En un puerto de
la costa occidental de Europa descansa, dormitando en su barca de pesca, un
hombre pobremente vestido. Un turista bien vestido coloca una nueva película de
color en su nuevo aparato fotográfico para retratar la idílica escena: cielo
azul, verde mar con blancas y pacíficas crestas de olas, barca negra y gorra
roja de pescador. Clic.
Otra vez clic y,
como no hay dos sin tres un nuevo clic. Este ruido frágil, casi hostil,
despierta al pescador adormecido, que se levanta amodorrado y busca, perezosamente,
su paquete de cigarrillos.
Pero, antes de
que haya encontrado lo que busca, el diligente turista ya le ha puesto una
cajetilla bajo la nariz, y si es verdad que todavía no le ha embutido el
cigarrillo en la boca, sí se lo ha depositado en la mano, y un cuarto clic,
el del encendedor pone punto final a tan apresurada cortesía. A través de este
desmesurado y nunca demostrable exceso de vivas atenciones, se ha creado una
extraña confusión, que el turista, conocedor de la lengua del país, intenta
salvar por medio de la conversación.
–Hoy pescarán
mucho.
Su interlocutor
sacude la cabeza negativamente.
–Pero me han
dicho que el tiempo es bueno.
El pescador, esta
vez, asiente con la cabeza.
–¿No saldrá a la
mar, pues?
El pescador
sacude de nuevo la cabeza y aumenta el nerviosismo del turista. Con seguridad
le preocupa el bienestar de aquel hombre tan pobremente vestido, al mismo
tiempo que le roe el remordimiento por la oportunidad perdida.
–¡Oh! ¿Acaso no
se encuentra bien?
El pescador pasa,
por fin, del lenguaje de los signos a la palabra verdaderamente hablada.
–Me siento
fantásticamente bien –contesta–; nunca me he encontrado mejor.
Se levanta, se despereza como si quisiera
demostrar su atlética constitución.
–Me siento magníficamente.
La expresión del semblante del turista se
hace cada vez más sombría y no puede reprimir la pregunta que, por decirlo así,
está a punto de hacerle estallar el corazón:
La contestación llega pronta y clara:
–Porque ya he salido esta mañana.
–¿Pescó mucho?
–Tanto que ni siquiera tengo que volver a
salir; cuatro langostas han ido a parar a mis cestas, y casi dos docenas de
caballas...
Por fin despierto, el pescador se levanta y
da unas palmadas en el hombro del turista para tranquilizarle. La preocupada
expresión de su rostro le parece producida por una congoja injustificada, pero
que le atormenta.
–Incluso tengo lo suficiente para mañana y
para pasado mañana –dice, para aligerar el alma del extraño–. ¿Fuma uno de los
míos?
–Sí, gracias.
Se meten los cigarrillos en la boca, se
produce un quinto clic, y el extranjero, moviendo la cabeza, se sienta en la
orilla, junto al bote. Deja a un lado la cámara, pues necesita ahora las dos
manos para poder subrayar su conversación.
–No es que yo quiera meterme en sus asuntos
–le dice–, pero imagine que hubiera salido hoy en seguida, una segunda, una
tercera, acaso, incluso, una cuarta vez, con lo que hubiera pescado tres,
cuatro, cinco, tal vez diez docenas de caballas. ¿Imagina lo que le estoy diciendo?
–Si usted –prosigue el turista–, no sólo
hoy, sino mañana, pasado mañana; bueno cualquier día favorable, se hiciera a la
mar dos, tres, cuatro veces, ¿sabe usted lo que ocurriría?
El pescador le interroga con el gesto.
–En un plazo máximo de un año podría
comprarse un motor, en dos años otro bote, en tres o cuatro años quizá podría
tener una gran barcaza. Con dos botes o con la barcaza pescaría usted,
naturalmente, mucho más, y algún día tendría dos barcazas, y entonces... –la emoción
le priva de la voz durante unos instantes– podría construir una pequeña
instalación frigorífica, quizás una planta de ahumados, y, más tarde, una
fábrica de conservas de pescado, mientras usted volaría en un helicóptero para
descubrir los bancos de peces y daría órdenes a sus barcazas por radio. Podría
conseguir derechos de pesca sobre el salmón, abrir un restaurante marinero,
exportar las langostas a París directamente, sin intermediarios, y
entonces...–la emoción deja de nuevo sin palabras al extranjero.
Impresionado en lo más profundo de su
corazón, sacudiendo la cabeza, temeroso de perder la ilusión, mira hacia la
pacífica marea que se acerca una y otra vez, donde alegremente se desplazan los
peces aún no capturados.
–Y entonces... –repite, pero de nuevo el
entusiasmo le deja sin palabras.
El pescador le da unas palmadas en el hombro
como si fuera un niño que se hubiera atragantado.
–Y entonces ¿qué?
–Entonces –responde con emoción contenida el
extranjero–, entonces podría sentarse tranquilamente aquí, en el puerto,
dormitar al sol y contemplar este mar esplendoroso.
–¡Pero si eso es lo que ya hago ahora!
–exclama el pescador–; estoy sentado tranquilamente en el puerto, dormito y lo
único que me estorba es el clic de su cámara...
El supuestamente instruido turista se aleja
pensativo, pues siempre había creído que trabajaba para que llegara un día en
que no tuviera que trabajar más, y no queda en él huella alguna de compasión
hacia el pescador pobremente vestido, sino, más bien, un poco de envidia.
(Heinrich Böll)
(Heinrich Böll)