Volvamos la vista ahora a cosas
más agradables de la escena. El placer que nos ha causado el aspecto general de
los diferentes países que hemos visitado ha sido, sin disputa, el más constante
manantial de nuestras satisfacciones. Es más que probable que la pintoresca
hermosura de muchos puntos de Europa sea superior a todo lo que hemos visto;
pero siempre se experimenta cierto placer comparando los caracteres de los
diferentes países, cosa que difiere en cierto modo de la admiración que
despierta la simple belleza. Depende, en primer lugar, ese placer del
conocimiento que pueda tenerse de las regiones especiales de cada país. Por mi
parte, me inclino mucho a creer que una persona que conozca la música como para
poder apreciar cada nota aislada, apreciará mejor el conjunto de un concierto,
si tiene buen gusto; así como el que pueda apreciar en detalle todas las partes
de un paisaje está más en condiciones de formar idea del total. Un viajero
debe, pues, ser botánico; porque en todos los paisajes, el más hermoso
ornamento lo forman las plantas. Los grupos de rocas peladas, aunque afecten
las formas más agrestes, pueden presentar sublime aspecto por unos instantes;
pero este espectáculo no tarda en resultar monótono. Revístanse esas rocas de
colores espléndidos, como en Chile septentrional, y tendremos unas escenas
fantásticas; pero cúbrase de vegetación, y nos dará un cuadro admirable.
(Charles Darwin - El viaje del Beagle)
Polea loca
(Charles Darwin - El viaje del Beagle)
Polea loca
En una época
en que yo tuve veleidades de ser empleado nacional, oí hablar de un hombre que
durante los dos años que desempeñó un puesto público no contestó una sola
nota.
-He aquí un
hombre superior -me dije-. Merece que vaya a verlo.
Porque debo
confesar que el proceder habitual y forzoso de contestar cuanta nota se recibe
es uno de los inconvenientes más grandes que hallaba yo a mi aspiración. El
delicado mecanismo de la administración nacional -nadie lo ignora- requiere
que toda nota que se nos hace el honor de dirigir, sea fatal y pacientemente
contestada. Una sola comunicación puesta de lado, la más insignificante de
todas, trastorna hasta lo más hondo de sus dientes el engranaje de la máquina
nacional. Desde las notas del presidente de la República a las de un
oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado, todas encarnan
igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera trascendencia.
Es, pues, por
esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de
esas funciones, no me atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo
recibiera serían contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo
aún, había permanecido dos años en la Administración Nacional ,
sin contestar -ni enviar, desde luego- ninguna nota...
Fui, por
consiguiente, a verlo, en el fondo de la república. Era un hombre de edad
avanzada, español, de mucha cultura -pues esta intelectualidad inesperada al
pie de un quebracho, en una fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una
de las tantas sorpresas del trópico.
Mi hombre se
echó a reír de mi juvenil admiración cuando le conté lo que me llevaba a verlo.
Me dijo que no era, cierto -por lo menos el lapso transcurrido sin contestar
una sola nota-. Que había sido encargado escolar en una colonia nacional, y
que, en efecto, había dejado pasar algo más de un año sin acusar recibo de nota
alguna. Pero que eso tenía en el fondo poca importancia, habiendo notado por
lo demás...
Aquí mi
hombre se detuvo un instante, y se echó a reír de nuevo.
-¿Quiere
usted que le cuente algo más sabroso que todo esto? -me dijo-. Verá usted un
modelo de funcionario público... ¿Sabe usted qué tiempo dejó pasar ese tal sin
dignarse echar una ojeada a lo que recibía? Dos años y algo más. ¿Y sabe usted
qué puesto desempeñaba? Gobernador... Abra usted ahora la boca.
En efecto, lo
merecía. Para un tímido novio -digámoslo así- de la Administración Nacional ,
nada podía abrirme más los ojos sobre la virtud de mi futura que las hazañas de
aquel don Juan administrativo... Le pedí que me contara todo, si lo sabía, y a
escape.
-¿Si lo sé?
-me respondió-. ¿Si conozco bien a mi funcionario? Como que yo fui el
gobernador que le sucedió... Pero, óigame más bien desde el principio. Era
en... En fin, suponga usted que el ochenta y tantos. Yo acababa de regresar a
España, mal curado aún de unas fiebres cogidas en el golfo de Guinea. Había
hecho un crucero de cinco años, abasteciendo a las factorías españolas de la
costa. El último año lo pasé en Elobey Chico... ¿Usted sabe su geografía, sí?
-Sí, toda;
continúe.
-Bien. Sabrá usted entonces que no hay país más malsano en el mundo
entero, así como suena, que la región del delta del Níger. Hasta ahora, no
hay mortal nacido en este planeta que pueda decir, después de haber cruzado
frente a las bocas del Níger:
-No tuve
fiebre...
Comenzaba, pues, a restablecerme en España, cuando un amigo, muy
allegado al Ministerio de Ultramar, me propuso la gobernación de una de las
cuatrocientas y tantas islas que pueblan las Filipinas. Yo era, según él, el
hombre indicado, por mi larga actuación entre negros y negritos.
-Pero no
entre malayos -respondí a mi protector-. Entiendo que es bastante distinto...
-No crea
usted: es la misma cosa -me aseguró-. Cuando el hombre baja más de dos o tres
grados en su color, todos son lo mismo... En definitiva: ¿le conviene a usted?
Tengo facultades para hacerle dar el destino en seguida.
Consulté un
largo rato con mi conciencia, y más profundamente con mi hígado. Ambos se
atrevían, y acepté.
-Muy bien -me
dijo entonces mi padrino-. Ahora que es usted de los nuestros, tengo que
ponerlo en conocimiento de algunos detalles. ¿Conoce usted, siquiera de
nombre, al actual gobernador de su isla, Félix Pérez Zúñiga?
-No; fuera
del escritor... -le dije.
-Ese no es Félix -me objetó-. Pero casi, casi valen tanto el uno como
el otro... Y no lo digo por mal. Pues bien: desde hace dos años no se sabe lo
que pasa allá. Se han enviado millones de notas, y crea usted que las últimas
son capaces de ponerle los pelos de punta al funcionario peor nacido... Y nada,
como si tal cosa.
Usted llevará, conjuntamente con su
nombramiento, la destitución del personaje. ¿Le conviene siempre?
Ciertamente,
me convenía... a menos que el fantástico gobernador fuera de genio tan vivo
cuan grande era su llaneza en eso de las notas.
-No tal -me respondió-. Según informes, es
todo lo contrario... Creo que se entenderá usted con él a maravillas.
No había,
pues, nada que decir. Di aún un poco de solaz a mi hígado, y un buen día marché
a Filipinas. Eso sí, llegué en un mal día, con un colazo de tifón en el
estómago y el malhumor del gobernador general sobre mi cabeza. A lo que parece,
se había prescindido bastante de él en ese asunto. Logré, sin embargo, conciliarme
su buena voluntad y me dirigí a mi isla, tan a trasmano de toda ruta marítima
que si no era ella el fin del mundo era evidentemente la tumba de toda comunicación
civilizada.
Y abrevio,
pues noto que usted se fatiga... ¿No? Pues adelante... ¿En qué estábamos? ¡Ah!
En cuanto desembarqué di con mi hombre. Nunca sufrí desengaño igual. En vez del
tipo macizo, atrabiliario y gruñón que me había figurado a pesar de los informes,
tropecé con un muchacho joven de ojos azules -grandes ojos de pájaro alegre y
confiado-. Era alto y delgado, muy calvo para su edad, y el pelo que le restaba
-abundante a los costados y tras la cabeza- era oscuro y muy ondeado. Tenía la
frente y la calva muy lustrosas. La voz muy clara, y hablaba sin apresurarse,
con largas entonaciones de hombre que no tiene prisa y goza exponiendo y
recibiendo ideas.
Total: un
buen muchacho, inteligente sin duda, muy expansivo y cordial y con aire de
atreverse a ser feliz dondequiera que se hallase.
-Pase usted,
siéntese -me dijo-. Esté todo lo a gusto que quiera. ¿No desea tomar nada? ¿No,
nada? ¿Ni aun chocolate?.. El que tengo es detestable, pero vale la pena
probarlo... Oiga su historia: el otro día un buque costero llegó hasta aquí, y
me trajo diez libras de cacao..., lo mejor de
lo mejor entre los cacaos. Encargué de la faena a un indígena inteligentísimo
en la manufactura del chocolate. Ya la conocerá usted. Se tostó el cacao, se
molió, se le incorporó el azúcar -también de primera-, todo a mi vista y con
extremas precauciones. ¿Sabe usted lo que resultó? Una cosa imposible. ¿Quiere
usted probarlo? Vale la pena... Después me escribirá usted desde España cómo se
hace eso... ¡Ah, no vuelve usted!... ¿Se queda, sí? ¿Y será usted el nuevo
gobernador, sin duda?.. Mis felicitaciones...
¿Cómo aquel
feliz pájaro podía ser el malhechor administrativo a quien iba a reemplazar?
-Sí -continuó
él-. Hace ya veintidós meses que no debía ser yo gobernador. Y no era difícil
adivinarle a usted. Fue cuando adquirí el conocimiento pleno de que jamás
podría yo llegar a contestar una nota en adelante. ¿Por qué? Es sumamente
complicado esto... Más tarde le diré algo, si quiere... Y entre tanto, le haré
entrega de todo, cuando usted lo desee... ¿Ya?.. Pues comencemos.
Y comenzamos,
en efecto. Primero que todo, quise enterarme de la correspondencia oficial
recibida, puesto que ya debía estar bien informado de la remitida.
-¿Las
notas dice usted? Con mucho gusto. Aquí están.
Y fue a
poner la mano sobre un gran barril abierto, en un rincón del despacho.
Francamente,
aunque esperaba mucho de aquel funcionario, no creí nunca hallar pliegos con
membrete real amontonados en el fondo de un barril...
-Aquí
está -repitió siempre con la mano en el borde, y mirándome con la misma plácida
sonrisa.
Me acerqué,
pues, y miré. Todo el barril, y era inmenso, estaba efectivamente lleno de
notas; pero todas sin abrir. ¿Creerá usted? Todas tenían su respectivo sobre
intacto, hacinadas como diarios viejos con faja aún. Y el hombre tan tranquilo.
No sólo no había contestado una sola comunicación, lo que ya sabía yo; pero ni
aun había tenido a bien leerlas...
No pude menos
de mirarlo un momento. El hizo lo mismo, con una sonrisa de criatura cogida en
un desliz, pero del que tal vez se enorgullece. Al fin se echó a reír y me
cogió de un brazo.
-Escúcheme
-me dijo-. Sentémonos, y hablaremos. ¡Es tan agradable hallar una sorpresa como
la suya, después de dos años de aislamiento! ¡Esas notas!... ¿Quiere usted,
francamente, conservar por el resto de su vida la conciencia tranquila y menos
congestionado su hígado? -se le ve en la cara en seguida...-. ¿Sí? Pues no
conteste usted jamás una nota. Ni una sola siquiera. No cree, es claro... ¡Es
tan fuerte el prejuicio, señor mío! ¿Y sabe usted de qué proviene? Proviene
sencillamente de creer, como en la
Biblia , que la administración de una nación es una máquina
con engranajes, poleas y correas, todo tan íntimamente ligado, que la detención
o el simple tropiezo de una minúscula rueda dentada es capaz de detener todo el
maravilloso mecanismo... ¡Error, profundo error! Entre la augusta mano que
firma Yo y la de un carabinero que debe poner todos sus ínfimos títulos para
que se sepa que existe, hay una porción de manos que podrían abandonar sus
barras sin que por ello el buque pierda el rumbo. La maquinaria es maravillosa,
y cada hombre es una rueda dentada, en efecto. Pero las tres cuartas partes de
ellas son poleas locas, ni más ni menos. Giran también, y parecen solidarias
del gran juego administrativo; pero en verdad dan vueltas en el aire, y podrían
detenerse algunas centenas de ellas sin trastorno alguno. No, créame usted a
mí, que he estudiado el asunto todo el tiempo libre que me dejaba la digestión
de mi chocolate...
No hay tal
engranaje continuo y solidario desde el carabinero a su majestad el rey. Es
ello una de las tantas cosas que en el fondo solemos y simulamos ignorar...
¿No? Pues aquí tiene usted un caso flagrante... Usted ha visto la isla, la cara
de sus habitantes, bastante más gordos que yo; ha visto al señor gobernador
general; ha atravesado el mundo, y viene de España. Ahora bien: ¿Ha visto usted
señales de trastorno en parte alguna? ¿Ha notado usted algún balanceo peligroso
en la nave del Estado? ¿Cree usted sinceramente que la marcha de la Administración Nacional
se ha entorpecido, en la cantidad de un pelo entre dos dientes de engranaje,
porque yo haya tenido a bien sistemáticamente, no abrir nota alguna? Me
destituyen, y usted me reemplaza, y aprenderá a hacer buen chocolate... Esto
es el trastorno... ¿No cree usted?
Y el hombre,
siempre con la rodilla entre las manos, me miraba con sus azules ojos de pájaro
complaciente, muy satisfecho, al parecer, de que a él lo destituyeran y de que
yo lo reemplazara.
-Precisa que
yo le diga a usted, ahora que conoce mi propia historia de cuando fui encargado
escolar, que aquel diablo de muchacho tenía una seducción de todos los
demonios. No sé si era lo que se llama un hombre equilibrado; pero su filosofía
pagana, sin pizca de acritud, tentaba fabulosamente, y no pasó rato sin que
simpatizáramos del todo.
Procedía, sin
embargo, no dejarme embriagar.
-Es menester
-le dije formalizándome un tanto que yo abra esa correspondencia.
Pero mi muchacho me detuvo del brazo, mirándome atónito:
-¿Pero está
usted loco? -exclamó-. ¿Sabe usted lo que va a encontrar allí? ¡No sea
criatura, por Dios! Queme todo eso, con barril y todo, y láncelo a la playa...
Sacudí la
cabeza y metí la mano en el baúl. Mi hombre se encogió entonces de hombros y
se echó de nuevo en su sillón, con la rodilla muy alta entre las manos. Me
miraba hacer de reojo, moviendo la cabeza y sonriendo al final de cada
comunicación.
¿Usted
supone, no, lo que dirían las últimas notas, dirigidas a un empleado que desde
hacía dos años se libraba muy bien de contestar a una sola? Eran simplemente
cosas para hacer ruborizar, aun en un cuarto oscuro, al funcionario de menos
vergüenza... Y yo debía cargar con todo eso, y contestar una por una a todas.
-¡Ya se lo había
yo prevenido! -me decía mi muchacho con voz compasiva-. Va usted a sudar mucho
más cuando deba contestar... Siga mi consejo, que aún es tiempo: haga un Judas
con barril y notas, y se sentirá feliz.
¡Estaba
bien divertido! Y mientras yo continuaba leyendo, mi hombre, con su calva
luciente, su aureola de pelo rizado y su guardapolvo de brin de hilo, proseguía
balanceándose, muy satisfecho de la norma a que había logrado ajustar su vida.
Yo transpiraba copiosamente, pues cada nueva nota era una nueva bofetada,
y concluí por sentir debilidad.
-¡Ah, ah! -se levantó-. ¿Se halla cansado ya? ¿Desea tomar algo?
¿Quiere probar mi chocolate? Vale la pena, ya le dije...
Y a pesar de
mi gesto desabrido, pidió el chocolate y lo probé. En efecto, era detestable;
pero el hombre quedó muy contento.
-¿Vio usted? No se puede tomar. ¿A qué atribuir esto? No descansaré
hasta saberlo... Me alegro de que no haya podido tomarlo, pues así cenaremos
temprano. Yo lo hago siempre con luz de día aún... Muy bien; comeremos de aquí
a una hora, y mañana proseguiremos con las notas y demás...
Yo
estaba cansado, bien cansado. Me di un hermosísimo baño, pues mi joven amigo
tenía una instalación portentosa de confort en esto. Cenamos, y un rato
después mi huésped me acompañó hasta mi cuarto.
-Veo que es
usted hombre precavido -me dijo al verme retirar un mosquitero de la maleta-.
Sin este chisme, no podría usted dormir. Solamente yo no lo uso aquí.
-¿No le pican
los mosquitos? -le pregunté, extrañado a medias solamente.
-¿Usted cree?
-me respondió riendo y llevándose la mano a su calva frente-. Muchísimo... Pero
no puedo soportar eso... ¿No ha oído hablar usted de personas que se ahogan
dentro de mosquiteros? Es una tontería, si usted quiere, una neurosis inocente,
pero se sufre en realidad. Venga usted a ver mi mosquitero.
Fuimos
hasta su cuarto o, mejor dicho, hasta la puerta de su cuarto. Mi amigo levantó
la lámpara hasta los ojos, y miré. Pues bien: toda la altura y la anchura de la
puerta estaba cerrada por una verdadera red de telarañas, una selva
inextricable de telarañas donde no cabía la cabeza de un fósforo sin hacer
temblar todo el telón. Y tan lleno de polvo, que parecía un muro. Por lo que
pude comprender, más que ver, la red se internaba en el cuarto, sabe Dios hasta
dónde.
-¿Y usted duerme aquí? -le pregunté mirándolo un largo
momento.
-Sí -me respondió con infantil orgullo-. Jamás entra un
mosquito. Ni ha entrado ni creo que entre jamás.
-Pero usted, ¿por dónde entra?
-le pregunté, muy preocupado.
-¿Yo, por
dónde entro? -respondió. Y agachándose, me señaló con la punta del dedo-: por
aquí. Haciéndolo con cuidado, y en cuatro patas, la cosa no tiene mayor
dificultad... Ni mosquitos ni murciélagos...
¿Polvo? No
creo que pase; aquí tiene la prueba... Adentro está muy despejado... y limpio,
crea usted. ¿Ahogarme?.. No, lo que ahoga es lo artificial, el mosquitero a
cincuenta centímetros de la boca... ¿Se ahoga usted dentro de una habitación
cerrada por el frío? Y hay -concluyó con la mirada soñadora- una especie de
descanso primitivo en este sueño defendido por millones de arañas que velan
celosamente la quietud de uno... ¿No lo cree usted así? No me mire con esos
ojos... ¡Buenas noches, señor gobernador! -concluyó riendo y sacudiéndose ambas
manos.
A la mañana
siguiente, muy temprano, pues éramos uno y otro muy madrugadores, proseguimos
nuestra tarea. En verdad, no faltaba sino recibirme de los libros de cuentas,
fuera de insignificancias de menor cuantía.
-¡Es cierto!
-me respondió-. Existen también los libros de cuentas... Hay, creo yo, mucho
que pensar sobre eso... Pero lo haré después, con tiempo. En un
instante lo arreglaremos. ¡Urquijo! Hágame el favor de traer los libros de
cuentas. Verá usted que en un momento... No hay nada anotado, como usted
comprenderá; pero en un instante... Bien, Urquijo; siéntese usted ahí; vamos a
poner los libros en forma. Comience usted.
El
secretario, a quien había entrevisto apenas la tarde anterior, era un sujeto de
edad, muy bajo y muy flaco, huraño, silencioso y de mirar desconfiado. Tenía la
cara rojiza y lustrosa, dando la sensación de que no se lavaba nunca. Simple
apariencia, desde luego, pues su vieja ropa negra no tenía una sola mancha. Su
cuello de celuloide era tan grande, que dentro de él cabían dos pescuezos como
el suyo. Tipo reconcentrado y de mirar desconfiado como nadie.
Y comenzó el
arreglo de cuentas más original que haya visto en mi vida. Mi amigo se sentó
enfrente del secretario y no apartó un instante la vista de los libros mientras
duró la operación. El secretario recorría recibos, facturas y operaba en voz
alta:
-Veinticinco meses de sueldos al guardafaro, a tanto por mes, es tanto
y tanto...
Y multiplicaba al margen de un papel.
Su jefe seguía los números
en línea quebrada, sin pestañear. Hasta que, por fin, extendió el brazo:
-No, no,
Urquijo... Eso no me gusta. Ponga: un mes de sueldo al guardafaro, a tanto por
mes, es tanto y tanto. Segundo mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es
tanto y tanto; tercer mes de sueldo... Siga así, y sume. Así entiendo claro.
Y volviéndose
a mí:
-Hay yo no sé
qué cosa de brujería y sofisma en las matemáticas, que me da escalofríos...
¿Creerá usted que jamás he llegado a comprender la multiplicación? Me pierdo en
seguida... Me resultan diabólicos esos números sin ton ni son que se van
disparando todos hacia la izquierda... Sume, Urquijo.
El
secretario, serio y sin levantar los ojos, como si fuera aquello muy natural,
sumaba en voz alta, y mi amigo golpeaba entonces ambas manos sobre la mesa:
-Ahora sí
-decía-; esto es bien claro.
Pero a una
nueva partida de gastos, el secretario se olvidaba, y recomenzaba:
-Veinticinco meses de provisión de leña, a tanto por mes, es tanto y
tanto...
-¡No, no!
¡Por favor, Urquijo! Ponga: un mes de provisión de leña, a tanto por mes, es
tanto y tanto...; segundo mes de provisión de leña..., etcétera. Sume después.
Y así
continuó el arreglo de libros, ambos con demoníaca paciencia, el secretario,
olvidándose siempre y empeñado en multiplicar al margen del papel y su jefe
deteniéndolo con la mano para ir a una cuenta clara y sobre todo honesta.
-Aquí tiene
usted sus libros en forma -me dijo mi hombre al final de cuatro largas horas,
pero sonriendo siempre con sus grandes ojos de pájaro inocente.
Nada más me
queda por decirle. Permanecí nueve meses escasos allá, pues mi hígado me llevó
otra vez a España. Más tarde, mucho después, vine aquí como contador de una
empresa... El resto ya lo sabe. En cuanto a aquel singular muchacho, nunca he
vuelto a saber nada de él... Supongo que habrá solucionado al fin el misterio
de por qué su chocolate, hecho con elementos de primera, había salido tan
malo...
Y en cuanto a
la influencia del personaje... ya sabe mi actuación de encargado escolar...
Jamás, entre paréntesis, marcharon mejor los asuntos de la escuela... Créame:
las tres cuartas partes de las ideas del peregrino mozo son ciertas... Incluso
las matemáticas...
Yo agrego
ahora: las matemáticas, no sé; pero en el resto -Dios me perdone- le sobraba
razón. Así, al parecer, lo
comprendió también la
Administración , rehusando admitirme en el manejo de su
delicado mecanismo.
(Horacio Quiroga)