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viernes, 7 de diciembre de 2018

Bitxikiak 2016


Un hombre sin carácter  

Había terminado el primer año de universidad y me fui a veranear como de costumbre a mi pueblo, F., donde mis padres. En esa época yo era un jovencito delicado y tímido. Por estas cualidades, además del pelo rubio y el esplendor de mi sonrisa, me había ganado entre los compañeros el sobrenombre de «Poeta». Otros me comparaban, por el aspecto, con un caballero antiguo. Es una pena que del poeta no tuviera el talento y, del caballero, la valentía. 
El turno de los exámenes se había retrasado y, como llegué a F. un poco más tarde con respecto a los demás veraneantes, me encontré con que mis conocidos tenían ese año una nueva diversión. Hay que admitir que las diversiones escaseaban en F. Las muchachas, por respeto a las antiguas costumbres, eran reservadas y caseras, y teatros no había. El único recurso que quedaba era alguna burla o alguna partida de cartas. 
Pero ese año hizo su aparición en el pueblo una veraneante nueva, la señorita Candida V., invitada de una tía suya vieja y soltera. Por otro lado, la señorita también era poco menos que una solterona, pues ya había pasado en algunos años la treintena. Ella aseguraba que tenía veintiséis años, y aún se mantenía bastante joven. Pequeña y gordita, caminaba sobre sus cortas piernas moviendo las caderas con aplomo. Tenía una gran melena negra, la cara redonda con ojos brillantes, pestañas largas, dientes blancos y menudos. La historia de esa señorita se puede contar rápidamente. 
Había consumido la juventud sola con su padre viudo en una ciudad provinciana del sur. Prisionera del viejo austero y celoso, su vida había sido la de las llamadas «monjas en casa» y, debido al terror de la ira paterna, había reprimido su exuberante naturaleza. Era curiosa, golosa y vil; pero su sencilla inocencia se conservaba intacta. 
Cuando su padre murió, como le había dejado una modestísima renta y la muchacha estaba sola, fue a guardar el luto a la capital, donde unas primas bastante frívolas. Su luto, su estupor y su torpeza le impedían participar en esa vida, ante la cual sin embargo abría sus grandes ojos ávidos. Aquellas muchachas afortunadas sólo vivían para su placer, sólo se ocupaban de fiivolidades, y el asunto más apasionado de sus charlas era el amor. 
Terminado el luto, las primas enseñaron a Candida el arte de maquillarse y le aconsejaron que se comprara vestidos de tonos claros, pero a sus espaldas se reían de ella. Una muchacha siempre vestida con batas grises, que nunca ha usado polvos para la cara, y que por primera vez se ve en el espejo con el pelo rizado, con colores en las mejillas, vestida de azul celeste, sólo puede verse guapa. La señorita Candida se consideraba guapísima y, puesto que por naturaleza era un poco tonta, no puso freno a su nueva exultación. 
Precisamente en esa época fue a veranear a F. Si en la gran ciudad la vergüenza de ser provinciana la había atolondrado, aquí, después de su estancia en la metrópoli, Candida casi se sentía de la capital entre los provincianos. Y allí estaba, envuelta en una nube de felicidad y seguridad, aterrizando entre nosotros. Se vestía con unas falditas cortas, con muchos volantes y de colores chillones; pegados a la frente llevaba unos rizos cautivadores; se embadurnaba con polvos y carmín la cara hasta la nariz y los lóbulos de las orejas; y pasaba con la cabeza bien alta y el brillo del triunfo en sus ojos. 
La realidad es que su juventud contenida maduraba de golpe, impetuosa y fuera de temporada; y Candida, poseída por esa locura, vivía entre sueños de pasiones y de bodas. Convencida de ser la más guapa, no tardó en crearse la ilusión de ser irresistible: todos aquellos simpáticos jóvenes la amaban, le repetía su corazón ingenuo y dichoso. La amaban de forma distinta a como se ama a las muchachas a quienes se pide matrimonio; la amaban como a las mujeres ensalzadas de las novelas y a aquellas damas cuyo nombre grababan los caballeros en su escudo en otros tiempos. Y si se callaban ante ella, era por amor; y si huían, era por exceso de amor. 
En aquel mundo amoroso suyo retozaba, y se la veía coquetear, se la oía cantulfear. Segura de despertar envidia, confesaba a las mujeres: «Este me ama, aquél me corteja», y ellas fingían asombro para luego reírse a sus espaldas. La única confidente fiel y crédula era su tía, quien por la noche gustaba de escuchada y complacerse con esos sueños. 
Para mis conocidos, la salida diaria de Candida se convirtió pronto en un espectáculo. Al principio, cuando la veían llegar tan peripuesta y provocativa, la rodeaban entre bromas y risas que ella tomaba como galanterías; pero después, para divertirse más, decidieron complacerla. Unos y otros, apartados en algún sendero del campo, le hablaban de amor, como ella quería, con énfasis caballeresco. Luego se contaban entre burlas sus suspiros y sus pestañeas, y el casto pudor con el que ella respondía a cada declaración de amor. Con tantos honores, Candida pareció florecer de nuevo, y se volvió cada día más gruesa y soberbia. Pronto todos le habían declarado su amor, excepto yo. Aunque no me atrevía a confesado, no compartía la diversión de los demás. En realidad, esas palabras exaltadas que utilizaban para embaucar a Candida, yo las veneraba demasiado, dentro de mi corazón, para que fueran objeto de juego. Las reservaba, como una ofrenda sagrada, para una muchacha que todavía no había encontrado, pero que se me antojaba guapísima y sencilla. Además, en lugar de considerarla ridícula, Candida me daba pena. Cuando la veía pasar entre nosotros, tan altiva, con sus vestiditos arreglados, la desazón me producía escalamos. Y no podía sentirme a gusto a su lado. 
Ella se extrañaba de tanta indiferencia por mi parte, y se sentía ofendida. Mi romántica apariencia, de la cual ya he hablado, seguramente era la más parecida a sus ideales. A menudo me miraba con aire interrogante, risueño, como si me invitara. Y los compañeros me empujaban e insistían: -¡Venga, Poeta! ¡Anímate! ¡No te hagas el tímido! ¡Declara tus sentimientos a la señorita! 
Candida no tardó en creer que esos sentimientos existían de verdad, y que sólo la timidez me impedía expresarlos. Desde aquel día, cuando se encontraba con mi pandilla, sólo me miraba a mí, con una mirada rebosante de complicidad y de femínea satisfacción que hacía que corriera mo por mis venas. La irritación, la vergüenza y una lamentable compasión me inflamaban el rostro, y eso acrecentaba las burlas de mis jóvenes amigos. 
Maduró entonces en mí la decisión que os contaré; ¿quién me la dictó? Fueron, al escuchar a mi conciencia, el honor, la verdad, la compasión y otras cosas dignas. Pero a veces incluso nuestra propia conciencia nos engaña. 
Un buen día, mientras paseaba solo, me encontré con Candida. Ella me echó una mirada fulminante, y prosiguió su camino contoneándose; pero yo, tembloroso y ruborizado, seguí llamándola: 
-¡Señorita! ¡Señorita! 
Ella se volvió con aire de reina; le dije balbuceando que tenía que hablarle: 
-¿Por qué no? -dijo ella con coquetería. 
Mi turbación, mi boca temblorosa le prometieron quién sabe qué dulzuras. Su estúpida exaltación, que percibí de forma precisa y aguda, me produjo una especie de extravío, y tuve la tentación de huir. Pero ya estaba en ello, y me di ánimos. Entonces, como les ocurre a los tímidos, de pronto me dominó una lúcida audacia, de la cual disfrutaba en raras ocasiones. 
Por una callejuela nos adentramos en la plaza, en la que se erigía el llamado «Círculo»: sala de encuentro del pueblo, donde se escuchaba la radio y se jugaba a las cartas. Sabía que a esa hora mis compañeros se encontraban en el «Círculo»: yo mismo los había dejado allí poco antes. Me paré entonces en la callejuela y, con aire protector, aunque no sin cierto disgusto, puse la mano sobre el brazo colorado y desnudo de Candida. 
Ella rió y se retiró: 
-No, se lo ruego, señorita -le dije-, no dé a este gesto mío el significado que le sugiere su ilusión. Sí, porque usted es una ilusa, y yo, que para usted soy un verdadero amigo, quiero descorrer el velo de sus ojos. Señorita, sé que mis compañeros le han hablado con ligereza de amor y de cosas por el estilo. Usted, a pesar de no ser ya una niña, se lo ha creído. Ahora tiene que saberlo: ninguno de ellos la ama. Venga, señorita, ya es momento de conocerse a sí mismo y la vida. A una mujer de su clase y de su edad la vida le ofrece otras cosas. Puede leer buenos libros, dedicarse a las buenas obras y a la costura. Sepa que mis compañeros fingen con usted, se divierten a sus espaldas. En fin: usted es el hazmerreír y la mayor diversión de este sucio pueblo. ¿Quiere alguna prueba? -ella me miraba estupefacta, y sonreía parpadeando incrédula-. Quédese aquí, detrás de la cortina del Círculo -le aconsejé-, y mire y escuche. Yo provocaré a mis compañeros para que hablen de usted, y usted misma podrá ver la consideración que les merece. 
Dejé a Candida detrás de la cortina y entré en la desolada sala. Estaba pálido, mis ojos ardían, sentía una exaltación y un arrojo que no me resultaban naturales. Pero no fue necesario provocar a esos jóvenes para que hablaran de Candida; ellos (que no sospechaban que la muchacha estaba todavía cerca y los oía) me recibieron con risas y alboroto: 
-¿Dónde has dejado a tu preciosidad? -me gritaron-, os hemos visto por la ventana hace poco. ¡Tú colorado como la cresta de un gallo, y ella se iba pavoneando! 
-Me he declarado -exclamé con un falso cinismo. 
Esas palabras despertaron entre mis compañeros la hilaridad: «¿Qué le has dicho, Poeta? ¿Qué ha respondido?», preguntaba uno. «¿La has enamorado como Dios manda?», se informaba otro. Incluso un tercero imitaba a Candida, con voces y movimientos más propios de un pato que de una muchacha. Y todos a su alrededor la imitaron, y enriquecían su comedia con risas descompuestas, con frases brutales y poco honestas que no quiero repetir aquí. 
Cuando creí que la prueba era ya suficiente incluso para el alma sencilla de Candida, me escapé fuera del pasillo y me encontré con la muchacha detrás de la cortina. No olvidaré, creo, el nuevo semblante con en el que se me apareció. Estaba llorando, y enseguida juzgué estúpido y poco decoroso aquel llanto; pero los sollozos que le sacudían el cuerpo eran más parecidos a los escalomos de la fiebre que a los sofocos del dolor. Me miró como si no me viera; y sus ojos estaban llenos de un horror profundo, como los del niño que ha encontrado un fantasma. 
Aquella visión, no sé por qué, me inspiró antipatía y rencor. Al acompañarla de regreso procuraba no mirar su cara gordita, sucia por la pintura y las lágrimas, y sobre la que habían aparecido de golpe las arrugas de la vejez. Pero a pesar de andar mirando hacia abajo y de alejar mi rostro de ella, me ensañé con Candida a lo largo de todo el camino. Le desvelé lo poco decorosos que eran sus modales, lo ridículo de sus vestidos, lo caricaturesco de su maquillaje, y la banalidad de su vida. Con una hipócrita honestidad, la impulsé de nuevo hacia las modestas ocupaciones que se corresponden a las mujeres maduras. Ella no respondía, pero sacudía la cabeza mordiéndose los labios, con la mueca de los niños cuando lloran. Al final, balbuceó con dificultad: 
-¡Ay, pare, pare! -y con un último suspiro se alejó de mí hacia su casa. Yo también me dirigí a mi casa. Sentía la boca amarga y los huesos molidos como si hubiera soportado un gran esfuerzo fisico. 
Se acercaba el otoño, y llegó el día de mi regreso a la ciudad sin haber vuelto a ver a Candida. Tal vez ella, por vergüenza, ya no se atrevía a salir de casa. Y yo, un poco más tarde, en la habitación amueblada y fea que en la ciudad representaba todas mis posesiones, en la soledad a la que mi carácter esquivo me condenaba, pensaba a menudo en la última escena con Candida; hasta que ese rostro, que había evitado mirar, se me apareció como la máscara del remordimiento y de la piedad. «Era feliz -me repetía-, ¿para qué desilusionarla?», y recordaba mi dolor cuando, durante la infancia, un compañero más listo que yo me explicó que los Reyes Magos no existían. Otros recuerdos de mi mortificada adolescencia, de mis sueños y de mis ambiciones desengañadas, se mezclaban con el remordimiento, tanto que a veces me hacían llorar. En la triste exaltación de aquellas horas solitarias llegué a fantasear, para remediar el mal que había hecho, con que corría donde Candida, le pedía perdón y me casaba con ella. Con tanta incertidumbre y angustia me agitaba en la cama, entre las sombras lluviosas del otoño. Y el desorden de mi corazón llegó al máximo cuando recibí la noticia de que Candida había enfermado de tifus poco después de mi marcha, había muerto y la habían enterrado en el pequeño cementerio de mi pueblo. Fue mi madre quien, en una carta, entre las novedades y los pequeños cotilleos de F., me anunció su muerte. No sabía que caería en un confuso y extraño dolor. En realidad yo era morbosamente romántico; y pronto me convencí de que yo mismo había matado a Candida: «Sólo la ilusión -me repetía-, la mantenía viva. Al matar esa ilusión, la maté a ella.» Entre esos reproches y remordimientos llegó la Navidad. Yo solía pasar la Navidad en mi pueblo, con mi familia. 
Me encontraba entonces en el pueblo, y era la antevíspera de la fiesta. No era un mes de diciembre fuo, sino borrascoso. Lluvias violentas mezcladas con un viento casi templado hacían más sombrío el aburrimiento de esas tardes. Me encontraba justo en la plaza del Círculo, donde le dije a Candida: «Usted misma podrá verlo, señorita...» Y allí, más aguda que nunca, me atrapó la añoranza de los frustrados y magnánimos hechos, de la caridad frustrada, junto con el deseo agudo de remediar de alguna forma el daño que había hecho. 
En mi alma quedaba (vil y caprichosa alma en realidad) un fondo de religión supersticiosas, último fruto de las enseñanzas maternas, de las santas historias que la nodriza me había contado, de las oraciones infantiles. Fue exactamente un momento de ardor místico el que me aconsejó rendir un extremo homenaje a Candida para aplacar su patética sombra y merecer el perdón. Y después de recoger en la huerta detrás de mi casa unos crisantemos escasos y algunas hierbas, humilde ramillete de temporada, hice un ramo con ellas y me dirigí al Camposanto para depositarlo en la tumba de Candida. 
Caminaba entre la neblina lluviosa con palpitaciones, con una especie de fervor galante, como un paje enamorado que a escondidas lleva un don a su dama. Y después de recorrer el sendero entre dos cercas de guijarros, casi distinguía ya entre las gotas de la lluvia la verja en la que una lápida reza: «Pulvis et umbra sumus - Siste, viator»; cuando me crucé con un elegante joven, uno de los alegres compañeros de antes. Con una risa desdeñosa en su boca colorada, me gritó: -Eh, Poeta, ¿qué haces con ese bouquet? 
-¿Cómo? -balbuceé- ¿Te refieres a este ramillete? -y sintiéndome más que nunca un muchachito y además ridículo, me ruboricé por la vergüenza. Me pareció que debía a mi compañero alguna explicación, y rápidamente le conté que había recibido esos crisantemos de una joven campesina, de una pequeña mendiga a quien poco antes había dado una limosna-: Ha querido agradecérmelo con esto a toda costa -añadí bastante desenvuelto, con una risa falsa-, realmente no sé qué hacer con ellas -y dicho eso, tiré con rabia las flores a la orilla del sendero donde más tarde se las comieron las cabras. 
Luego, riéndome de forma servil de no sé qué tontería que decía mi compañero, retomé el camino de vuelta, bajo mi gran paraguas, junto a él. 

Elsa Morante