Estábamos a cinco o seis millas de la costa cubana a bordo de un yate. Ya tenía el anzuelo tirado por la popa, pero estaba mirando al hombre que sostenía los remos de una chalupa a cosa de tres cordeles de nuestra embarcación.
A veces los ojos de uno se ponen a mirar un punto fijo cualquiera sin que uno sepa por qué lo hace, hasta que echamos de ver que estamos mirando algo y le ponemos el pensamiento a las cosas.
Eso me pasó al fin con el hombre y comencé a catalogar su figura. Aunque no podía más que verlo en conjunto, pensé que era pequeño, de brazos cortos que se mantenían unidos a los remos y de cabeza caída con un sombrero que le dejaba casi todo el rostro bajo la sombra deshilachada del yarey. Por lo demás yo no podía pensar si era su oficio el de mantener los remos mientras su compañero pescaba con el chapingorro, o era su natural agobiado que le daba aquel aire triste a toda su persona y que lo mantenía como una sombra en mitad del bote. No sé, el hombre me dio ese golpe de vista sin que yo supiera hasta qué punto todo aquello era cierto y en ese momento fue que el otro hombre agregado a nuestra tripulación y langostero como el que yo miraba, se puso a hablar detrás de mí:
—Ese peje que usted está viendo —habló— dijo un día que el que no tuviera mujer que se quedara a bordo y se fue para su casa muy seguro, sólo que llegando halló que la mujer se le había ido con otro.
Y rompió a reír mientras toda la tripulación hizo lo mismo que él. Yo pensé que sobre el agua serena las voces van lejos y lo dije. En el mar se oye cualquier conversación no habiendo viento. Por eso miré con inquietud al hombre, pero él seguía con su cabeza caída y sus brazos cortos moviendo lentos los remos.
Luego empezó la brisa y sacamos los anzuelos para regresar al puerto.
Pero el cuento había prendido en toda la tripulación y se habló de las infidelidades y de que un hombre, puesto el caso, tenía que matar o hacer lo que hizo un tipo una vez, que le cobró un peso a su rival en trance de haberlo descubierto con su mujer y luego se fue de la casa para darle a entender a su compañera de diez años, que así sé trata a las mujeres que pueden ser de otro cualquiera además de uno. Después el patrón se puso a hablar de lo sabrosa que era la carne prohibida del manatí y de la pena que daba matarlo por indefenso.
Pero fue por la tarde que desembarcamos cuando yo me fui al bar que tiene todo su territorio de madera sobre el mar. Allí le pasa un velero por la misma nariz. Me puse a mirar las gaviotas, los barcos y una mancha de escribanos que punteaban la superficie del agua, cuando vi la proa del bote y la figura del hombre remando. Estaba de mí a la distancia que estuvo antes, cuando refirieron su caso, y ahora sentí curiosidad por verle de cerca el rostro y por ver también cómo mirarían sus ojos. Sin embargo, el hombre dejó de remar y se quedó inmóvil. Pensé que estaba calculando un punto por donde desembarcar, pero entonces me di cuenta de que estaba queriendo oír la música del tocadiscos del bar, y oí yo mismo el canto escandaloso y sensual que llenaba la tarde entera:
"El hombre marinero
no se debe casar
porque al zarpar el barco
lo pueden engañar."
Yo quise callar aquel disco, pero no tuve tiempo, porque mientras buscaba en el aparato por donde pararlo, el hombre se había vuelto ya y remaba de nuevo al barco, mientras un perrito le ladraba cariñoso desde a bordo.
Luego volvimos al pueblo y aquella tarde en la mesa el patrón del yate me quedó al lado.
—¿Qué —me dijo— no le gustó el cuento del langostero?
Al principio yo no recordaba, pero él me ayudó enseguida:
—Del hombrecito que se le fue la mujer, digo.
—No lo conozco —le dije, y el patrón se quedó callado un momento para volverse luego a mí:
—He oído el cuento muchas veces y nunca me hace gracia. La gente lo cuenta porque la vida es dura, y lo que un hombre no puede decir de otro que le queda por encima, lo dice contra todo el que le queda por debajo.
Así, de pronto, seguí sin entender y él trató de explicarse mejor:
—Sí.
—Luego la gente viene a puerto y una vez sí y otra no, todos los hombres tienen que meterse en el tanque donde hay miles de langostas vivas y con el jamo agarrarlas, así dé el agua a la cintura o al pecho; y esos rejos de las langostas que ni con sacos en los pies un hombre se salva de un rejonazo. ¿Qué queda para un hombre entonces? Su parte de unos cuantos pesos. La langosta se paga bien, pero mañana hay que volver a salir y no puede un hombre ir a La Habana a gastarse algo en un poco de vida según lo entiende cada quien. Entonces vienen al bar, se encuentran con el tocadiscos, con una botella y con una mujer, ¿se da cuenta?
Eso hasta el fin de todos los días.
—Comprendo, patrón.
—Hablo de todos los hombres de un mismo trajín, pero me estoy explicando uno sólo de ellos: el que habló esta mañana a bordo, el que señaló al de los remos, ¿se acuerda? Ese hombre no puede decir que no quisiera esta vida, porque es la única que tiene. Sólo a veces quisiera un tiempo de esta vida para él, pero para conseguir eso tiene que maldecir muchas cosas que están por encima de él y no sabe cuáles. Bueno, se alivia entonces, dice del que está abajo, de aquel que, precisamente, le llevaron la mujer...
El patrón se quedó callado y pidió un tabaco, luego sin que yo añadiera nada volvió a empezar:
—Conozco al hombre que le llevaron la mujer. Ésa es otra. Siendo langostero como todos, tiene además el labio leporino, y es pequeño de estatura. Un hombre» así tiene su boca y su mundo, aparte y siempre que ande con su boca anda con su mundo... ¿Se da cuenta?
—Sí, debe ser un hombre triste.
—Triste o no es un hombre y todos los hombres tienen una época en que pueden ponerse alegres; siempre y cuando se enamoren alguna vez, pero si tienen su boca y su mundo, suelen querer sin decirlo. Hay muchos que se salvan de esos pensamientos. Les sucede algo bueno y seguro en sus vidas y ya van alimentados de eso hasta el final. Otros no, y éste es uno de ellos. Viven pensando que tal vez puedan gustarlo todo o casi todo de la vida, menos ser correspondidos, ¿se da cuenta? Pues éste un día se fue a los sabanales y vino contento de allá y fue otras muchas veces más hasta que bajó una tarde con una mujercita que le seguía detrás y él mirando a todas partes como si aquello no le perteneciera. La mujercita no tenía zapatos cuando él la trajo. Era delgadita y como quien dice sin pechos. Pero un hombre como él no podía pedir más; ya tenía bastante con que ella fuera mujer. En la sabana se vive mal. Un hombre o una mujer allí nunca coge su estatura completa, pero a poco de estar aquí pluman enseguida y la mujercita por su parte cogió lo que le faltaba por coger y nunca más anduvo descalza porque ese hombre bajaba del barco y sin darse descanso se iba a buscarle a ella lo que no estaba gastado todavía, sino en trance de gastarse y traérselo enseguida muy contento y sonriente y magullados los pies por los zapatos que nunca se ponía salvo que saliera a alguna parte. ¿Comprende usted? No vivía sino para ella, y hubo una época en que por ella casi no vivía y por el hijo que iba a venir, que lo tenía con el alma temblándole, porque aquel labio suyo no se volviera a repetir en el mundo. Entonces fue su tiempo peor: a veces perdía el pesquero, porque no dando el remazo a tiempo, la corriente lo sacaba del fondo elegido. Cosas del hombre que tiene su mundo y su boca, aunque tenga los puños cerrados al remo y la obligación por delante. Ella tuvo un hijo por fin; un muchacho completo sin nada que le faltara ni le sobrara, pero él, celebrándole la boca nada más como si no tuviera el hijo nada más bello en el cuerpo.
El patrón volvió a callar mientras le quitaba a su tabaco el anillo de papel, y luego se volvió:
—¿Se da cuenta? Ella debió al menos ser agradecida, ¿no? Además tenía un hijo, ¿pero y lo otro? ¿Usted es capaz de darse cuenta?
No entendí lo que quería decir. Me miraba ahora el patrón como para que yo dijera por él lo que ya tenía formado en su pensamiento, pero sin atreverse a soltarlo. Hasta que viendo mi silencio lo dijo de un golpe:
—Pero ¿y esa pobre boca de él? Se puede besar mucho tiempo por gratitud, pero hay mil bocas en el mundo y todas andan en la calle. Un día se besa por besar y se busca otra boca. Y ese día vino, mi amigo, y trajo su hombre: un muchacho de la costa norte que le reventaba la vida en las venas y que Dios le había puesto la mejor cara del puerto. ¿Se da cuenta, no? Frente por frente a su ventana y el muchacho sin hacerse nunca a la mar, porque no tenía necesidad, y ella que tenía ahora todo lo que no tuvo antes, que se había vuelto una mujer, pero una mujer de verdad, ¿comprende? Con el niño de brazos todavía se fue con él y aquella misma fue la noche que él dijo lo que dijo al desembarcar en el muelle; el que no tenga mujer que se quede.
—¿Pero y el hombre, patrón, entonces?
—Nada, un tiempo estuvo sin venir por el puerto, hasta que bajó una vez y amaneció con los remos en la mano al otro día. ¿Qué más quiere la gente? Había tratado de no venir, pero lo sopló el hambre por aquí sólo que ahora juró una noche en el bar que volvía por hacer dinero poco a poco y largarse después y que si no lo conseguía, sabe Dios qué podía pasarle.
—¿Y está guardando dinero, no?
—Sí, lo está.
—¿No será otro disimulo, patrón?
—No, porque yo soy el que le guardo su dinero y alguna vez que puedo le pongo unos pesos de más.
—¿Por piedad?
—No precisamente.
Y el patrón se quedó mirando el humo azul de su tabaco para bajar mucho más la voz:
—Por lo mismo que él dijo, porque sabe Dios, por eso —y añadió mirando ahora a todo el puerto que parecía dormir, menos el bar.
—¿Se imagina usted cuánto tiempo puede estar un hombre solo resistiendo a todos los que tienen su mismo trajín?
Y fue lo último que hablé aquella noche con el patrón. Luego hasta llegué a pensar que me sacaba el cuerpo como si hubiera perdido algo de su persona en las cosas que me dijo.
Yo había llegado ya a mi cuarto para acostarme cuando vi el pescador primero, aquel que zumbó la historia del hombrecito leporino y me dio la ocurrencia de llamarlo. Traía un lío de sogas al hombro y venía descalzo. Las echó en el portal y me preguntó qué quería.
—Conversar —le dije— si no le molesta.
—A mí no.
Sin embargo yo no sabía cómo empezar. Quería volver al hombre burlado y en eso, desde la costa, sentí otra vez él canto:
"El hombre marinero
no se debe casar..."
—¡Oiga eso —dijo el otro— le metieron otra vez! Hoy lo han tocado lo menos veinte veces... ¡Jah! y con la calma que hace, ¿no es verdad, caballero?
—¿No es verdad de qué?
—¡Jeh! —prosiguió socarrón y lleno de intenciones—. ¿No se acuerda usted que dijo que las voces caminan mucho sobre el mar? Bueno, pues imagínese ahora con la noche arriba de uno, sin una gota de viento y el disquito ese sonando... ¡Jah; hasta el barco del hombrín debe llegar el cántico!
Lo miré mientras se reía y lo vi esforzándose por comunicarme aquel amargo goce que satisfacía quizás su vida, pero todo lo que sentí fue lástima por él, por su vida y por su pobre corazón sin crecimiento como la gente de los sabanales. Luego él se turbó y me dijo hasta mañana, cargando con sus líos de sogas y perdiéndose en la noche descalzo como iba.
Yo no sé si más tarde repitieron el disco, porque yo me dormí aquella noche como de costumbre con la almohada arropándome la cabeza; lo que sí sé, es que sería de madrugada cuando me despertó el ir y venir de gentes y abrí las ventanas para mirar. De la Capitanía del Puerto habían mandado dos marineros al bar. Yo los vi cuando encendieron un farol de gasolina que lo iluminó todo, y vi allí mismo por la puerta abierta, junto al tocadisco, el pedazo de soga que habían cortado inútilmente a la carrera y el cuerpo pequeño del hombre cuyo cuello estaba al otro extremo de la soga.
Por unos cuantos días más se habló luego del hombre, de que había sido un buen langostero, pero al cabo del tiempo cuando cae la calma en el puerto y se vuelven a contar cosas sucedidas no falta siempre uno que repita las mismas palabras: "Bueno, una vez hubo un hombre que dijo... el que no tenga mujer"... Es natural, no se puede estar llorando mil años por un hombre, además, los muertos son como los que se van en un velero, cada vez se ponen más lejos y más chiquitos hasta que ya no se les distingue. Los demás son coincidencias: que haya un canto cínico en un disco y que haya un hombre que quiera ganarse a los que montan en un yate con un cuento triste contado tan cercamente del que está pescando sus langostas y con media vida muerta ya hace mucho rato en su corazón.
Onelio Jorge Cardoso - El hombre marinero