La vuelta al mundo
Una sola vez en la vida he firmado una letra de
cambio. Yo era muy joven. La letra era pequeña: cien liras. Pero en aquel
entonces, y en aquella edad, me parecía enorme. Y crecía; de día en día, a
medida que se acercaba la fecha del vencimiento, iba en aumento la importancia
de la suma y se acrecentaba el espanto en mi alma. Cuando faltaban cuatro días
para la fecha fatal, caí en tal postración que por la noche hube de mandar a
buscar al médico. El médico declaró que yo padecía una grave depresión del
sistema nervioso y me recetó, para reponerme, que me fuese a dar la vuelta al
mundo. El tren partía a la mañana siguiente, a las seis y seis. Arreglé
inmediatamente la maleta, y con el alba, llegué a la estación a las cinco y
treinta y cinco.
(El objeto de la presente narración no es otro que
exponer brevemente las principales cosas que he visto o hecho –observaciones y
aventuras– durante mi viaje. Pero a aquellos lectores mediocres que sientan la
mezquinísima curiosidad por saber cómo acabó la cuestión de mi deuda de cien
liras, les diré que, desde cada uno de los países por que pasé durante mi
vuelta al mundo, escribí a mi acreedor presentándole mis excusas; de esta
suerte, se encontró a la postre en posesión de una colección de sellos que
vendió a un filatelista por treinta y siete mil liras, y me restituyó la letra
de cambio).
Al romper el alba me encontraba, pues, en la
estación, la estación de Caldiero, que es un pueblecito enclavado entre Verona
y Vicenza. Entré. Nos hallábamos al final del otoño, un otoño friolento y
lamentable; el aire era gris, húmedo. Entré en la sala de espera. Observemos.
Había una mesa, un banco, una silla y una estufa: la silla a un lado de la
estufa, el banco al otro. Deposité la maleta sobre la mesa e instintivamente
fui a sentarme en la silla, es decir, al lado de la estufa, pero la estufa
estaba apagada. Tenía sueño, pero me esforcé en vencerlo: el pensamiento de la
vuelta al mundo me inspiraba un gran respeto. Proponíame sacar de mi viaje
enorme provecho en aventuras y observaciones. Por esto miré nuevamente en torno
mío, con gran atención, en busca de algo observable. En la pared, frente a mí,
estaba pegado un cartel en francés, todo él azul y luminoso, que representaba
la playa de Ostende. Me pregunté por qué diantres los hoteleros de Ostende
tuvieron la ocurrencia de enviar un reclamo a los ciudadanos de Caldiero. Luego
continué observando.
A veinte centímetros a la derecha del cartel, pero
un poco más alto, casi junto al ángulo formado por las dos paredes, y
precisamente sobre una cenefa de color que daba la vuelta a la estancia de
muros enjalbegados, divisé un notable bulto negro colgante, al cual
instantáneamente identifiqué, no sin experimentar algunos temblores, como el
cuerpo de una araña, pésimo augurio en aquella hora. Probé a convencerme de que
(dadas mis costumbres de aquellos tiempos) aquella hora era aún de la noche y
no de la mañana: alguna vez (pero no en Caldiero), al volver a casa a las
cinco, había dicho “buenas tardes” al portero de la fonda. En tal caso, el
augurio hubiera sido bueno. Pero no acepté el sofisma. Propúseme mirar a otros
lados a fin de no ver a la bestia. Me esforcé en creer que no la había visto.
Quise continuar observando. Pero a mi alrededor ya no quedaba nada, nada, y mi
mirada venía a posarse una y otra vez sobre la maldita araña. Entonces resolví
desafiar el peligro y mirarla sin miedo.
Desafiándola de esta suerte, me percaté de que no se
movía.
Deseé ardientemente que se moviera, pero la araña
permanecía inmóvil.
La cosa me pareció un problema enorme, y me disponía
a acometerlo con el análisis, cuando oí un ruido inesperado procedente de la
puerta.
¿Por qué se oía un ruido procedente de la puerta de
la sala de espera de la estación de Caldiero?
Porque la puerta se abría.
La abría un hombre que entró. Observándolo, advertí
que llevaba dos maletas, una en cada mano. Probablemente debió de abrir la
puerta con el pie. Entró, muy envarado, y vino a depositar las maletas encima
de la mesa. Después fue a cerrar la puerta, con las manos esta vez. Luego
volvió junto a la mesa.
Observé que el señor envarado había colocado las dos
maletas un poco separadas de la mía, y muy arrimadas entre sí. Formaban un
grupo compacto a la mía, sola como Horacio Cóclite. El señor envarado las tocó
una vez más con leve mano, disponiéndolas de manera que quedaran paralelas al
borde de la mesa. Luego volvió a apartarse un poco y echó una mirada –lo
observé claramente– de desprecio a mi maleta.
De momento pensé que la miraba de aquel modo porque
estaba hecha de tela, mientras que las suyas eran de cartón cuero. No me
hubiera desagradado hacerle observar que desde el punto de vista moral es mucho
mejor estar hecho de tela verdadera que de cuero imitado. Pero después, al
observar con más atención la inclinación de sus cejas durante el desprecio,
comprendí que éste no se derivaba de la materia y forma de mi maleta, sino de
su colocación en el espacio. Es decir, la mía había quedado simplemente echada,
y la línea de sus esquinas no quedaba paralela a la del borde de la mesa, de
suerte que ambas líneas se hubieran encontrado mucho antes de llegar al
infinito. Por mis adentros sonreí ante este descubrimiento. Otras sorpresas
–presentí– me reservaba el encuentro con aquel señor envarado, el cual, entre
tanto, había proseguido su marcha en dirección al banco y lo había limpiado con
algunas sacudidas del pañuelo. Luego se volvió, permaneció de pie todavía un
momento, mirándome, y por último se sentó.
Esto, quién sabe por qué razón, me hizo volver a
pensar en mi araña.
No quise comprobar en seguida si aún seguía allí. Me
propuse alcanzarla con la mirada, no siguiendo el camino más breve (esto es,
aquellos veinte centímetros a la derecha), sino el opuesto, a lo largo de la
cenefa de color que daba la vuelta a las cuatro paredes.
(Cuantos hayan viajado mucho y esperado muchos
trenes en pequeñas estaciones al alba, comprenden estas cosas. Quien no haya
viajado, hará mejor no leyéndome nunca).
Mi mirada había recorrido apenas una cuarta parte
del camino –y yo estaba, en consecuencia, con el cuello torcido a la izquierda
y ligeramente levantado, como una marioneta mal colgada– cuando el señor
envarado me habló.
En aquel momento yo no le veía, pero al oír su voz
comprendí seguidamente que era él. No porque no hubiese nadie más en la
estancia; esto no tiene importancia alguna. Hubiera comprendido que aquélla era
su voz incluso en medio de una muchedumbre. Era una voz envarada, una voz de
cartón cuero. Había dicho:
—¡Señor!
Para él, el señor era yo. En consecuencia, me volví
al instante y contesté:
—Diga.
—¿Por qué es usted el que ocupa el único asiento
contiguo a la estufa?
—Porque espero el tren de las seis y seis.
—No veo qué tiene que ver una cosa con otra. En todo
caso, yo también espero el tren de las seis y seis.
—Yo he llegado el primero.
—Razón de más para cederme el puesto. El derecho es
alterno.
—Perfectamente –repuse–; yo estoy dispuesto a
cederle la silla, tanto más cuanto que no me interesa conservarla por una razón
que me guardaré de confiarle. Pero en el terreno puramente teórico, y para
norma mía en previsión de posibles futuros incidentes, dígame usted cómo se
hubiese resuelto la cuestión si hubiéramos llegado juntos.
Durante un momento se quedó pensativo con las cejas
arqueadas. Me recordaba el retrato del ex senescal Raymundo Lulio, que yo había
visto quién sabe dónde. Por último habló:
—Ya lo tengo. En el caso que usted dice, el derecho
es del que se dispone a ir más lejos.
Sonreí alegremente para mis adentros ante la idea de
ser yo invencible en este punto. El declaró:
—Yo voy a Vicenza.
—¡Yo doy la vuelta al mundo! El derecho me
corresponde.
—Un momento –dijo–. Estamos en Caldiero. Usted da la
vuelta al mundo. Por consiguiente, su punto de llegada es Caldiero. Mi punto de
llegada es Vicenza. Me parece, querido señor, que Caldiero está más cerca que
Vicenza.
Yo me quedé fascinado.
—¡Oh, espíritu fraternal! –exclamé, abriendo los
brazos–. ¡La silla es de usted! Oh, un momento…
Me interrumpí de esta suerte porque, de improviso,
había pensado de nuevo en la araña. A fin de asegurarme de su posición exacta,
me parecía más acertado mirarla desde la misma posición de antes. Y mientras el
hombre, puesto ya de pie, aguardaba, yo continuaba sentado, mirando.
La araña estaba allí todavía, y seguía estando
inmóvil.
En mi rostro debió de pintarse una palidez de
angustia, porque el viajero murmuró:
—¿Qué tiene?
—Nada. Acaso está muerta.
—¿Quién?
Ya no le escuchaba. Me convencí de que la araña
estaba muerta. Y me preguntaba si una araña muerta, vista por la madrugada,
trae la misma desgracia que una araña viva. Un hombre muerto ya no es un
hombre, pero el hombre fue hecho a semejanza de Dios, mientras que la araña no.
Resolví preguntarlo a aquel hombre envarado y
razonador. Le anuncié:
—Cambiemos de sitio. Luego quiero hacerle una
pregunta.
Anduvimos, él hacia la silla, y yo hacia el banco,
rozándonos al pasar. Yo alcancé mi meta antes que él la suya, y tomé asiento.
Le vi llegar a la silla y tomar igualmente asiento.
Luego puso cautamente la mano sobre la estufa.
—¡Maldición! —bramó—. Está fría.
—Ya lo sé.
—¿Y por qué no me lo ha dicho? –dijo, resoplando
rabiosamente, como disponiéndose a estallar.
—No hablemos de esto -repuse.
Entre tanto, yo le veía palidecer espantosamente.
—¡Malvado! –remugó con voz estrangulada–. Y de
pronto se acurrucó en la silla, y balbuceó dolorosamente: —Malvado—, se
retorció de cabeza a pies y cayó muerto.
Le miré de cerca: estaba muerto, como la araña. En
aquel momento, el tren de las seis y seis entraba con gran estrépito en la estación
de Caldiero. Cogí la maleta y salí, abandonando ambos cadáveres a su destino.
Tomé el tren y, una vez en Venecia, tomé un vapor. Por el Adriático, el
Mediterráneo, el mar Rojo, las Indias, el Japón y el Pacífico –deteniéndome
aquí y allá– llegué a San Francisco, desde donde, por tierra, recorrí los
Estados Unidos hasta Nueva York; después, por el Atlántico y Gibraltar (donde
por una libra esterlina compré un magnífico pijama de seda gris), y por la
costa de España y el Tirreno, fui a parar a Genova; de allí, en menos de una
hora, un tren me llevó a Verona; luego un tranvía de vapor me condujo hasta
Caldiero. (El cadáver de la araña seguía allí). No me sucedió nada memorable,
durante mi vuelta al mundo, salvo las cosas que he contado.
Massimo Bontempelli