Hace más de dos siglos, un pastor seducido por el vuelo de las águilas se desplazó en un pájaro articulado de hierro desde el cerro del castillo de Coruña del Conde (Burgos) hasta el otro lado del río Arandilla.
Aunque los mapas y demás indicadores viarios
llamen Coruña a esta villa burgalesa, sus vecinos siguen pronunciando «Crunia»,
un nombre que delata la derivación de Clunia, la ciudad romana que con Galba
se convirtió en capital del imperio.
De
esta eminencia almenada partió el vuelo de Diego Marín Aguilera, subido a un ingenio fabricado por el herrero y recubierto con
plumas de águila. Aprovechando la claridad del plenilunio, la noche del 15 de
mayo de 1793 se lanzó desde el cerro del castillo y voló hasta el otro lado del
río Arandilla. Fueron testigos de su proeza el herrero y su hermana, que
contemplaron cómo el artefacto se elevaba hasta seis varas de altura sobre el
punto de partida. Antes del despegue les había anunciado: «Voy a Burgo de
Osma, de allí a Soria y volveré pasados unos días». Pero la rotura de uno de
los pernios que movían las alas lo precipitó después de haber salvado un trecho
de 431 varas castellanas. El émulo de Ícaro era un pastor analfabeto seducido
por el vuelo majestuoso de las águilas. Huérfano con siete hermanos a su cargo,
la necesidad le aguzó el ingenio y pronto sus inventos le dieron un merecido
prestigio comarcal. Primero mejoró el funcionamiento del molino y de los
batanes del Arandilla. Luego, la extracción de mármoles en la cantera de
Espejón. Y después, nuevos apaños en Aranda, que consagraron su fama de mañoso.
Pero nadie podía sospechar su sueño más íntimo. Durante el tiempo que pasó
cuidando del rebaño, Diego estudió minuciosamente el vuelo majestuoso de los
pájaros. Más tarde, preparó con la silenciosa complicidad del herrero y a lo
largo de seis años el armazón y las articulaciones de su pájaro de forja,
después de observar el movimiento de las alas y cola de las aves. Luego, fue
cazando águilas y buitres para disponer de plumas suficientes con que vestir a
su pájaro de hierro. Porque quería apresar para su artilugio el dinamismo de
las águilas. En la mañana del 16 de mayo, después del batacazo, los vecinos se
mofaron del relato de los testigos y prendieron fuego al plumífero aparato que
tantos desvelos había costado al intrépido pastor. Semejante incomprensión lo
sumió en un profundo desaliento que arrastró hasta su muerte seis años más
tarde, a los 44.
El paseo hacia Brazacorta permite calibrar el arco de aquel vuelo, teniendo en cuenta su desplazamiento hasta la otra orilla del arbolado Arandilla.
El paseo hacia Brazacorta permite calibrar el arco de aquel vuelo, teniendo en cuenta su desplazamiento hasta la otra orilla del arbolado Arandilla.
(Ernesto Escapa - Corazón de Roble - Ed. Gadir)
En
el año 400 de nuestra era, los dominios del emperador Yuan se extendían junto a
la Gran Muralla
china, y las pacíficas tierras, húmedas de lluvia, eran verdes, y los súbditos,
ni demasiado felices ni demasiado desgraciados.
En
la mañana del primer día de la primera semana del segundo mes del nuevo año,
el emperador Yuan sorbía un poco de té y se abanicaba protegiéndose del calor
de la brisa cuando un sirviente cruzó corriendo las losas rojas y azules del
jardín, gritando:
-Oh,
emperador, emperador, ¡un milagro!
-Sí
-dijo el emperador-, el aire es suave esta mañana.
-¡No,
no, un milagro! -dijo el sirviente, con rápidas reverencias.
-Y
el té tiene muy buen sabor. Esto es ciertamente un milagro.
-No,
no, excelencia.
-Déjame
pensar entonces... Se ha levantado el sol y estamos en un nuevo día. O el mar
es azul. Éste es sin duda el más hermoso de los milagros.
-¡Excelencia!
¡Un hombre está volando!
El
emperador dejó de abanicarse.
-¿Qué?
-Lo
vi, en el aire, con alas. Oí una voz que venía del cielo, y cuando alcé los
ojos allí estaba, un dragón con un hombre en la boca, un dragón de papel y
bambú, del color del sol y la hierba.
-Es
temprano -dijo el emperador-, y acabas de despertar de un sueño.
-¡Es
temprano, pero lo he visto! Venid y lo veréis también.
-Siéntate
aquí conmigo -dijo el emperador-. Bebe un poco de té. Debe de ser algo raro,
indudablemente, ver volar a un hombre. Tienes que pensarlo un tiempo, y yo
también tengo que prepararme.
Bebieron
té.
-Por
favor -dijo al fin el sirviente-, o el hombre se irá.
El
emperador se incorporó pensativamente.
-Bueno,
puedes mostrarme ahora lo que has visto.
Se
internaron en un jardín, cruzaron un prado, pasaron por un puentecito, entre un
grupo de árboles, y subieron a una colina.
-¡Ahí
está! -dijo el sirviente.
El
emperador miró el cielo.
Y
en el cielo, riéndose tan arriba que uno apenas podía oírlo, había un hombre; y
el hombre estaba vestido con papeles brillantes y cañas como alas y una hermosa
cola amarilla, y volaba de un lado a otro como el mayor de los pájaros en un
universo de pájaros, como un nuevo dragón en una región de antiguos dragones.
El
hombre les gritó desde lo alto en los frescos vientos de la mañana.
-¡Vuelo!
¡Vuelo!
El
sirviente lo saludó con la mano.
-¡Sí,
sí!
El
emperador Yuan no se movió. Miró la Gran Muralla, que asomaba ahora entre las nieblas
lejanas, sobre las verdes colinas, la espléndida serpiente de piedras que se retorcía
majestuosamente a lo largo de todo el país. La maravillosa muralla que los
protegía desde tiempos inmemoriales de las hordas enemigas y había preservado
la paz durante innumerables años. Vio la ciudad, recogida en sí misma junto a
un río, un camino, y una loma, que empezaba a despertar.
-Dime
-le dijo al sirviente-, ¿ha visto algún otro a este hombre volador?
-Sólo
yo, excelencia -dijo el sirviente sonriendo al cielo, agitando las manos.
El
emperador miró el cielo otro minuto, y luego dijo:
-Dile
que baje.
-¡Eh,
baja, baja! ¡El emperador quiere verte! -llamó el sirviente con las manos a los
lados de la boca.
El
emperador miró en todas direcciones mientras el hombre volador bajaba
deslizándose en el viento de la mañana. Vio un labrador que miraba el cielo, y
se fijó dónde estaba.
El
hombre alado descendió con un susurro de papeles y un crujido de cañas de
bambú. Se acercó orgullosamente al emperador, tropezando con su aparejo, e
inclinándose al fin ante el anciano.
-¿Qué
has hecho? -preguntó el emperador.
-He
volado por el cielo, excelencia -replicó el hombre.
-¿Qué
has hecho? -preguntó otra vez el emperador.
-¡Acabo
de decirlo!
-No
me has dicho nada.
El
emperador extendió una delgada mano para tocar el bonito papel y la quilla de
pájaro del aparato. Olía a la frescura del viento.
-¿No
es hermoso, excelencia?
-Sí,
demasiado hermoso.
-¡Es
único en el mundo! -sonrió el hombre-. Y yo soy el inventor.
-¿Único
en el mundo?
-¡Lo
juro!
-¿Algún
otro sabe de esto?
-Nadie.
Ni siquiera mi mujer, que creería que me ha trastornado el sol. Creyó que yo
estaba haciendo una cometa. Me levanté de noche y caminé hasta los acantilados
lejanos. Y cuando sopló la brisa de la mañana y se levantó el sol, me hice de
coraje, excelencia, y salté del acantilado. ¡Volé! Pero mi mujer no sabe nada.
-Mejor
para ella, entonces -dijo el emperador-. Vamos.
Regresaron
al palacio. El sol estaba alto en el cielo ahora, y de las hierbas subía un
olor refrescante. El emperador, el sirviente y el hombre volador se detuvieron
un momento en el vasto jardín. El emperador golpeó las manos.
-¡Eh,
guardias!
Los
guardias vinieron corriendo.
-Apresad
a este hombre.
Los
guardias apresaron al hombre alado.
-Llamad
al verdugo.
-¿Qué
es esto? -gritó el hombre alado, sorprendido-. ¿Qué he hecho?
Se
echó a llorar y el hermoso papel del aparato se movió susurrando.
-He
aquí un hombre que ha inventado una cierta máquina -dijo el emperador-, y
todavía nos pregunta qué ha hecho. No lo sabe él mismo. Ha inventado sin saber
por qué, y sin saber para qué servirá su invento.
El
verdugo vino corriendo con una afilada hacha de plata. Se detuvo y se quedó
allí, inmóvil, preparados los brazos desnudos y musculosos, y la cara cubierta
con una serena máscara blanca.
-Un
momento -dijo el emperador.
Se
volvió hacia una mesa cercana donde había una máquina que él mismo había
creado. El emperador sacó una llavecita dorada que le colgaba del cuello.
Metió la llave en la minúscula y delicada máquina y le dio cuerda, y la máquina
funcionó.
La
máquina era un jardín de metal y joyas. En marcha, los pájaros cantaban en
pequeños árboles, los lobos se paseaban por bosques en miniatura, y unos
hombrecitos corrían del sol a la sombra y de la sombra al sol, abanicándose con
abanicos diminutos, escuchando menudos pájaros de esmeralda, o inmóviles junto
a unas fuentecitas susurrantes, aunque increíblemente pequeñas.
-¿No
es hermoso? -dijo el emperador-. Si me preguntas qué he hecho aquí, he hecho
que murmurasen unos bosques, he hecho que la gente se paseara entre estos
árboles, disfrutando de las hojas, las sombras y las canciones. Eso he hecho.
-Pero
¡oh, emperador! -suplicó el hombre alado, de rodillas, con lágrimas que le
rodaban por la cara-. ¡He hecho algo parecido! He descubierto belleza. He
volado con el viento de la mañana. He contemplado las casas dormidas y los
jardines. He olido el mar, y hasta lo he visto más allá de las montañas. Y me
he deslizado en el aire como un pájaro; oh, no puedo decir qué hermoso era
estar allá arriba, en el cielo, con el viento alrededor, el viento que soplaba
sobre mí ora como una pluma, ora como un abanico, y cómo olía el cielo en la
mañana. ¡Y qué libre me sentía! ¡Eso es hermoso, emperador, eso también es
hermoso!
-Sí
-dijo el emperador tristemente-. Sé que debe de ser así. Pues sentí que mi
corazón se movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será eso? ¿Cómo se
sentirá uno? ¿Qué parecerán los lagos desde allá arriba? ¿Y mis casas y
sirvientes? ¿Como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas que aún no han despertado?
-¡Entonces
perdóname la vida!
-Pero
a veces -dijo el emperador aún más tristemente- uno debe renunciar a ciertas
pequeñas bellezas si se quiere conservar la que se tiene. No te temo a ti, pero
temo a otro hombre.
-¿Qué
hombre?
-Algún
otro hombre que al verte hará una máquina de bambú y papeles brillantes como
la tuya. Pero ese otro hombre tendrá una cara malvada y un corazón malvado, y
la belleza habrá desaparecido. Temo a ese hombre.
-¿Por
qué? ¿Por qué?
-¿Quién
puede decir que ese hombre, un día, no volará en un aparato de papel y cañas y
arrojará grandes piedras sobre la Gran Muralla china? -preguntó el emperador.
Nadie
se movió ni habló.
-Córtale
la cabeza -dijo el emperador.
El
verdugo dejó caer el hacha de plata.
-Quemad
la cometa y el cuerpo del inventor y enterrad juntas las cenizas -dijo el
emperador.
Los
guardias se retiraron a cumplir las órdenes.
El
emperador se volvió hacia el sirviente que había visto volar al hombre.
-Cierra
la boca. Todo fue un sueño. Un sueño muy triste y muy hermoso. Y a aquel
labrador que también vio, dile que le pagaré una buena suma para que piense
que fue sólo una visión. Si esto se divulga alguna vez, tú y el labrador
moriréis inmediatamente.
-Sois
misericordioso, emperador.
-No,
no soy misericordioso -dijo el anciano.
Más
allá del jardín vio a los guardias que quemaban la hermosa máquina de papel y
cañas que olía al viento de la mañana. Vio que el humo oscuro subía al cielo-.
Sólo perplejo y temeroso. -Vio que los guardias cavaban un pozo para enterrar
las cenizas.- ¿Qué es la vida de un hombre contra la de millones? Debo
consolarme con este pensamiento.
Sacó
la llave de la cadena que llevaba al cuello y dio cuerda una vez más al hermoso
jardín en miniatura. Se quedó mirando las tierras que llegaban a la Gran Muralla, la
pacífica ciudad, los prados verdes, los ríos y arroyos. Suspiró. En el
jardincito susurró la oculta y delicada maquinaria y se puso en movimiento;
los hombrecitos paseaban por los bosques, las caritas asomaban en las sombras
matizadas por el sol, y entre los arbolitos unos brillantes trocitos de canción
azules y amarillos, volaban, volaban en aquel pequeño cielo.
-Oh
-dijo el emperador, cerrando los ojos-, mira los pájaros, mira los pájaros.
Ray Bradbury