Ramón Ferré Ferré (1908 - 1998)
Nacido en Aiguamúrcia (Tarragona), pintor y profesor de l´Escola del Mar de Barcelona, su carácter sencillo e intuitivo le llevó desde los caminos del postimpresionismo en su época gris, pasando por el expresionismo paisajístico hasta la figuración y la abstracción.
Barcelona, Mallorca o Londres fueron motivos de inspiración de su obra, de la que ahora podemos disfrutar en l´Espai Artistic que lleva su nombre ubicado en el Ayuntamiento de Aiguamúrcia. Parte de su obra se encuentra en el Museu de Valls y en el Museu d´Art Modern de Tarragona.
Enviado
del otro mundo
La primera vez que vimos al
hombre, mi madre y yo íbamos al cementerio. Desde la muerte de mi padre íbamos
todas las tardes. Ya habíamos salido por el portón, cuando lo vimos aparecer
extraño, con la ropa de trabajo empapada en sudor, el sombrero de yarey echado
hacia atrás y una guataca recostada al hombro. Al vernos, la sorpresa lo
detuvo. Yo sé que entrecerró los ojos y que mostró la hilera de sus dientes tan
blancos que parecían de mentira. Vi sus ojos de un gris afilado como la punta
de un cuchillo. Era muy alto y la ropa le quedaba pequeña: el pantalón,
desgarrado por los bajos, dejaba libre un pedazo de la piel de sus piernas por
encima de las botas enfangadas y sin abrochar. La camisa tenía un color más
oscuro debajo de las axilas, y como la llevaba abierta, podía verse en su pecho
la oscuridad del vello.
Un
segundo lo miró mi madre y trató de abrir la sombrilla, que no se abrió.
Comenzó a buscar algo en el bolso, me llamó varias veces por mi nombre
completo, como nunca hacía.
El
hombre dejó la guataca en el suelo y se acercó. Escuchamos el golpe de sus
botas en la calle y no hubo que mirarlo para saber que estaba ahí, a dos pasos:
era precisa su respiración agitada, penetrante el olor a manigua.
Sentí
la mano de mi madre apretando la mía.
-Me da un poco de agua -pidió
con voz que seguro hizo temblar las ramas de los árboles.
Ella
no escuchó, no hizo caso. Sin levantar los ojos, huyó conmigo calle abajo y
doblamos por la primera cuadra, cruzamos sin mirar el puente de la zanja.
Comenzaba
a hacer frío y los árboles se veían negros en plena tarde. Las calles estaban
mojadas aunque no había llovido y las casas permanecían cerradas a cal y canto.
Los perros (tantos perros) no ladraban. Tampoco volaban los pájaros, ni se oían
los gritos del hijo loco de la vieja Sana, ni las campanas de la iglesia
hicieron nada por espantar aquel silencio como era su deber.
-¿Quién
es ese hombre? -pregunté cuando estuvimos lejos.
-El
diablo ‑respondió.
Volvimos
a verlo al día siguiente.
Llegamos
al cementerio, que tenía una gran puerta desde donde unos ángeles grandes nos
miraban sin darnos importancia. Abrimos la verja, que siempre daba un alarido,
y entramos a la calle de entones pintados de blanco, con tumbas grises que
tenían floreros de colores vivos.
Mi
madre suspiró (siempre lo hacía), cerró la sombrilla y se arregló el pelo. Como
era hábito, deambulamos por entre las tumbas. Ella leyó las inscripciones de
todas, acarició algunas lápidas y cruces, allí donde decía que estaba su amiga
Adela y la otra amiga y la otra, tantos muertos que nos recuerdan, hijo, que
polvo somos y en polvo nos convertiremos. Sus ojos no estaban quietos y brillaban;
por momentos sostenía en sus labios una leve sonrisa.
En
la tumba de mi padre, quitó las flores mustias y vimos al hombre en el momento
en que mi madre me mandaba por agua limpia. Lo descubrimos bajo un angelito de
mármol, tan de mármol él como el angelito, mirándonos o mirándola a ella,
fijamente.
-No
lo mires tú -me ordenó ella.
No
me gustó la forma angustiada en que lo dijo, pero ninguna pregunta me atreví a
hacerle: la vi bajar la cabeza, hundirse en sí misma, tranquila, intranquila,
sentada en un banco.
Fui
como pude, evadiéndolo, a la bomba del agua y llené los recipientes de cristal.
Pero al regresar, el hombre me detuvo por un brazo, no sólo con las manos,
también con los ojos de acero tan llenos de cruces como el cementerio. Sonrió.
-¿Qué
quiere? -pregunté sin miedo, aunque con miedo, bajando los ojos, sabía que no
debía mirarlo.
Mostró
un papel doblado, amarillo, un papel viejo.
-Dale
a ella. Dile que es un recado.
Como
yo, mis manos se resistían, se inclinó hacia mí desde su altura y agregó:
-Es
un recado que manda tu padre.
-Mí
padre está muerto ‑riposté quizá ofendido sin saber por qué.
-Lo
sé -respondió-, es un buen amigo que no tiene secretos para mí.
¿Cómo
culparme de volver con el recado si se trataba de un aviso que mi padre nos
mandaba?
Mi
madre leyó el papel sin demostrar que lo leía. Lo guardó entre sus senos, y no
colocó las flores en los floreros, dijo que el agua resultaba buena para los
muertos. Más tarde ocultó la cara entre las manos y noté que sus párpados se
agitaban. ¿Estás llorando, estás riendo? Nada, hijo, nada, se secó los ojos y
se puso de pie.
-Vamos.
Es de noche.
¿De
noche? No dije no, pero el sol aún se veía.
Salimos del cementerio y no
vimos al hombre porque ya no estaba o se había escondido, y eso que los ojos de
ella iban iluminando las esquinas, y se perdían de tan lejos que miraban.
Regresamos
en silencio. Ella no hablaba, como cuando había un pensamiento que la
torturaba. Yo la conocía bien, y como la conocía bien, corté un jazmín y se lo
regalé para que adornara su escote.
Al
llegar a casa, no encendió la luz. Se tiró en la cama y me pidió que le echara
fresco, pero, por favor, no me hables, mira que no me gusta que me hablen
cuando quiero pensar.
-¿En
quién?
Hubo
un silencio entre los dos. Después escuché una respuesta cansada:
-En
tu padre.
Toda
una semana, día tras día, estuvo el hombre pasando frente a nuestra puerta.
Ella había cerrado las ventanas y cuando escuchaba sus botas, apretaba los ojos
y se tapaba los oídos. A veces lloraba, en silencio, tanto, que parecía que no
lloraba.
Dejamos
de ir al cementerio, para no verlo, porque ese hombre es Satanás, hijo, es de
otro mundo y los hombres de otro mundo nada tienen que hacer en éste.
Algunas
tardes él tocaba a la puerta. Ella huía a la cocina y se hacía la que estaba
revolviendo la sopa, pero qué sopa, si nada había en los calderos.
Así
ocurrió hasta una tarde en que él no pudo más y tocó mucho, hasta cansarse y
ella tampoco pudo más y aunque no deseaba abrir, abrió la puerta igual que si
tomara una decisión. Se enfrentó a las pupilas afiladas del hombre. Se desearon
los buenos días de modo bastante raro porque no hubo sonrisas.
Él no esperó para decir:
-Le
traigo un regalo.
Y
alargó una jaula blanca, de metal, con un pájaro blanco que no debía ser de
metal: volaba y revolaba con chillidos extraños.
Ella
tomó la jaula y se mostró muy agradecida, si quiere sentarse.
Él
pasó a la sala y me guiñó un ojo como si yo debiera saber algo que él suponía
que yo supiera. Esta vez iba vestido de limpio, con pantalón de caqui y
guayabera blanca almidonada. Tenía un pañuelo en las manos con el que secaba el
sudor de la frente. Olía a agua de colonia.
Mi
madre se me acercó. Acarició mi cabeza.
-Mi
hijo.
Pensé
que la seguridad había vuelto a ella después de haberla abandonado. Estaba
hermosa. Comenzó a moverse con soltura. Trajo un vaso con agua y una taza de
café. Por último, hasta sonrió. Conversaron del invierno, en diciembre uno
respira, lo que es en agosto...
Cuando
él se marchó ella abrió las ventanas y encendió las luces. No le importó que
fuera tarde para limpiar con insistencia y mucha agua los pisos, que brillaron
como cristales.
Más
tarde preparó un baño de agua hirviente con gotas de perfume. Salió del baño y
olía más que un jardín. Se ocultó entre las sábanas de la cama y me pidió que
tampoco hoy la molestara, hijo, quiero pensar.
Al
otro día no se vistió de negro. Amaneció con vestido blanco que tenía lazos
azules y la vi mucho rato frente al espejo pasando las manos por la cintura, mirándose
contenta.
-Hoy
vamos a tener noticias de tu padre ‑anunció.
Puso colorete en sus mejillas y tiñó la
boca de un rojo vivo. Las cejas se arquearon con rayas negras. Levantó el pelo
y lo sostuvo con peinetas.
Sacó
de una gaveta una vieja caja de bombones forrada con papel dorado y envuelta en
cintas verdes donde guardaba las fotografías. Zafó con cuidado las cintas y rió
mucho de verse de nuevo tan joven, como en aquellos tiempos. También rió de ver
a los parientes y los iba nombrando y los saludaba, repetía las mismas
anécdotas, las mismas historias. Dispuso las fotos sobre el suelo como si
compusiera un rompecabezas. Ponía un dedo sobre cada foto y decía los nombres
sin equivocarse.
Después
llenó la casa con búcaros llenos de flores y hojas de espárrago.
A
la noche se preparó mejor y vistió el traje más elegante y me llamó:
-¿Cómo
ves a tu madre?
Le
dije la verdad, que estaba más bella que nunca, como una actriz de cine, y su
agradecimiento fue un beso que dejó su boca en mi frente.
Trajo
fundas limpias, sábanas limpias y vistió su cama no sin dejar caer unas gotas
de perfume en la almohada.
-El
hombre que viene del otro mundo trae un recado de tu padre.
No
pregunté si podía quedarme. Ella oyó la pregunta sin que yo la hubiera dicho,
contestó con el índice levantado igual que cuando daba consejos:
-Oye
bien: no puedes quedarte. El hombre que viene del otro mundo no podrá hablar si
te quedas. Dentro de unos minutos te irás. Volverás tarde.
La
vi estirar las sábanas y pasar las manos sobre ellas, acariciarlas, y la cama
fue quedando mejor tendida que nunca. Después dio vueltas de un lado a otro
hasta que decidió calmarse encendiendo un cigarro. Fue hasta la ventana. Me
gustó verla fumar: lo hizo como si se tratara de la cosa más importante del mundo.
Entrecerró los ojos y la vi joven y bella. Fumó olvidada de mí y sonrió a la
ventana, al jardín, a la noche.
Sentimos
entonces los cascos del caballo. Ella corrió para descolgar el retrato de mi
padre que estaba en la pared, sobre la cabecera de la cama y me lo tendió:
-Es
necesario que lo lleves. Pídele que nos ayude.
Salí
y sin que ella me viera me llevé además la jaula y el pájaro blanco. El pueblo
estaba oscuro como el fin del mundo. Me alegré de que estuviera así, con la
única vida de algunos postes iluminados. Las calles estaban muertas, las calles
por donde yo corría con mis gritos, con los chillidos del pájaro. Estaba feliz
de llevar el retrato de mi padre y sobre todo de tener noticias. Yo, en
realidad, siempre había esperado un mensaje. Aunque un día vi a mi padre
encerrado en una caja negra, sospechaba que con tanto que él nos quería, no iba
a abandonarnos, y por eso esperaba, a lo mejor el día menos pensado va y nos da
la sorpresa. Y mi madre lo repetía, hijo, con este mundo nunca se sabe.
Llegué
a la Madama ,
que son unas ruinas del tiempo de la colonia, y sobre una piedra puse la foto
de mi padre y la jaula del pájaro. Hablé con la foto y le dije por favor,
queremos saber cómo estás allá tan lejos de nosotros y dinos si volveremos a
verte. No respondió pero fue como si respondiera. Quedé tranquilo y contento.
Abrí la puerta de la jaula y le dije al pájaro que si deseaba ser libre podía
salir, y por supuesto salió porque deseaba ser libre. Se fue volando y los
golpes de sus alas parecieron palabras de agradecimiento. Me tiré en la hierba,
cerré los ojos y me dormí. No, no me dormí, pero sí, estaba dormido porque iba
soñando, por el aire, sobre el campanario de la iglesia y el pájaro en mi
hombro...
Cuando el sueño se acabó, sentí
el peso de la noche, y decir el peso de la noche es decir una palabra como
miedo, y regresé.
Mi
casa estaba iluminada, toda iluminada y las ventanas abiertas dando luz. Al
entrar, me molestó en los ojos el brillo de las lámparas.
Llamé
a mi madre.
Nadie
respondió, lo que no tenía importancia porque yo sabía que ella estaba allí.
Volví a llamar. En el comedor vi la mesa puesta con el mantel de frutas
bordadas que mi madre reservaba para las grandes noches y los platos con las
chinas sonrientes en el fondo. Fui rincón por rincón buscándola a ella que
estaba oculta para darme un susto. Vi su cuarto tan vacío como el pueblo.
Madre, madre, sé que estás en algún lado. Sentí que la puerta se abría no
porque lo sintiera, no, más bien fue una brisa fría que inundó la casa y un
olor a árboles y a campo, como si se tratara del hombre.
No
era el hombre, claro: mi madre entró muy hermosa, con el pelo suelto sobre los
hombros y la bata larga de tela suave. Tenía la bata llena de hojas y estaba
descalza con los pies enfangados. Reía entre suspiros.
Hijo,
ven, y se arrodilló para abrazarme y darme miles de besos. Con mis manos ordené
su pelo.
-¿Qué
ha dicho mi padre?
Cerró
los ojos, tan satisfecha que echó la cabeza hacia atrás. Todo el júbilo no
cabía en su pecho.
-Es
feliz -dijo-. Tu padre es feliz allá donde está y quiere que nosotros también
lo seamos. Dice que lo olvidemos, que no vayamos al cementerio y que vivamos
otra vida.
-¿Y el hombre?
-Es
su amigo. Él lo envía para que nos cuide.
Entonces
salimos al jardín porque mi madre me explicó que necesitaba sentir el frío de
la noche, el invierno al fin, y cantar para que mi padre la oyera allá donde
estaba, reír sin motivo, reír y ríe tú, hijo, tu padre es feliz y nosotros lo
seremos.
El
pueblo despertó con nuestra alegría. A nuestras voces se abrieron las ventanas.
Por sobre nuestras cabezas volaba y revolaba el pájaro blanco y, cuando al fin desapareció, dejó en el cielo un punto brillante que simulaba una estrella.