre el ina­nimado cuerpo los cabellos que se arrancaba. El soldado no cejó en su empeño y con igual persuasión trató de hacer comer a la triste joven.
La primera en tender una mano vencida a la amabilidad de la propuesta fue la esclava, provocada por el aroma del vino. No bien acabó de reconfortarse con la bebida y el ali­mento, se puso a atacar la resistencia de su ama, con estas palabras:
-¿De qué te servirá todo esto si el hambre acaba con­tigo, si te entierras viva, si entregas tu alma inocente antes que el destino lo haya decidido? «¿Crees, por ventura, que las cenizas o los manes sepultos lo advierten?». ¿Es que no quieres volver a vivir? ¿Quieres perseverar en este mu­jeril capricho en vez de gozar de los favores de la luz cuan­to te sea lícito? La vista misma de este cadáver te debe per­suadir a vivir.
Nadie escucha con desgana una invitación persuasiva para comer o para vivir. Al final, nuestra mujer, agotada por un ayuno de varios días, hizo treguas con su constancia y se atracó de comida con no menos avidez que la primera en rendirse, su esclava.
Vosotros conocéis seguramente las tentaciones que muy a menudo vienen con el estómago lleno... El sol­dado, usando la misma seducción con la que logró hacer que la matrona le tomara gusto a la vida, se lanzó esta vez al asedio de su castidad.
El joven no carecía de belleza ni de elocuencia a los ojos de la pudorosa viuda. La esclava le servía de alcahueta re­pitiendo a cada instante:
-«¿Vas a combatir ahora un amor que te agrada?».
¿Para qué alargarme más? La mujer rompió también el ayuno concerniente a esa parte del cuerpo, y nuestro per­suasivo soldado salió victorioso en ambas pruebas.
Se acostaron juntos, por consiguiente, no sólo aquella no­che, que fue la de su boda, sino también al día siguiente y al tercero. Las puertas de la cripta, por supuesto, las ha­bían cerrado para que cualquiera, conocido o desconocido, que viniere al sepulcro, creyese que la castísima esposa ha­bía expirado sobre el cuerpo de su marido.
Con esto, el soldado estaba encantado de la belleza de la mujer y de la seguridad del sitio. Compraba en el mercado todo lo bueno que sus recursos le permitían y, tan pronto caía la noche, lo llevaba a la tumba.
Aconteció que los padres de uno de los crucificados, al ver la custodia relajada, desclavaron y bajaron de noche a su hijo para rendirle el último servicio.
Mientras tanto, el soldado encomendado a la guardia con­tinuaba divirtiéndose. Cuando al día siguiente vio una cruz sin cadáver, temeroso del castigo que le esperaba, fue a con­tarle a la mujer lo sucedido.
-¡Pero no voy a esperar la sentencia del juez! -excla­mó él- Con esta espada haré justicia conmigo mismo por mi negligencia. Prepárame, pues, un sitio para morir, y que este fatal sepulcro sirva a la vez para tu amante y para tu marido.
No menos compasiva que honesta, la mujer le respondió:
-No permitan los dioses que tenga yo que presenciar los funerales de los dos hombres que más he querido. ¡Pre­fiero colgar al muerto que dejar morir al vivo!
Y sin desdecirse, le ordenó sacar del féretro el cuerpo de su marido y clavarlo en la cruz que se presentaba vacía.
El soldado ejecutó la brillante idea de la sagacísima mu­jer, y al día siguiente la gente se preguntaba toda maravi­llada cómo un muerto había podido colocarse en la cruz.
(Petronio)