Mago responsable busca señorita soltera para chou
Para Óscar Esquivias
Yo no soy de ésas que van por ahí
contestando a todos los anuncios que ven, no me malinterprete usted. Contesté
al suyo porque llevo una temporada pasándolas canutas, el Tuerto me abandonó
por tercera vez no hace ni dos meses y yo me he jurado a mí misma no volver
con alguien como él ni que me lo pidiera de rodillas jurándome fidelidad
eterna delante del Sagrado Corazón. El Tuerto ha sido mi novio durante siete
años, cinco meses y veintidós días. Eso sin contar las épocas intermedias en
que me dejó para largarse con sus fulanas, porque si lo hago resulta que me he
pasado más de doce temporadas pegada a sus calzones. Lo de «temporadas» es
porque yo soy una verdadera artista, ¿sabe usted? Siempre me he ganado el pan
con honradez en los escenarios, y no sé hacer ni un huevo frito, pero canto
mejor que la Piquer.
El Tuerto era de esos hombres que
te abandonan de un día para otro. Que igual terminan de echarte el último polvo
de la madrugada, se dan la vuelta para escupir en el suelo y meterse un
cigarrillo entre los labios y te sueltan: «Mañana no quiero verte por aquí». Y
se quedan tan anchos. Ya me lo había hecho otras veces, pero nunca tan en serio
como la última. Antes se largaba con alguna guarrilla del Bohemia y me dejaba
a mí como la viuda que regenta los negocios del maromo que expiró. Porque el
Tuerto -así le gustaba que le presentaran- era el propietario y el director
artístico del Café Bohemia, el lugar donde los artistas nacen, según proclama
un letrero colgado sobre la puerta de entrada. Digo yo que era más bien el
lugar donde los artistas sobrevivían, a juzgar por el elenco que cada noche
subía al escenario. Y es que, señor mago, salvándome a mí, estaban todos mis
compañeros de bambalinas más secos que una mojama. Le decía del Tuerto -que, por
cierto, de propietario nada, el Bohemia lo tenía alquilado desde hacía un
montón de años, buena alegría me llevé al saberlo, si me llego a enterar antes
de que el fulano no tiene nada que dejarle a nadie en testamento no le aguanto
tantos años, que él siempre me tuvo engañada con tanto «Perlita de mi vida, a
ti te voy a dejar yo el Bohemia, para que lo dirijas según tu buen
entendimiento» y «me voy a casar contigo en cuanto salgamos de pobres»-, pues
del Tuerto, le digo, y de la puta de Marujita la de Antequera ya me estaba
oliendo yo algo desde hacía meses. Primero, porque a ella se la veía muy
contenta últimamente, muy cantarina, muy satisfecha -ya me entiende usted en
qué sentido se lo digo- y hasta había engordado un poquito y echado cadera,
que buena falta le hacía a la pescadilla ésa meter carne debajo de su pellejo.
Y el Tuerto no tenía tanta hambre como antes -no hambre de la de sentarse a la
mesa, usted me entiende, sino de la otra- y yo ya empezaba a verlo todo
clarito.
La de Antequera actuaba justo después que yo. Bueno, si es que a eso que ella hacía se le puede llamar actuar. Porque esa chola ni a cantar había aprendido. O igual sabía, pero estaba tan anémica que ya ni resuello le quedaba para sacar aire de sus pulmones. O es que se lo dejaba todo en el achuchón rápido que le pegaba mi hombre mientras yo estaba en escena, aprovechando que les quitaba el ojo de encima un momento. Porque sé de buena tinta que hacían su agosto sexual durante mis actuaciones. Y también sé que el Tuerto nunca tuvo la intención de casarse, ni conmigo ni con nadie, y que si me lo prometió tantas veces fue sólo porque sabía que una mujer decente como yo soy no iba a comportarse como su esposa durante tanto tiempo sin un compromiso formal de matrimonio.
La de Antequera actuaba justo después que yo. Bueno, si es que a eso que ella hacía se le puede llamar actuar. Porque esa chola ni a cantar había aprendido. O igual sabía, pero estaba tan anémica que ya ni resuello le quedaba para sacar aire de sus pulmones. O es que se lo dejaba todo en el achuchón rápido que le pegaba mi hombre mientras yo estaba en escena, aprovechando que les quitaba el ojo de encima un momento. Porque sé de buena tinta que hacían su agosto sexual durante mis actuaciones. Y también sé que el Tuerto nunca tuvo la intención de casarse, ni conmigo ni con nadie, y que si me lo prometió tantas veces fue sólo porque sabía que una mujer decente como yo soy no iba a comportarse como su esposa durante tanto tiempo sin un compromiso formal de matrimonio.
El Tuerto contrató a la de
Antequera un poco antes de los Juegos Olímpicos, porque dijo que con tanto
turismo iba a hacer falta ampliar la plantilla. Así lo dijo, «ampliar la
plantilla», aunque, como puede figurarse, de contrato ni de sueldo, nada de
nada. En el Bohemia ganábamos según ganara el Tuerto. Si la noche iba bien,
tres mil pelas. Si iba mal, mil quinientas. Y si iba fatal, el bocadillo, un
vaso de vino y a la calle. Nadie tenía queja del trato: la cena estaba mejor
que el estómago vacío.
Marujita la de Antequera se presentó por el café una noche cualquiera cuando ya había acabado el espectáculo y los últimos clientes, borrachos y rezongones, ya empezaban a querer irse. Nunca antes la habíamos visto, y eso que en el gremio nos conocemos todos, pero ella le dijo al tonto del Tuerto que llevaba toda su vida bailando en un bar de carretera de la provincia de Cáceres que se llama El Paraíso Terrenal. Seguro que es un putiferio, lo pensé en cuanto la vi. La de Antequera estaba como la radiografía de una sardina, más arrugada que la bota de un cojo, con el pelo de estropajo, las uñas rotas y el aliento apestoso. Dijo que sabía bailar y que quería que el Tuerto le hiciera una prueba. Ja, una prueba, como si aquello fuera Jolibú. Pero como el Tuerto siempre fue muy putero, la dejó subirse al escenario a mover los huesos del culo con poquísima gracia y allí mismo decidió «ampliar la plantilla» colocando a aquella vergüenza de bailarina justo detrás de mi número en la función. Buena bronca se llevó, el muy desgraciado. Llega a ponerme a la de Antequera delante y le vacío el otro ojo.
Ya, ya le hablo de mi número, que
era según todos lo mejor del espectáculo. Podía durar de cinco a veinte
minutos, dependiendo de lo atentos que estuvieran mis admiradores, porque si
empezaban a mirar a todos lados, a pedirle al Paco más cerveza o más vino o a
hablar por lo bajini, servidora prefería no actuar para quien no sabe
valorarla. Yo les ofrecía un repertorio de pura canela en rama. Un bolerito
para abrir boca, para ir caldeando el ambiente. Luego una copla de las de
argumento y lágrima, seguida de una cancioncilla de esas desenfadadas que
hacían reír al auditorio y hasta al Tuerto, que al principio siempre me miraba
desde detrás del mostrador. A continuación, lo mejor de la noche: un tangazo de
esos que hacen que los hombres empinen el codo o el tuyamentiendes, otro
bolerito para ir despidiendo y al final un buen pasodoble, con mucho regusto
nacional, como debe ser. Algo así como: espérame en el cielo corazón / si es
que te vas primero / que pronto yo me iré / ahí donde tu estés / yo soy la
otra, la otra / y a nada tengo derecho / porque no tengo un anillo / con una
fecha por dentro / yo tuve un novio barbero / y una vecina me lo quitó /
tuvieron tres churumbeles / con la cabeza como un farol / volver con la frente
marchita / las nieves del tiempo platearon mi sien / sentir que es un soplo la
vida / que veinte años no es nada / devuélveme el rosario de mi madre / y
quédate con todo lo demás / lo tuyo te lo envío cualquier tarde / pisa morena
/ pisa con garbo / que un relicario / que un relicario me voy a hacer / con el
trocito de mi capote / que haya pisado que haya pisado tan lindo pie.
Al principio estaba tan encoñada con el tonto del Tuerto que cantaba los boleros de amor mirándole con ojos de manteca derritiéndose. Él me sacaba la lengua, el muy guarro, sin dejar de servir bebidas, y por la manera en que me miraba yo sabía que esa noche el espectáculo iba a seguir arriba, en su cama, hasta que se hiciera de día. Menudos éramos, los dos juntos, fuego y paja, créame. Eso nos duró hasta que él se largó la primera vez con una antigua amiguita, y se pasó fuera más de dos años. Cuando volvió yo ya me había hecho a la idea de dirigir el Bohemia sola, y en el cambio había salido ganando: prefería un millón de veces al Bohemia sin el Tuerto que al Tuerto sin el Bohemia. Y eso que llevaba ya mucho tiempo con aquel desgraciado, y una se acostumbra a estas cosas, pero es que de directora artística del Bohemia me tiré más de dos temporadas. Y fue lo mejor de mi vida.
La reconciliación tras su llegada no estuvo del todo mal pero lo de después fue lo peor: dijo que a él no se le subía nadie a caballo y que yo había convertido su café-concierto en un tugurio para maricones y abuelitas. No era verdad, por supuesto el Tuerto nunca tuvo verdadera sensibilidad artística. Yo lo único que había hecho era permitir que una compañía de marionetas actuase allí los domingos por la mañana, para que las familias del barrio pudieran traer a sus niños al café, que cada vez tenía más mala fama. También contraté a algunos artistas nuevos: un funambulista polaco, un domador de pulgas, un hombre con tres cabezas -dos eran postizas, pero apenas se notaba- y un cantante folclórico de Jerez, que tenía más pluma que el sombrero del duque de Mantua. En realidad, todos eran un poco homosexuales, pero a mí me daba igual. Mejor: así me rodeaba de hombres mansos que me hicieran compañía. Además, entre todos los mariquitas y yo dejamos el Bohemia hecho una monada: todo lleno de visillos de frivolité y de tapetes de ganchillo color beis. Yo misma servía las bebidas durante esa nueva etapa, vestida de lentejuelas y con una pluma en la cabeza, como las madamas del lejano oeste americano que se ven siempre en Cinemascope. Puse de moda el anís y el vino con sifón o gaseosa y hasta arreglé un par de reservados al fondo y contraté a dos jovencitas del barrio para que se dejaran caer por allí pasadas las doce de la noche, indujeran a los clientes a consumir bebidas caras y se los llevaran a la retaguardia cuando ellos se lo pidieran. Les cobraban ocho mil pesetas por un servicio completo, iban al cincuenta por ciento y cada noche se tiraban a media docena de tíos cada una. No hace falta que le diga que fue nuestra etapa más próspera. Pero el inútil del Tuerto no quiso entenderlo así. Echó a la mitad de mis fichajes y volvió a llenar el local de pelanduscas y muertos de hambre. Reinstauró el vino, la cerveza y la puerta abajo los domingos por la mañana. Lo único que le pareció bien fue lo de las dos señoritas, aunque modificó el acuerdo económico: todo lo que ganaran sería para ellas, pero por cada cliente que se echaran le debían a él una faena idéntica. Estuve sin hablarle a aquel desgraciado durante casi tres semanas.
Marujita la de Antequera se presentó por el café una noche cualquiera cuando ya había acabado el espectáculo y los últimos clientes, borrachos y rezongones, ya empezaban a querer irse. Nunca antes la habíamos visto, y eso que en el gremio nos conocemos todos, pero ella le dijo al tonto del Tuerto que llevaba toda su vida bailando en un bar de carretera de la provincia de Cáceres que se llama El Paraíso Terrenal. Seguro que es un putiferio, lo pensé en cuanto la vi. La de Antequera estaba como la radiografía de una sardina, más arrugada que la bota de un cojo, con el pelo de estropajo, las uñas rotas y el aliento apestoso. Dijo que sabía bailar y que quería que el Tuerto le hiciera una prueba. Ja, una prueba, como si aquello fuera Jolibú. Pero como el Tuerto siempre fue muy putero, la dejó subirse al escenario a mover los huesos del culo con poquísima gracia y allí mismo decidió «ampliar la plantilla» colocando a aquella vergüenza de bailarina justo detrás de mi número en la función. Buena bronca se llevó, el muy desgraciado. Llega a ponerme a la de Antequera delante y le vacío el otro ojo.
Sí, enseguida le hablo de mi
número y dejo de andarme por las ramas. Sólo una cosita más, para que usted vea
cómo era el Tuerto. De pronto, aquella noche de hace casi dos meses, me dice
aquello de que no quiere volver a verme por allí, y por la mañana observo que
él no está en la piltra. Oigo voces abajo y me asomo a la ventana, ¿y qué cree
usted que veo? Al Tuerto y a la de
Antequera, como un par de momias en luna de miel, cargando una maleta
grande en un coche que lo más seguro es que fuera robado. Ella conducía, porque
el Tuerto nunca se sacó el carné, y llevaba un pañuelo de colores atado bajo la
barbilla, como las mujeres ésas que conducen descapotables blancos en las
películas. El coche era un Cheat 127 del año del hilo negro, y llevaba en un
lateral un adhesivo que decía: I love Almuñécar. Ya ve en qué detalles se fija
una. En cuanto les vi subir al coche supe lo que les esperaba, no porque
servidora sea bruja, ni mucho menos -no crea que voy a hacerle la competencia,
señor mago-, sino porque ése es el sino de mi vida: novio que me echo, novio
que se despeña con el coche por un barranco. El Tuerto se había librado porque
no conducía, pero en cuanto le vi subirse a aquella chatarra para largarse con
la de Antequera supe que había llegado su hora. Él miró hacia arriba y me
descubrió espiando. Puso cara de mala leche, pero en el fondo yo sé que lo que
sintió fue pánico, porque conocía el destino de todos mis novios anteriores y también
porque en mis ojos debió de leer la dulzura de la venganza.
Al principio estaba tan encoñada con el tonto del Tuerto que cantaba los boleros de amor mirándole con ojos de manteca derritiéndose. Él me sacaba la lengua, el muy guarro, sin dejar de servir bebidas, y por la manera en que me miraba yo sabía que esa noche el espectáculo iba a seguir arriba, en su cama, hasta que se hiciera de día. Menudos éramos, los dos juntos, fuego y paja, créame. Eso nos duró hasta que él se largó la primera vez con una antigua amiguita, y se pasó fuera más de dos años. Cuando volvió yo ya me había hecho a la idea de dirigir el Bohemia sola, y en el cambio había salido ganando: prefería un millón de veces al Bohemia sin el Tuerto que al Tuerto sin el Bohemia. Y eso que llevaba ya mucho tiempo con aquel desgraciado, y una se acostumbra a estas cosas, pero es que de directora artística del Bohemia me tiré más de dos temporadas. Y fue lo mejor de mi vida.
La reconciliación tras su llegada no estuvo del todo mal pero lo de después fue lo peor: dijo que a él no se le subía nadie a caballo y que yo había convertido su café-concierto en un tugurio para maricones y abuelitas. No era verdad, por supuesto el Tuerto nunca tuvo verdadera sensibilidad artística. Yo lo único que había hecho era permitir que una compañía de marionetas actuase allí los domingos por la mañana, para que las familias del barrio pudieran traer a sus niños al café, que cada vez tenía más mala fama. También contraté a algunos artistas nuevos: un funambulista polaco, un domador de pulgas, un hombre con tres cabezas -dos eran postizas, pero apenas se notaba- y un cantante folclórico de Jerez, que tenía más pluma que el sombrero del duque de Mantua. En realidad, todos eran un poco homosexuales, pero a mí me daba igual. Mejor: así me rodeaba de hombres mansos que me hicieran compañía. Además, entre todos los mariquitas y yo dejamos el Bohemia hecho una monada: todo lleno de visillos de frivolité y de tapetes de ganchillo color beis. Yo misma servía las bebidas durante esa nueva etapa, vestida de lentejuelas y con una pluma en la cabeza, como las madamas del lejano oeste americano que se ven siempre en Cinemascope. Puse de moda el anís y el vino con sifón o gaseosa y hasta arreglé un par de reservados al fondo y contraté a dos jovencitas del barrio para que se dejaran caer por allí pasadas las doce de la noche, indujeran a los clientes a consumir bebidas caras y se los llevaran a la retaguardia cuando ellos se lo pidieran. Les cobraban ocho mil pesetas por un servicio completo, iban al cincuenta por ciento y cada noche se tiraban a media docena de tíos cada una. No hace falta que le diga que fue nuestra etapa más próspera. Pero el inútil del Tuerto no quiso entenderlo así. Echó a la mitad de mis fichajes y volvió a llenar el local de pelanduscas y muertos de hambre. Reinstauró el vino, la cerveza y la puerta abajo los domingos por la mañana. Lo único que le pareció bien fue lo de las dos señoritas, aunque modificó el acuerdo económico: todo lo que ganaran sería para ellas, pero por cada cliente que se echaran le debían a él una faena idéntica. Estuve sin hablarle a aquel desgraciado durante casi tres semanas.
Con el paso de los años, y sobre
todo después de que me dejara por segunda vez para largarse por dos temporadas
con la trapecista del circo Europa, servidora escarmentó para siempre, y ya
nada volvió a ser igual. Cuando salía al escenario buscaba el ojo bueno del Tuerto
y le miraba con un fuego abrasador, pero no precisamente del de si tú me dices
ven / lo dejo todo, como tiempo atrás, sino más bien del tipo de qué estás
hecho tú / de piedra o hielo / que no sabes sentir / ni amor ni celos. Le juro,
señor mago, que nunca he fraguado tanta rabia como cuando le miraba desde el
escenario y le cantaba -a él, sólo a él, lo mismo que años atrás, pero
distinto- todas aquellas cosas: yo no sé quererte lo mismo que tú / ni pasar
la vida pendiente y esclava / de esa esclavitú / nada debo agradecerte / mano a
mano hemos quedado / no me importa lo que has hecho / lo que has hecho y lo que
harás / los favores recibidos / creo habértelos pagado. Pero aquel imbécil se
quedaba como si no fuera con él, y yo dale que te pego, gritando cada vez más:
no te quiero / no me quieras / si tó me lo diste / yo ná te pedí / la vida
rueda / también rodaste vos / aunque no creas tú / y porque me oye Dios / esta
será la última cita de los dos; pero era como hablarle a un perchero.
Así que ahora ya debe de ir entendiendo por qué cuando leí su anuncio le llamé enseguida. Necesito casarme de una vez, señor mago, ya no puedo tolerar que más novios se me maten en la carretera, y ya voy teniendo edad de no estar sola –voy a cumplir cincuenta y dos, pero no se lo diga a nadie porque suelo quitarme ocho o diez-; y también necesito trabajar y ganar algún dinero, que si me ve algo desmejorada es sólo porque últimamente apenas he comido y porque llevo sin cantar ante mi público casi una eternidad, pronto va a hacer dos meses, ya ve usted, cuántas noches y cuántas coplas caben en dos meses, y eso sí me está matando.
Por lo demás, no tengo vicios. Cada vez me gusta menos el sexo, esto debo confesárselo para que no se haga ilusiones conmigo, lo cual no significa que si me lo propongo y si se dan las circunstancias adecuadas, no pueda ser pura pasión, y sin riesgos, porque ni estoy enferma ni puedo tener hijos, como habrá usted deducido. Le doy algo al anís, pero poquito, y nunca me emborracho, sólo me pongo contenta y dicen que estoy muy graciosa. y fumar, no fumo, pero no me molesta que fumen los demás, porque yo en eso de los fumadores pasivos no creo. Lo único que hago sin parar es cantar, canto hasta dormida, pero siempre en español, para que todo el mundo me entienda, y cosas muy sentidas de ésas que ya no se estilan.
No, si ya sé que lo suyo de usted es un espectáculo de magia, y que yo no iba a ser más que su ayudante, pero iba pensando cuando venía hacia aquí que seguro que no le importaría que yo me pusiera a cantar alguna casita ligera durante las actuaciones. Por ejemplo, imagínese ese número en que el mago sierra a su acompañante, y la divide en dos mitades que luego aleja para poder pasar por el medio y que los espectadores admiren su arte. Pues mientras eso dura, yo podría canturrear algo, como por ejemplo aquel bolero tan bonito que dice amor no te vayas sin mí / no me dejes así / que no ves que al partir / todito destrozas en mí. Eso le añadiría sal a la cosa y digo yo que el público lo agradecería. O, piénselo usted, en el número ése donde los magos arrojan puñales a la chica, que está atada al panel de colores en forma de aspa, yo podría cantar aquello de que seas feliz, feliz, feliz / es todo lo que pido en nuestra despedida. Ya sé que nunca se ha hecho nada parecido, pero precisamente en eso está el secreto del arte: en hacer lo nunca visto. Yo no quiero presionarle, sólo le aviso de antemano de que si lo que busca es una mujer con quien pasar el rato sin formalizar su relación, yo no soy de ésas. No por nada, señor mago, es sólo porque mi conciencia no puede cargar con más muertes. Siete fueron los pobrecitos que murieron de forma traumática al volante de su coche, y con todos ellos tenía planes de boda, y hasta con uno ya habíamos elegido la iglesia y la fecha, que tenía que ser el trece de marzo del sesenta y cinco, precisamente hoy hubiéramos celebrado nuestro treinta aniversario, y ha sido este detalle el que me ha hecho decidirme a llamarle hoy mismo: éste puede ser mi día de suerte. Ya ve que le soy sincera, porque pienso que sin sinceridad no iremos a ninguna parte y porque servidora en su vida le ha dicho una mentira a nadie. A mí me hizo el destino pecadora, como a la de la canción, pero no embustera. y del mismo modo que le he confesado ya todo lo anterior, y ya que por el brillo de sus ojitos veo que no le desagrado del todo, voy a rematarle la historia por si le colea el gusanillo del cabo suelto y para que vea que no he hecho más que conocerle y ya le tengo una enorme confianza.
Lo primero es que el Tuerto y la de Antequera se la pegaron por un barranco con el coche, que, como yo decía, era robado. Él, como debía suceder, murió en el acto. Lo digo así porque ya le lloré bastante; que servidora estaba ya hasta allí de aquel hijo de su madre, pero no es insensible a la desgracia. A ella la enchironaron por ladrona de coches y porque dentro del Cheat la pasma encontró una bolsita de cocaína que debía de ser del Tuerto -por fin entendí en qué se gastaba los dineros del Bohemia-. De momento, el café lo cerraron, porque el dueño no quiso alquilármelo por lo mismo que le daba mi hombre y me hizo un lío con palabrejas raras, como de abogados, que no entendí, pero que significaban que nanai y que me buscara la vida en otra parte. Eso fue inmediatamente después de saberse lo del accidente, pero yo sé que el fulano no le ha alquilado el sitio a nadie, y que no piensa venderlo. Está bastante hecho polvo, y no le iba a sacar ninguna tajada grande, así que yo estoy convencida de que si nos presentamos allí los dos, después de pasar por la vicaría, como un matrimonio bendecido y como a Dios le gusta, el maromo ése nos arrienda el chiringo por nuestra cara bonita y por cuatro perras. Podríamos intentarlo, señor mago, y sería un lujazo eso de tener nuestro localito propio. Ya le he contado lo bien que se me dan los negocios, y podríamos llevar una vida desahogada, que creo que a usted tampoco le sobran los cuartos, con esa carita de hambre que tiene -y perdone la confianza- y hasta con el tiempo podríamos pensar en permitirnos algunos lujos. Nos podríamos abonar a eso del Canal Plus, y podríamos salir de viaje por aquí cerca de vez en cuando, que hace siglos que no voy al pueblo de mi madre, y hasta podríamos pensar en comprarle al imbécil ése el local, poquito a poco, para con el tiempo tener donde caer muertos.
Todavía me falta contarle que al Tuerto le desgracié el ojo yo, hace ya un montón de años. Fue una noche que me pegó una paliza de impresión porque me había encontrado sentada en las rodillas de un cliente. Fue en defensa propia, no vaya usted a creer que antes de echar a los fulanos barranco abajo me gusta vaciarles los ojos. Pero se lo tenía que decir para cuando las vecinas del Bohemia, que son muy chismosas y creen que me conocen mucho sólo porque hace años que las soporto, le vengan con el cuento. Seguro que lo harán, y no quiero que le pille por sorpresa o que vaya a pensar que se ha casado con un monstruo.
Porque yo de monstruo tengo lo
mismo que usted de parlanchín y, al contrario, puedo llegar a ser muy dulce si
me lo propongo y si me motivan lo suficiente. Y en este ratito me estoy
notando, ya ve usted, muy pero que muy motivada, créame, motivadísima; vamos,
que ahora mismo me arrancaba yo a cantarle con mucho sentimiento aquello de
cómo ríe la vida / si tus ojos negros / me quieren mirar que hasta se lo daría
por escrito y con mi firma. Y le rascaría la espalda y ahí donde a los hombres
les gusta tanto que les rasquen y entonaría, bajito, en un murmullo junto a su
oreja, señor mago, unas palabras que serían sinceras: Cuando estoy contigo / no
sé qué es más bello / si el color del cielo / o el de tu cabello. Y al llegar
la madrugada, mientras los borrachos tropiezan con las farolas en la calle,
usted y yo nos echaríamos a descansar en nuestra cama, oliendo a colonia y muy
bien cenados, y yo le agarraría la mano como a los niños pequeños que tienen
miedo a la oscuridad y le juraría con toda mi alma aquello tan bonito que nunca
he podido jurarle a nadie: Toda una vida / estaría contigo / no importa en qué
forma / ni dónde ni cómo / pero junto a ti.
Así que ahora ya debe de ir entendiendo por qué cuando leí su anuncio le llamé enseguida. Necesito casarme de una vez, señor mago, ya no puedo tolerar que más novios se me maten en la carretera, y ya voy teniendo edad de no estar sola –voy a cumplir cincuenta y dos, pero no se lo diga a nadie porque suelo quitarme ocho o diez-; y también necesito trabajar y ganar algún dinero, que si me ve algo desmejorada es sólo porque últimamente apenas he comido y porque llevo sin cantar ante mi público casi una eternidad, pronto va a hacer dos meses, ya ve usted, cuántas noches y cuántas coplas caben en dos meses, y eso sí me está matando.
Por lo demás, no tengo vicios. Cada vez me gusta menos el sexo, esto debo confesárselo para que no se haga ilusiones conmigo, lo cual no significa que si me lo propongo y si se dan las circunstancias adecuadas, no pueda ser pura pasión, y sin riesgos, porque ni estoy enferma ni puedo tener hijos, como habrá usted deducido. Le doy algo al anís, pero poquito, y nunca me emborracho, sólo me pongo contenta y dicen que estoy muy graciosa. y fumar, no fumo, pero no me molesta que fumen los demás, porque yo en eso de los fumadores pasivos no creo. Lo único que hago sin parar es cantar, canto hasta dormida, pero siempre en español, para que todo el mundo me entienda, y cosas muy sentidas de ésas que ya no se estilan.
No, si ya sé que lo suyo de usted es un espectáculo de magia, y que yo no iba a ser más que su ayudante, pero iba pensando cuando venía hacia aquí que seguro que no le importaría que yo me pusiera a cantar alguna casita ligera durante las actuaciones. Por ejemplo, imagínese ese número en que el mago sierra a su acompañante, y la divide en dos mitades que luego aleja para poder pasar por el medio y que los espectadores admiren su arte. Pues mientras eso dura, yo podría canturrear algo, como por ejemplo aquel bolero tan bonito que dice amor no te vayas sin mí / no me dejes así / que no ves que al partir / todito destrozas en mí. Eso le añadiría sal a la cosa y digo yo que el público lo agradecería. O, piénselo usted, en el número ése donde los magos arrojan puñales a la chica, que está atada al panel de colores en forma de aspa, yo podría cantar aquello de que seas feliz, feliz, feliz / es todo lo que pido en nuestra despedida. Ya sé que nunca se ha hecho nada parecido, pero precisamente en eso está el secreto del arte: en hacer lo nunca visto. Yo no quiero presionarle, sólo le aviso de antemano de que si lo que busca es una mujer con quien pasar el rato sin formalizar su relación, yo no soy de ésas. No por nada, señor mago, es sólo porque mi conciencia no puede cargar con más muertes. Siete fueron los pobrecitos que murieron de forma traumática al volante de su coche, y con todos ellos tenía planes de boda, y hasta con uno ya habíamos elegido la iglesia y la fecha, que tenía que ser el trece de marzo del sesenta y cinco, precisamente hoy hubiéramos celebrado nuestro treinta aniversario, y ha sido este detalle el que me ha hecho decidirme a llamarle hoy mismo: éste puede ser mi día de suerte. Ya ve que le soy sincera, porque pienso que sin sinceridad no iremos a ninguna parte y porque servidora en su vida le ha dicho una mentira a nadie. A mí me hizo el destino pecadora, como a la de la canción, pero no embustera. y del mismo modo que le he confesado ya todo lo anterior, y ya que por el brillo de sus ojitos veo que no le desagrado del todo, voy a rematarle la historia por si le colea el gusanillo del cabo suelto y para que vea que no he hecho más que conocerle y ya le tengo una enorme confianza.
Lo primero es que el Tuerto y la de Antequera se la pegaron por un barranco con el coche, que, como yo decía, era robado. Él, como debía suceder, murió en el acto. Lo digo así porque ya le lloré bastante; que servidora estaba ya hasta allí de aquel hijo de su madre, pero no es insensible a la desgracia. A ella la enchironaron por ladrona de coches y porque dentro del Cheat la pasma encontró una bolsita de cocaína que debía de ser del Tuerto -por fin entendí en qué se gastaba los dineros del Bohemia-. De momento, el café lo cerraron, porque el dueño no quiso alquilármelo por lo mismo que le daba mi hombre y me hizo un lío con palabrejas raras, como de abogados, que no entendí, pero que significaban que nanai y que me buscara la vida en otra parte. Eso fue inmediatamente después de saberse lo del accidente, pero yo sé que el fulano no le ha alquilado el sitio a nadie, y que no piensa venderlo. Está bastante hecho polvo, y no le iba a sacar ninguna tajada grande, así que yo estoy convencida de que si nos presentamos allí los dos, después de pasar por la vicaría, como un matrimonio bendecido y como a Dios le gusta, el maromo ése nos arrienda el chiringo por nuestra cara bonita y por cuatro perras. Podríamos intentarlo, señor mago, y sería un lujazo eso de tener nuestro localito propio. Ya le he contado lo bien que se me dan los negocios, y podríamos llevar una vida desahogada, que creo que a usted tampoco le sobran los cuartos, con esa carita de hambre que tiene -y perdone la confianza- y hasta con el tiempo podríamos pensar en permitirnos algunos lujos. Nos podríamos abonar a eso del Canal Plus, y podríamos salir de viaje por aquí cerca de vez en cuando, que hace siglos que no voy al pueblo de mi madre, y hasta podríamos pensar en comprarle al imbécil ése el local, poquito a poco, para con el tiempo tener donde caer muertos.
Todavía me falta contarle que al Tuerto le desgracié el ojo yo, hace ya un montón de años. Fue una noche que me pegó una paliza de impresión porque me había encontrado sentada en las rodillas de un cliente. Fue en defensa propia, no vaya usted a creer que antes de echar a los fulanos barranco abajo me gusta vaciarles los ojos. Pero se lo tenía que decir para cuando las vecinas del Bohemia, que son muy chismosas y creen que me conocen mucho sólo porque hace años que las soporto, le vengan con el cuento. Seguro que lo harán, y no quiero que le pille por sorpresa o que vaya a pensar que se ha casado con un monstruo.