¿Qué se puede tener en una
milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo se puede tener un
recuerdo. Se puede tener un recuerdo triste. En una milmillonésima de segundo
se puede tener una revelación: mientras nada bajo las aguas del Mediterráneo,
Enric Sanoi descubre que dedica su tiempo libre al submarinismo porque es un
fracasado.
Es, en efecto, uno de los grandes
artistas de la mediocridad humana. Cuando era un joven prometedor, Enric
aspiraba a grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla
ecológica H1, que respeta las mariposas como si fueran niños. O el inventor de
la bomba atómica H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas.
Habría podido ser el asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas
mujeres, como Landrú, y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un
militar que va a la guerra y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse
famoso después de que le condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a
la edad adulta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes
hitos. Entró en la compañía de seguros, departamento de siniestros, y dejó de
ser Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últimos treinta y
cinco años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que
tiene una existencia feliz: mentira;
nadie ha nacido para tramitar expedientes de seguros. La oficina no es un lugar
celestial, tampoco es un lugar infernal; ha vivido treinta y cinco años
recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo: sólo es gris. Y, ahora, esta
milmillonésima de segundo le ha hecho ver que está vivo, pero que la suya es
una existencia en suspenso, como la de los náufragos.
¿Qué es lo que no se puede tener
en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo no se puede
tener miedo. Cuando el oficinista submarinista oye aquel misterioso ruido
succionador no le da tiempo ni a volver la cabeza. Su cuerpo se zarandea como
si estuviera en el interior de unas cataratas. Se aturde. Pero, cuando el
horror empieza a ganar terreno, se hace el silencio.
El oficinista submarinista no
reacciona. Le abruma una oscuridad líquida. Quiere nadar, no puede: sus brazos
topan con las paredes estomacales, cóncavas y sólidas, más duras que el acero.
Escucha, y a través del traje de hombre rana, a través de la densidad del agua,
le llega una especie de latido monótono y continuado, como el de un cuerpo
gigante. «Dios mío», piensa Enric, «¡estoy dentro del monstruo!». Y se
estremece. Pero es un estremecimiento pletórico. Enric Sanoi vive una felicidad
muy parecida al éxtasis. Porque este hombre que no es nada, que no es Landrú ni
es Mambrú, resulta que al menos es un hombre engullido por una ballena, hecho
extraordinario. La mar es inmensa; los seres humanos, minúsculos; y él, precisamente
él, el hombre más banal del mundo, ha sido tragado por una ballena.
Maquina la mente del oficinista
submarinista: «Como prueba de mi gesta cortaré las amígdalas del cetáceo, que
deben de ser como jamones, y huiré por el orificio anal». ¿Quién le negará la
fama en cuanto se haya liberado de aquella cárcel de carne acuática? La
historia no recuerda casos parecidos; en la oficina le mirarán como a una
criatura única. La gente de la calle, cuando le vea pasar, dirá: «Fíjate, es
él, Enric Sanoi, el hombre que estuvo dentro de una ballena». El oficinista
submarinista piensa en todas esas cosas. Sí. Lo piensa. Pero ¿y si algún
malicioso pregunta qué mierda de mérito tiene que se te trague una ballena
despistada, seguramente una ballena ciega? ¿Y si le preguntan cuál es la
diferencia exacta entre la panza oscura de una ballena y una oscura oficina de
seguros? Censura tan feroz como oportuna. Y, pese a todo, de golpe y porrazo,
Enric se responde a sí mismo que no hay crítica que importe. Él ha estado en el
interior de una ballena, y nadie podrá refutar una verdad de principio: que una
ballena le ha devorado cuando nadaba muy cerca de la superficie, que es una
experiencia insólita, y que por una vez en la vida él es el protagonista de su
vida.
¿Qué nos puede pasar en una
milmillonésima de segundo? Muchas cosas. En una milmillonésima de segundo
podemos descubrir que nos hemos enamorado. En una milmillonésima de segundo
puede concluir un eclipse que ha durado mil años, o puede empezar un diluvio
que inundará el mundo. Puede ser concebido un niño, un dios, un niño dios. En
una milmillonésima de segundo el oficinista submarinista Enric Sanoi, que está
ahí dentro, en el vientre de la ballena, puede descubrir una verdad suprema:
que para creerse un gran hombre sólo es preciso creerse un gran hombre.
Pero en aquel momento, cuando
vive la plenitud de una libertad de espíritu imposible, Enric Sanoi oye unos
inesperados ruidos mecánicos, más o menos como si se abriera la puerta de un
garaje. Y, de pronto, sin más protocolos, su cuerpo inicia una caída libre.
¿Qué se puede tener en una
milmillonésima de segundo? Se puede tener una visión: te puedes ver a ti mismo
cayendo, cayendo y cayendo. Te rodea una inmensa burbuja de agua. Y debajo de
ti, allá abajo, puedes ver el espantoso paisaje de un bosque en llamas, un
fuego infernal al que la fuerza de la gravedad te aproxima inexorablemente. Y
encima de ti, allá arriba, perdiéndose entre las nubes, puedes ver la imponente
figura del hidroavión antiincendios, que se siente infinitamente ligero tras
haber liberado las cincuenta toneladas de agua que le ha robado al mar.
¿Qué se puede pensar y repensar
en una milmillonésima de segundo? Toda una vida, sobre todo cuando esta
milmillonésima de segundo es la última de una existencia. Y mientras cae sobre
un fuego forestal, ridículamente vestido de hombre rana, el oficinista
submarinista concluye que la distancia entre la gloria y la vanagloria es
ínfima y está hecha de humo.
(Albert Sánchez Piñol - Trece Tristes Trances - Alfaguara)