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domingo, 16 de marzo de 2014

Real Expedición Botánica a Nueva España (1787 - 1803)

          

Volvamos la vista ahora a cosas más agradables de la escena. El placer que nos ha causado el aspecto general de los diferentes países que hemos visitado ha sido, sin disputa, el más constante manantial de nuestras satisfacciones. Es más que probable que la pintoresca hermosura de muchos puntos de Europa sea superior a todo lo que hemos visto; pero siempre se experimenta cierto placer comparando los caracteres de los diferentes países, cosa que difiere en cierto modo de la admiración que despierta la simple belleza. Depende, en primer lugar, ese placer del conocimiento que pueda tenerse de las regiones especiales de cada país. Por mi parte, me inclino mucho a creer que una persona que conozca la música como para poder apreciar cada nota aislada, apreciará mejor el conjunto de un concierto, si tiene buen gusto; así como el que pueda apreciar en detalle todas las partes de un paisaje está más en condiciones de formar idea del total. Un viajero debe, pues, ser botánico; porque en todos los paisajes, el más hermoso ornamento lo forman las plantas. Los grupos de rocas peladas, aunque afecten las formas más agrestes, pueden presentar sublime aspecto por unos instantes; pero este espectáculo no tarda en resultar monótono. Revístanse esas rocas de colores espléndidos, como en Chile septentrional, y tendremos unas escenas fantásticas; pero cúbrase de vegetación, y nos dará un cuadro admirable.

(Charles Darwin - El viaje del Beagle)

Polea loca

En una época en que yo tuve veleidades de ser em­pleado nacional, oí hablar de un hombre que durante los dos años que desempeñó un puesto público no con­testó una sola nota.
-He aquí un hombre superior -me dije-. Merece que vaya a verlo.
Porque debo confesar que el proceder habitual y for­zoso de contestar cuanta nota se recibe es uno de los inconvenientes más grandes que hallaba yo a mi aspi­ración. El delicado mecanismo de la administración na­cional -nadie lo ignora- requiere que toda nota que se nos hace el honor de dirigir, sea fatal y pacientemen­te contestada. Una sola comunicación puesta de lado, la más insignificante de todas, trastorna hasta lo más hondo de sus dientes el engranaje de la máquina nacio­nal. Desde las notas del presidente de la República a las de un oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado, todas encarnan igual nobleza adminis­trativa, todas tienen igual austera trascendencia.
Es, pues, por esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas funciones, no me atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera serían contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo aún, había permanecido dos años en la Administración Nacional, sin contestar -ni enviar, desde luego- ninguna nota...
Fui, por consiguiente, a verlo, en el fondo de la repú­blica. Era un hombre de edad avanzada, español, de mucha cultura -pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del trópico.
Mi hombre se echó a reír de mi juvenil admiración cuando le conté lo que me llevaba a verlo. Me dijo que no era, cierto -por lo menos el lapso transcurrido sin contestar una sola nota-. Que había sido encargado escolar en una colonia nacional, y que, en efecto, había dejado pasar algo más de un año sin acusar recibo de nota alguna. Pero que eso tenía en el fondo poca im­portancia, habiendo notado por lo demás...
Aquí mi hombre se detuvo un instante, y se echó a reír de nuevo.
-¿Quiere usted que le cuente algo más sabroso que todo esto? -me dijo-. Verá usted un modelo de fun­cionario público... ¿Sabe usted qué tiempo dejó pasar ese tal sin dignarse echar una ojeada a lo que recibía? Dos años y algo más. ¿Y sabe usted qué puesto desem­peñaba? Gobernador... Abra usted ahora la boca.
En efecto, lo merecía. Para un tímido novio -digá­moslo así- de la Administración Nacional, nada podía abrirme más los ojos sobre la virtud de mi futura que las hazañas de aquel don Juan administrativo... Le pedí que me contara todo, si lo sabía, y a escape.
-¿Si lo sé? -me respondió-. ¿Si conozco bien a mi funcionario? Como que yo fui el gobernador que le sucedió... Pero, óigame más bien desde el principio. Era en... En fin, suponga usted que el ochenta y tan­tos. Yo acababa de regresar a España, mal curado aún de unas fiebres cogidas en el golfo de Guinea. Había hecho un crucero de cinco años, abasteciendo a las fac­torías españolas de la costa. El último año lo pasé en Elobey Chico... ¿Usted sabe su geografía, sí?
-Sí, toda; continúe.
-Bien. Sabrá usted entonces que no hay país más malsano en el mundo entero, así como suena, que la región del delta del Níger. Hasta ahora, no hay mortal nacido en este planeta que pueda decir, después de ha­ber cruzado frente a las bocas del Níger:
-No tuve fiebre...
Comenzaba, pues, a restablecerme en España, cuando un amigo, muy allegado al Ministerio de Ultramar, me propuso la gobernación de una de las cuatrocientas y tantas islas que pueblan las Filipinas. Yo era, según él, el hombre indicado, por mi larga actuación entre negros y negritos.
-Pero no entre malayos -respondí a mi protector-. Entiendo que es bastante distinto...
-No crea usted: es la misma cosa -me aseguró-. Cuando el hombre baja más de dos o tres grados en su color, todos son lo mismo... En definitiva: ¿le conviene a usted? Tengo facultades para hacerle dar el destino en seguida.
Consulté un largo rato con mi conciencia, y más profundamente con mi hígado. Ambos se atrevían, y acepté.
-Muy bien -me dijo entonces mi padrino-. Ahora que es usted de los nuestros, tengo que ponerlo en co­nocimiento de algunos detalles. ¿Conoce usted, siquiera de nombre, al actual gobernador de su isla, Félix Pé­rez Zúñiga?
-No; fuera del escritor... -le dije.
-Ese no es Félix -me objetó-. Pero casi, casi valen tanto el uno como el otro... Y no lo digo por mal. Pues bien: desde hace dos años no se sabe lo que pasa allá. Se han enviado millones de notas, y crea usted que las últimas son capaces de ponerle los pelos de punta al funcionario peor nacido... Y nada, como si tal cosa.
Usted llevará, conjuntamente con su nombramiento, la destitución del personaje. ¿Le conviene siempre?
Ciertamente, me convenía... a menos que el fantás­tico gobernador fuera de genio tan vivo cuan grande era su llaneza en eso de las notas.
-No tal -me respondió-. Según informes, es todo lo contrario... Creo que se entenderá usted con él a maravillas.
No había, pues, nada que decir. Di aún un poco de solaz a mi hígado, y un buen día marché a Filipinas. Eso sí, llegué en un mal día, con un colazo de tifón en el estómago y el malhumor del gobernador general sobre mi cabeza. A lo que parece, se había prescindido bastante de él en ese asunto. Logré, sin embargo, con­ciliarme su buena voluntad y me dirigí a mi isla, tan a trasmano de toda ruta marítima que si no era ella el fin del mundo era evidentemente la tumba de toda co­municación civilizada.
Y abrevio, pues noto que usted se fatiga... ¿No? Pues adelante... ¿En qué estábamos? ¡Ah! En cuanto desembarqué di con mi hombre. Nunca sufrí desengaño igual. En vez del tipo macizo, atrabiliario y gruñón que me había figurado a pesar de los informes, tropecé con un muchacho joven de ojos azules -grandes ojos de pájaro alegre y confiado-. Era alto y delgado, muy calvo para su edad, y el pelo que le restaba -abundante a los costados y tras la cabeza- era oscuro y muy ondeado. Tenía la frente y la calva muy lustrosas. La voz muy clara, y hablaba sin apresurarse, con largas entonaciones de hombre que no tiene prisa y goza expo­niendo y recibiendo ideas.
Total: un buen muchacho, inteligente sin duda, muy expansivo y cordial y con aire de atreverse a ser feliz dondequiera que se hallase.
-Pase usted, siéntese -me dijo-. Esté todo lo a gusto que quiera. ¿No desea tomar nada? ¿No, nada? ¿Ni aun chocolate?.. El que tengo es detestable, pero vale la pena probarlo... Oiga su historia: el otro día un buque costero llegó hasta aquí, y me trajo diez libras de cacao..., lo mejor de lo mejor entre los cacaos. Encargué de la faena a un indígena inteligentísimo en la manufac­tura del chocolate. Ya la conocerá usted. Se tostó el cacao, se molió, se le incorporó el azúcar -también de primera-, todo a mi vista y con extremas precauciones. ¿Sabe usted lo que resultó? Una cosa imposible. ¿Quiere usted probarlo? Vale la pena... Después me escribirá usted desde España cómo se hace eso... ¡Ah, no vuelve usted!... ¿Se queda, sí? ¿Y será usted el nuevo gobernador, sin duda?.. Mis felicitaciones...
¿Cómo aquel feliz pájaro podía ser el malhechor administrativo a quien iba a reemplazar?
-Sí -continuó él-. Hace ya veintidós meses que no debía ser yo gobernador. Y no era difícil adivinarle a usted. Fue cuando adquirí el conocimiento pleno de que jamás podría yo llegar a contestar una nota en adelante. ¿Por qué? Es sumamente complicado esto... Más tarde le diré algo, si quiere... Y entre tanto, le haré entrega de todo, cuando usted lo desee... ¿Ya?.. Pues comen­cemos.
Y comenzamos, en efecto. Primero que todo, quise en­terarme de la correspondencia oficial recibida, puesto que ya debía estar bien informado de la remitida.
-¿Las notas dice usted? Con mucho gusto. Aquí están.
Y fue a poner la mano sobre un gran barril abierto, en un rincón del despacho.
Francamente, aunque esperaba mucho de aquel funcionario, no creí nunca hallar pliegos con membrete real amontonados en el fondo de un barril...
-Aquí está -repitió siempre con la mano en el borde, y mirándome con la misma plácida sonrisa.
Me acerqué, pues, y miré. Todo el barril, y era inmenso, estaba efectivamente lleno de notas; pero todas sin abrir. ¿Creerá usted? Todas tenían su respectivo sobre intacto, hacinadas como diarios viejos con faja aún. Y el hombre tan tranquilo. No sólo no había contes­tado una sola comunicación, lo que ya sabía yo; pero ni aun había tenido a bien leerlas...
No pude menos de mirarlo un momento. El hizo lo mismo, con una sonrisa de criatura cogida en un desliz, pero del que tal vez se enorgullece. Al fin se echó a reír y me cogió de un brazo.
-Escúcheme -me dijo-. Sentémonos, y hablaremos. ¡Es tan agradable hallar una sorpresa como la suya, después de dos años de aislamiento! ¡Esas notas!... ¿Quiere usted, francamente, conservar por el resto de su vida la conciencia tranquila y menos congestionado su hígado? -se le ve en la cara en seguida...-. ¿Sí? Pues no conteste usted jamás una nota. Ni una sola si­quiera. No cree, es claro... ¡Es tan fuerte el prejuicio, señor mío! ¿Y sabe usted de qué proviene? Proviene sencillamente de creer, como en la Biblia, que la admi­nistración de una nación es una máquina con engranajes, poleas y correas, todo tan íntimamente ligado, que la detención o el simple tropiezo de una minúscula rueda dentada es capaz de detener todo el maravilloso meca­nismo... ¡Error, profundo error! Entre la augusta mano que firma Yo y la de un carabinero que debe poner todos sus ínfimos títulos para que se sepa que existe, hay una porción de manos que podrían abandonar sus barras sin que por ello el buque pierda el rumbo. La maquinaria es maravillosa, y cada hombre es una rueda dentada, en efecto. Pero las tres cuartas partes de ellas son poleas locas, ni más ni menos. Giran también, y parecen solidarias del gran juego administrativo; pero en verdad dan vueltas en el aire, y podrían detenerse algunas centenas de ellas sin trastorno alguno. No, créa­me usted a mí, que he estudiado el asunto todo el tiem­po libre que me dejaba la digestión de mi chocolate...
No hay tal engranaje continuo y solidario desde el ca­rabinero a su majestad el rey. Es ello una de las tantas cosas que en el fondo solemos y simulamos ignorar... ¿No? Pues aquí tiene usted un caso flagrante... Usted ha visto la isla, la cara de sus habitantes, bastante más gordos que yo; ha visto al señor gobernador general; ha atravesado el mundo, y viene de España. Ahora bien: ¿Ha visto usted señales de trastorno en parte alguna? ¿Ha notado usted algún balanceo peligroso en la nave del Estado? ¿Cree usted sinceramente que la marcha de la Administración Nacional se ha entorpecido, en la canti­dad de un pelo entre dos dientes de engranaje, porque yo haya tenido a bien sistemáticamente, no abrir nota alguna? Me destituyen, y usted me reemplaza, y apren­derá a hacer buen chocolate... Esto es el trastorno... ¿No cree usted?
Y el hombre, siempre con la rodilla entre las manos, me miraba con sus azules ojos de pájaro complaciente, muy satisfecho, al parecer, de que a él lo destituyeran y de que yo lo reemplazara.
-Precisa que yo le diga a usted, ahora que conoce mi propia historia de cuando fui encargado escolar, que aquel diablo de muchacho tenía una seducción de todos los demonios. No sé si era lo que se llama un hombre equilibrado; pero su filosofía pagana, sin pizca de acri­tud, tentaba fabulosamente, y no pasó rato sin que sim­patizáramos del todo.
Procedía, sin embargo, no dejarme embriagar.
-Es menester -le dije formalizándome un tanto­ que yo abra esa correspondencia.
Pero mi muchacho me detuvo del brazo, mirándome atónito:
-¿Pero está usted loco? -exclamó-. ¿Sabe usted lo que va a encontrar allí? ¡No sea criatura, por Dios! Queme todo eso, con barril y todo, y láncelo a la playa...
Sacudí la cabeza y metí la mano en el baúl. Mi hom­bre se encogió entonces de hombros y se echó de nuevo en su sillón, con la rodilla muy alta entre las manos. Me miraba hacer de reojo, moviendo la cabeza y son­riendo al final de cada comunicación.
¿Usted supone, no, lo que dirían las últimas notas, dirigidas a un empleado que desde hacía dos años se li­braba muy bien de contestar a una sola? Eran simple­mente cosas para hacer ruborizar, aun en un cuarto oscu­ro, al funcionario de menos vergüenza... Y yo debía cargar con todo eso, y contestar una por una a todas.
-¡Ya se lo había yo prevenido! -me decía mi muchacho con voz compasiva-. Va usted a sudar mucho más cuando deba contestar... Siga mi consejo, que aún es tiempo: haga un Judas con barril y notas, y se sen­tirá feliz.
¡Estaba bien divertido! Y mientras yo continuaba leyendo, mi hombre, con su calva luciente, su aureola de pelo rizado y su guardapolvo de brin de hilo, proseguía balanceándose, muy satisfecho de la norma a que había logrado ajustar su vida.
Yo transpiraba copiosamente, pues cada nueva nota era una nueva bofetada, y concluí por sentir debilidad.
-¡Ah, ah! -se levantó-. ¿Se halla cansado ya? ¿Desea tomar algo? ¿Quiere probar mi chocolate? Vale la pena, ya le dije...
Y a pesar de mi gesto desabrido, pidió el chocolate y lo probé. En efecto, era detestable; pero el hombre quedó muy contento.
-¿Vio usted? No se puede tomar. ¿A qué atribuir esto? No descansaré hasta saberlo... Me alegro de que no haya podido tomarlo, pues así cenaremos temprano. Yo lo hago siempre con luz de día aún... Muy bien; comeremos de aquí a una hora, y mañana proseguiremos con las notas y demás...
Yo estaba cansado, bien cansado. Me di un hermosísimo baño, pues mi joven amigo tenía una instalación portentosa de confort en esto. Cenamos, y un rato des­pués mi huésped me acompañó hasta mi cuarto.
-Veo que es usted hombre precavido -me dijo al verme retirar un mosquitero de la maleta-. Sin este chisme, no podría usted dormir. Solamente yo no lo uso aquí.
-¿No le pican los mosquitos? -le pregunté, extrañado a medias solamente.
-¿Usted cree? -me respondió riendo y llevándose la mano a su calva frente-. Muchísimo... Pero no puedo soportar eso... ¿No ha oído hablar usted de personas que se ahogan dentro de mosquiteros? Es una tontería, si usted quiere, una neurosis inocente, pero se sufre en realidad. Venga usted a ver mi mosquitero.
Fuimos hasta su cuarto o, mejor dicho, hasta la puer­ta de su cuarto. Mi amigo levantó la lámpara hasta los ojos, y miré. Pues bien: toda la altura y la anchura de la puerta estaba cerrada por una verdadera red de telarañas, una selva inextricable de telarañas donde no cabía la cabeza de un fósforo sin hacer temblar todo el telón. Y tan lleno de polvo, que parecía un muro. Por lo que pude comprender, más que ver, la red se internaba en el cuarto, sabe Dios hasta dónde.
-¿Y usted duerme aquí? -le pregunté mirándolo un largo momento.
-Sí -me respondió con infantil orgullo-. Jamás entra un mosquito. Ni ha entrado ni creo que entre jamás.
-Pero usted,  ¿por dónde entra? -le pregunté, muy preocupado.
-¿Yo, por dónde entro? -respondió. Y agachándose, me señaló con la punta del dedo-: por aquí. Hacién­dolo con cuidado, y en cuatro patas, la cosa no tiene mayor dificultad... Ni mosquitos ni murciélagos...
¿Polvo? No creo que pase; aquí tiene la prueba... Adentro está muy despejado... y limpio, crea usted. ¿Ahogarme?.. No, lo que ahoga es lo artificial, el mosquitero a cincuenta centímetros de la boca... ¿Se ahoga usted dentro de una habitación cerrada por el frío? Y hay -concluyó con la mirada soñadora- una especie de descanso primitivo en este sueño defendido por millones de arañas que velan celosamente la quietud de uno... ¿No lo cree usted así? No me mire con esos ojos... ¡Buenas noches, señor gobernador! -concluyó riendo y sacudiéndose ambas manos.
A la mañana siguiente, muy temprano, pues éramos uno y otro muy madrugadores, proseguimos nuestra ta­rea. En verdad, no faltaba sino recibirme de los libros de cuentas, fuera de insignificancias de menor cuantía.
-¡Es cierto! -me respondió-. Existen también los libros de cuentas... Hay, creo yo, mucho que pensar sobre eso... Pero lo haré después, con tiempo. En un instante lo arreglaremos. ¡Urquijo! Hágame el favor de traer los libros de cuentas. Verá usted que en un momento... No hay nada anotado, como usted comprenderá; pero en un instante... Bien, Urquijo; siéntese usted ahí; vamos a poner los libros en forma. Comience usted.
El secretario, a quien había entrevisto apenas la tarde anterior, era un sujeto de edad, muy bajo y muy flaco, huraño, silencioso y de mirar desconfiado. Tenía la cara rojiza y lustrosa, dando la sensación de que no se lavaba nunca. Simple apariencia, desde luego, pues su vieja ropa negra no tenía una sola mancha. Su cuello de celuloide era tan grande, que dentro de él cabían dos pescuezos como el suyo. Tipo reconcentrado y de mirar desconfiado como nadie.
Y comenzó el arreglo de cuentas más original que haya visto en mi vida. Mi amigo se sentó enfrente del secretario y no apartó un instante la vista de los libros mientras duró la operación. El secretario recorría re­cibos, facturas y operaba en voz alta:
-Veinticinco meses de sueldos al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto...
Y multiplicaba al margen de un papel.
Su jefe seguía los números en línea quebrada, sin pestañear. Hasta que, por fin, extendió el brazo:
-No, no, Urquijo... Eso no me gusta. Ponga: un mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto. Segundo mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto; tercer mes de sueldo... Siga así, y sume. Así entiendo claro.
Y volviéndose a mí:
-Hay yo no sé qué cosa de brujería y sofisma en las matemáticas, que me da escalofríos... ¿Creerá usted que jamás he llegado a comprender la multiplicación? Me pierdo en seguida... Me resultan diabólicos esos números sin ton ni son que se van disparando todos hacia la izquierda... Sume, Urquijo.
El secretario, serio y sin levantar los ojos, como si fuera aquello muy natural, sumaba en voz alta, y mi amigo golpeaba entonces ambas manos sobre la mesa:
-Ahora sí -decía-; esto es bien claro.
Pero a una nueva partida de gastos, el secretario se olvidaba, y recomenzaba:
-Veinticinco meses de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto...
-¡No, no! ¡Por favor, Urquijo! Ponga: un mes de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y tanto...; segundo mes de provisión de leña..., etcétera. Sume después.
Y así continuó el arreglo de libros, ambos con demo­níaca paciencia, el secretario, olvidándose siempre y empeñado en multiplicar al margen del papel y su jefe deteniéndolo con la mano para ir a una cuenta clara y sobre todo honesta.
-Aquí tiene usted sus libros en forma -me dijo mi hombre al final de cuatro largas horas, pero sonriendo siempre con sus grandes ojos de pájaro inocente.
Nada más me queda por decirle. Permanecí nueve meses escasos allá, pues mi hígado me llevó otra vez a España. Más tarde, mucho después, vine aquí como contador de una empresa... El resto ya lo sabe. En cuanto a aquel singular muchacho, nunca he vuelto a saber nada de él... Supongo que habrá solucionado al fin el misterio de por qué su chocolate, hecho con ele­mentos de primera, había salido tan malo...
Y en cuanto a la influencia del personaje... ya sabe mi actuación de encargado escolar... Jamás, entre paréntesis, marcharon mejor los asuntos de la escuela... Créame: las tres cuartas partes de las ideas del pere­grino mozo son ciertas... Incluso las matemáticas...
Yo agrego ahora: las matemáticas, no sé; pero en el resto -Dios me perdone- le sobraba razón. Así, al parecer, lo comprendió también la Administración, rehusando admitirme en el manejo de su delicado mecanismo.
(Horacio Quiroga)