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martes, 13 de enero de 2015

Librería Aranjuez












La gata que creía ser perro y el perro que creía ser gata

Había una vez un campesino pobre que se llamaba Jan Skiba. Vivía con su mujer y sus tres hijas en una choza de una sola habita­ción que tenía el techo de paja y se encontraba apartada del pue­blo. La casa tenía una cama, una litera, una estufa, pero no había espejo. Un espejo era un lujo para un campesino pobre. ¿Y para qué iba a necesitar un espejo un campesino? Los campesinos no sienten curiosidad por su apariencia.
Pero este campesino sí que tenía un perro y una gata. El perro se llamaba Burek y la gata Kot. Ambos habían nacido la misma se­mana. Por poca comida que tuviera el campesino para él y su fa­milia, no permitía que su perro o su gata pasaran hambre. Como el perro nunca había visto a otro perro y la gata nunca había visto un gato, y sólo se veían el uno a la otra, el perro creía que era una gata y la gata pensaba que era un perro. Ciertamente eran muy diferentes en esencia. El perro ladraba y la gata maullaba. El perro cazaba conejos y la gata acechaba a los ratones. Pero ¿es necesa­rio que todas las criaturas sean iguales a sus semejantes? Tampoco las hijas del campesino eran exactamente iguales. Burek y Kot se llevaban bien, a menudo comían del mismo plato y trataban de imitarse. Cuando Burek ladraba, Kot intentaba ladrar, y cuando Kot maullaba, también Burek intentaba maullar. A veces Kot cazaba conejos y Burek intentaba atrapar un ratón.
Los vendedores ambulantes que compraban cabras, gallinas, huevos, miel, terneros y todo lo que se podía obtener de los cam­pesinos del pueblo, nunca llegaban a la pobre choza de Jan Skiba. Sabían que Jan era tan pobre que no tenía nada para vender. Pe­ro un día un comerciante que se había extraviado llegó hasta allí. Al entrar sacó sus mercancías y la mujer de Jan Skiba y sus hijas se encandilaron con las lindas chucherías. El vendedor sacó de su bolsa cuentas amarillas, perlas falsas, pendientes de latón, anillos, broches, pañuelos de colores, ligas, y otras baratijas por el estilo. Pero lo que más entusiasmó a las mujeres de la casa fue un espejo enmarcado en madera. Preguntaron el precio y el vendedor dijo medio gulden, que para un campesino pobre era mucho dinero. Poco después, la mujer de Jan Skiba, Marianna, le hizo una pro­posición al vendedor. Le pagaría cinco groschen mensuales por el espejo. El vendedor dudó un momento. El espejo ocupaba dema­siado espacio en su bolsa y siempre existía el peligro de que se rom­piera. Por tanto, decidió aceptar; tomó el primer pago de cinco gros­chen que le hizo Marianna y dejó el espejo a la familia. Visitaba la región a menudo y sabía que los Skiba eran personas honradas. Poco a poco recuperaría su dinero y obtendría además un be­neficio.
El espejo causó una conmoción en la choza. Hasta entonces Marianna y las niñas se habían visto raras veces. Antes de tener el espejo, sólo habían visto su reflejo en el barril de agua que esta­ba junto a la puerta. Ahora podían verse con claridad y comenza­ron a encontrarse los defectos de sus rostros, defectos que nunca antes habían notado. Marianna era hermosa, pero le faltaba un dien­te delantero y pensó que esto la afeaba. Una de las hijas descubrió que su nariz era muy respingona y muy ancha; la segunda, que su mentón era demasiado largo y puntiagudo; la tercera, que tenía la cara llena de pecas. También Jan Skiba se echó un vistazo en el espejo y vio con desagrado sus labios gruesos y sus dientes sal­tones como los de una liebre. Ese día, las mujeres de la casa estu­vieron tan absortas con el espejo que no hicieron ni la comida, ni las camas y descuidaron todas las tareas domésticas. Marianna ha­bía oído hablar de un dentista de la gran ciudad que podría reponerle el diente que le faltaba, pero esas cosas eran caras. Las chicas trataron de consolarse mutuamente diciéndose que eran lo bastante guapas como para encontrar pretendientes, pero no volvieron a sentirse tan contentas como antes. Se sentían humilladas por la vanidad de las señoritas de ciudad. La que tenía la nariz an­cha se la apretaba con los dedos para intentar estrecharla; la que tenía la barbilla puntiaguda se la empujaba con el puño para acor­tarla; la pecosa se preguntaba si en la ciudad habría una pomada que quitara las pecas. Pero ¿de dónde sacarían el dinero para pa­gar el billete a la ciudad? ¿Y el dinero para comprar la pomada? Por primera vez, la familia Skiba sintió profundamente su pobreza y envidió a los ricos.
Pero no sólo los miembros humanos del hogar eran los únicos afectados. También el perro y la gata se vieron perturbados por el espejo. La choza era baja y habían colgado el espejo justo enci­ma del banco. La primera vez que la gata se subió al banco y se vio en el espejo, quedó terriblemente perpleja. Nunca antes había visto una criatura semejante. Los bigotes de Kot se erizaron, co­menzó a maullar ante su imagen y levantó la pata, pero la otra cria­tura maulló también y también levantó la pata. El perro no tardó en saltar al banco y, cuando vio al otro perro, la impresión y la rabia lo descontrolaron. Le ladró al otro perro y le enseñó los dien­tes, pero el otro le respondió con los mismos ladridos y también le enseñó los colmillos. Tan grande fue la conmoción de Burek y Kot que, por primera vez en sus vidas, se atacaron. Burek mordió a Kot el cuello y Kot le bufó y le arañó la nariz. Ambos comenza­ron a sangrar, y la visión de la sangre los enardeció y casi se matan o se lesionan gravemente. Los miembros de la familia difí­cilmente consiguieron separarlos. Como un perro es más fuerte que una gata, tuvieron que amarrar a Burek fuera de la casa y estuvo ladrando todo el día y toda la noche. De la angustia, tanto el perro como la gata dejaron de comer.
Cuando Jan Skiba observó la alteración que el espejo había pro­ducido en la familia, decidió que un espejo no era lo que su familia necesitaba:
-¿Por qué mirarse a uno mismo -dijo-, cuando se puede contemplar y admirar el cielo, el sol, la luna, las estrellas y la tierra con todos sus bosques, praderas, ríos y plantas?
Así que descolgó el espejo y lo guardó en el cobertizo de la leña. Cuando llegó el vendedor en busca de su paga mensual, Jan Skiba le devolvió el espejo y, en cambio, compró pañuelos y zapa­tillas para las mujeres. Una vez desaparecido el espejo, Burek y Kot volvieron a la normalidad. De nuevo, Burek pensó que era una gata y Kot que era un perro. Pese a todos los defectos que las chicas se habían descubierto, se casaron muy bien. El cura del pueblo se enteró de lo ocurrido en casa de Jan Skiba y dijo:
-Un espejo de cristal muestra únicamente la piel del cuerpo. La verdadera imagen de una persona está en su voluntad de salir adelante, junto con su familia y, en la medida de lo posible, con todos cuantos están en contacto con ella. Es ese espejo el que re­vela el alma de la persona.

Isaac B. Singer

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